Cheque en blanco

En su intervención del martes, en el salón Blanco, la presidenta Cristina Fernández deslizó algunos argumentos acerca de la defensa de la democracia y sus reglas de juego. Mencionó que «la clave está en presentar las ideas de cada uno ante la ciudadanía y cuando ésta elige y vota, si ese voto no nos ha sido favorable, a mejorar la propuesta y esperar el próximo turno electoral». Esta tesis, llevada al extremo, puede instalar la creencia de que el Ejecutivo recibe una suerte de cheque en blanco hasta la próxima elección presidencial. Aunque la tesis se aproxima bastante a lo que en realidad acontece con el régimen presidencialista, sin embargo encierra una visión profundamente antidemocrática.

En el sistema presidencialista, la persona designada con el cargo de presidente de la Nación tiene un mandato rígido, inmodificable, que son los cuatro años de mandato dispuesto por la Constitución. Esta extrema rigidez, opuesta a la flexibilidad de los sistemas parlamentarios, es uno de los mayores problemas del régimen presidencial. Cuando un presidente electo defrauda a los electores con decisiones arbitrarias, o comete graves desatinos, a los ciudadanos no les queda otra alternativa que esperar resignadamente que agote la totalidad de su mandato. O, a lo sumo, expresar, con el ruido de las cacerolas, su frustración y su ira.

Lo absurdo de esta situación se pone de relieve si, haciendo un mínimo esfuerzo de imaginación, nos situamos en un escenario en el que designamos a un gerente y lo colocamos al frente de cualquier explotación industrial o comercial. Imaginemos que nuestro gerente demuestra en los hechos una notoria incapacidad para gestionar la sociedad y comete graves desatinos que la ponen al borde de la quiebra. ¿Qué opinaríamos si una ley estableciera que el plazo mínimo de mandato de los gerentes es de cuatro años y durante ese período no pueden ser despedidos? Esa imposibilidad de despedir es el problema mayor del presidencialismo.

Ahora bien. La circunstancia de que el régimen presidencialista funcione en la práctica como un cheque en blanco, no quiere decir que el mandato se pueda llenar con cualquier contenido. En el Estado de derecho, el poder reside en el pueblo y se ejerce a través de representantes elegidos democráticamente en elecciones libres y competitivas, periódicamente repetidas. En el momento de la elección, los representantes elegidos popularmente adquieren lo que se denomina legitimidad de origen.

Ésta es muy importante, al punto que constituye el dato que habitualmente se toma en consideración para saber si un Estado es democrático. Pero si bien resulta una condición necesaria, no es suficiente para definir a uno representativo. El Estado representativo de derecho tiene que tener también una legitimidad de ejercicio que, si bien está estrechamente vinculada con la de origen, no coincide con ella. La legitimidad de ejercicio se adquiere y se confirma a lo largo de los cuatro años de mandato, mediante una actuación que tiene lugar en ejercicio regular de las funciones otorgadas por la Constitución. Este segundo momento de legitimidad no es tan espectacular como el primero, pero no por ello menos importante.

Una de las reglas básicas del juego democrático consiste en reservar al Poder Legislativo algunas materias de especial relevancia, prohibiéndole al Ejecutivo adoptar decisiones en ese campo. Así, por ejemplo, las leyes tributarias deben ser discutidas y aprobadas por el Congreso y el PE tiene prohibido usar los decretos de necesidad y urgencia para aprobar disposiciones con ese contenido. El principio no tax without representation (no impuestos sin representación) tiene jerarquía constitucional y data del siglo XIII (Carta Magna de 1215).

La obligación constitucional de pasar por el Parlamento cierto tipo de leyes, ofrece una ventaja adicional. Permite que los conflictos de interés sean abordados en un proceso de elaboración equivalente a una fina labor artesanal de búsqueda de equilibrio entre todos los intereses en juego. Por consiguiente no es un mero trámite formal, sino que persigue un objetivo político de enorme calado.

La presidenta ha corregido su primer error enviando al Congreso, a regañadientes, con un gesto displicente de estar haciendo una favor innecesario, la decisión inconstitucional de imponer retenciones móviles a las exportaciones. Pero ha enviado un texto «blindado», dándole sólo la opción de aprobarlo o rechazarlo. Esto lleva implícito el deseo de aplicar un rodillo parlamentario para que el proyecto sea aprobado sin debate por la mayoría oficialista.

Al sustraer al Parlamento la posibilidad de discutir a fondo el cuestionado impuesto -y así posibilitar una salida transaccional que contemple todos los intereses en juego-, CFK está al borde de cometer un segundo error. Olvida que la legitimidad de origen no autoriza a hacer cualquier cosa y el ejercicio de representar la voluntad popular tiene que ser percibido y aprobado por el público, del mismo modo que la performance de los actores es valorada en una representación teatral.

 

ALEARDO F. LARÍA (*)

Especial para «Río Negro»

(*) Abogado y periodista. Madrid


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