Bush contra la naturaleza

Puede que, como dicen sus compatriotas, George W. Bush sea «el hombre más poderoso del mundo», pero sucede que ni siquiera él está en condiciones de defender a su país contra un fenómeno natural tan insólitamente feroz como el huracán Katrina, que la semana pasada transformó una región muy grande del sur de Estados Unidos en un lago fétido en el que aún flotan cadáveres hinchados, caimanes, automóviles y hasta edificios enteros. Así y todo, ya antes de que Katrina llegara a la zona costera que devastaría, muchos norteamericanos y otros se pusieron a hablar como si a su entender Bush o, cuando menos, Estados Unidos, fuera el responsable principal de la catástrofe. Más tarde criticarían con virulencia la marcha de las operaciones de rescate, achacando las demoras a que el gobierno nacional estaría dominado por republicanos a los que, claro está, les encanta ver sufrir a los pobres, sobre todo si son negros.

En el caso de los muchos periodistas extranjeros que cubrieron el desastre ya in situ, ya desde un cuartel general televisivo en otra parte del mundo, las críticas se verían acompañadas por una notable dosis de autofelicitación. Por algunos días parecieron creer que de suceder algo comparable en sus propios países los más golpeados no serían los pobres sino todos por igual y que, de todos modos, no se produciría nada ni remotamente comparable con las escenas de pillaje peor brindadas por los marginados de Nueva Orleans. Con todo, andando el tiempo tales actitudes se modificaron. En Europa, muchos, incluyendo a personas que no quieren demasiado a los norteamericanos, comenzaron a preguntarse si tenían derecho a creerse tan superiores. Al fin y al cabo, en los principales países de Europa los «excluidos», trátese de nativos o de inmigrantes, se cuentan por millones y no cabe duda de que algunos tomarían un gran desastre natural por una oportunidad inmejorable para salir a saquear a sus vecinos y a los residentes de zonas más acomodadas.

De acuerdo con las expectativas desmedidas del norteamericano promedio, la reacción de las autoridades frente a Katrina debió haber sido mucho más contundente y eficaz. Si nos atenemos a las normas internacionales, empero, fue bastante impresionante, pero mientras que en el Tercer Mundo pocos se preocuparían mucho por el destino de los sobrevivientes de un desastre de aquel tipo, en Estados Unidos los medios locales, respaldados por los extranjeros, se encargarán de asegurar que no sean olvidados. En cierto sentido esto es muy bueno -la superioridad de la democracia se basa en que siempre hay quienes están dispuestos a señalar todas las fallas reales en lo que están haciendo los gobiernos, las diversas burocracias, las empresas y así por el estilo, y a agregarles muchas otras que son meramente imaginarias-, pero también tiene ciertas desventajas. Una consiste en que la perfección es siempre inalcanzable, de suerte que nunca carecerán de materia prima los resueltos a pintar un cuadro negro de una situación.

Para muchos representantes de la prensa internacional, la catástrofe que se dio en Nueva Orleans no fue obra de Katrina sino del país, que cometió el crimen imperdonable de reelegir a Bush, cuando no del capitalismo salvaje, al que no le importa nada el medio ambiente. A las empresas mediáticas no les resultó difícil difundir este mensaje. Sólo tuvieron que entrevistar a los habitantes más pobres de una ciudad, que tiene una proporción de ellos mayor que cualquier otra en Estados Unidos. Para sorpresa de nadie, los «más vulnerables», que viven de la asistencia social, protestaron amargamente contra un gobierno que a su entender debería haberlos ayudado en seguida a pesar de las muchas dificultades físicas que enfrentaba.

El huracán Katrina no sólo mostró a muchos norteamericanos que su país no es tan omnipotente como les complacía suponer. También sirvió para recordarnos a todos que hay un límite a lo que cualquier gobierno será capaz de hacer frente a una emergencia imprevista. Para algunos la anarquía que estalló en ciertos barrios de Nueva Orleans reveló la precariedad de la civilización misma, no sólo en la superpotencia reinante sino en todas partes. Al fin y al cabo, si las autoridades de un país tan rico y tan bien dotado de recursos de todo tipo como Estados Unidos no pueden impedir que una ciudad de las dimensiones de Nueva Orleans sea convertida en un infierno por un huracán, ¿sería legítimo exigirles a sus equivalentes de otros países que actúen con una eficacia infinitamente mayor si se produjera una catástrofe natural comparable o un ataque terrorista igualmente destructivo?

Acaso no lo sería, pero es tan fuerte hoy en día la propensión a sobreestimar la capacidad de los gobiernos para impedir desgracias, que seguirán siendo acusados de posibilitarlas por sus errores o por su negligencia. Además, es de prever que se haga más fuerte la tendencia a atribuir todo cuanto sucede a una sola persona, el jefe. Es lo que sucedió aquí luego del incendio mortífero que destruyó el boliche Cromañón: para muchos, el culpable máximo tuvo que ser Aníbal Ibarra. Del mismo modo, abundan los que creen que, puesto que Bush es presidente de Estados Unidos, es razonable suponer que en última instancia debería pagar por todas las calamidades colectivas.

Es más: ya que en el escenario internacional Bush desempeña un rol espectral en la política de un centenar de países, le guste o no, cada palabra que pronuncia, además de sus sonrisas, sus muecas y su «lenguaje corporal», puede repercutir de forma imprevista tanto en los Estados Unidos como en el resto del planeta. He aquí un motivo por el que para muchos lo más importante del huracán Katrina no es el drama que están viviendo millones de personas sino su eventual incidencia en la popularidad de presidente norteamericano.

Desgraciadamente para Bush, Katrina se abalanzó sobre las zonas costeras de Louisiana y Mississippi justo cuando estaba de vacaciones en Texas y su reacción inicial, frente a las cámaras por lo menos, pareció inadecuada a los locutores y por lo tanto a los televidentes. Antes de que sus asesores de imagen pudieran felicitarlo por mantener la cabeza fría en medio de una tormenta, sus enemigos habían logrado hacer pensar que una vez más se mostró incapaz de ponerse a la altura de las circunstancias. A Bush le hubiera convenido pedir consejos a su amigo Tony Blair, que fue criticado con saña por la prensa británica por quedarse en Egipto luego de que un tsunami gigantesco golpeara a los países del Océano Indico: si un desastre en otro continente puede ser aprovechado por quienes no quieren a un líder determinado, no es necesario ser un profeta para entender lo que harían cuando uno ocurre en su propio país.

Claro que no sería nada justo atribuir a una sola persona, por poderosa que ésta fuera, todas las deficiencias del inmenso operativo de rescate que se puso en marcha cuando Katrina se acercaba a Nueva Orleans. Participan en él docenas de burocracias municipales, estaduales y nacionales, las fuerzas armadas, los guardacostas, una cantidad heterogénea de unidades policiales, o sea, muchísimos miembros de instituciones que tienen su propia cultura y que no pueden ser reformadas en un par de años. Sin embargo, tanto en Estados Unidos como en los demás países, resulta irresistible suponer que en el fondo todo depende del accionar del jefe, propensión ésta que tanto los gobernantes como los opositores fortalecen: los primeros suelen proclamarse directamente responsables de todo lo bueno mientras que sus adversarios dicen que todo lo malo se debe a su desidia. Sin duda es por eso que en tantos países está resultando ser cada vez más difícil producir cambios institucionales y sociales significantes aun cuando se haya formado un amplio consenso sobre la necesidad de impulsarlos. Si lo que realmente cuenta es la imagen del jefe, los demás pronto se acostumbrarán a defender sus intereses echándole la culpa por lo que anda mal.

JAMES NEILSON


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