China se impacienta


Puede suponerse que un mundo dominado por el país del presidente Xi Jinping sería mucho más exigente y decididamente menos solidario que uno encabezado por un país occidental de tradiciones pluralistas.


Cuando por fin el mundo salga de la nube tóxica que lo cubre desde comienzos del año pasado, se encontrará frente a un paisaje internacional bastante distinto de aquel que dejó atrás. Aunque el virus frenó muchas actividades, también funcionó como un acelerador de cambios geopolíticos que ya estaban en marcha, entre ellos los supuestos por el surgimiento de una gran potencia contestataria que, a diferencia de la Unión Soviética, nunca formó parte del Occidente. Si bien el régimen chino rinde homenaje a una doctrina confeccionada por occidentales, el marxismo, el credo así supuesto incide menos en la conducta de sus líderes que los códigos que, a través de una treintena de siglos, guiaron a sus antecesores.

Hasta bien entrada la era cristiana, los habitantes del “Imperio del Medio” tuvieron buenos motivos para creerse los únicos seres civilizados del universo. A diferencia de nuestros ancestros culturales griegos y romanos, durante aproximadamente mil años habían vivido rodeados de “bárbaros” y no sabían que en otras partes del mundo había pueblos de cultura, nivel tecnológico y organizaciones sociales comparables con los propios.

Las actitudes autárquicas que en China se consolidaron en el pasado ya remoto siguen manifestándose en nuestros días. Ni siquiera la humillación que tantos sintieron al darse cuenta del poderío no sólo militar sino también cultural de los europeos y norteamericanos, los hizo abandonarlas por completo.

Aunque después de la catástrofe maoísta los gobernantes chinos se afirmarían dispuestos a respetar los valores democráticos reivindicados por sus interlocutores occidentales, algunos voceros del régimen ya han comenzado a tratarlos con desdén, calificando de hipócritas e intervencionistas a los representantes de Estados Unidos y otros países que los acusan de violar los derechos humanos de los uigures y los habitantes de Hong Kong, además de amenazar con invadir Taiwán que, según ellos, no es una nación independiente sino una provincia secesionista que tiene que someterse al poder central.

El presidente Xi Jinping parece convencido de que Estados Unidos y otros países occidentales, más el Japón, son irremediablemente decadentes y por lo tanto les corresponde reconocer que el mundo está por girar alrededor de China.

Puede que sea prematuro de su parte creer que haya llegado la hora de escribir el obituario del Occidente, pero a juzgar por lo que está sucediendo, sería comprensible que pensara así.

En Estados Unidos, el coronavirus, al intensificar las divisiones sociales, culturales y étnicas ya existentes, creó un clima político que hizo posible el triunfo electoral de Joe Biden, un anciano de salud visiblemente frágil que tiene la costumbre de aludir con frecuencia desconcertante a “la presidenta Kamala Harris”.

Aunque se prevé que la economía norteamericana se recupere rápidamente del bajón provocado por la pandemia, el país más beneficiado por lo sucedido – en términos relativos, se entiende -, será China, que a pesar de los golpes asestados por el virus tardó poco en reanudar el crecimiento vertiginoso que, de continuar por algunos años más, le permitiría dominar la economía mundial aun cuando su producto per cápita siga siendo llamativamente inferior al alcanzado por muchos otros países.

Puede que China, que enfrenta graves problemas demográficos, nunca logre desempeñar un papel realmente hegemónico en el mundo, pero todo hace pensar que dentro de un par de décadas su economía será casi tan grande como las de América del Norte y Europa sumadas, lo que obligará a los demás a adaptarse a su presencia imperiosa, algo que no será del todo agradable para los países subdesarrollados.

Las elites chinas nunca han creído en lo de la igualdad soberana, según la cual todos los países independientes son miembros iguales de la comunidad internacional.

Como saben muy bien los uigures musulmanes que están siendo “reeducados” en campos de concentración, no se destacan por su voluntad de respetar las diferencias culturales. Tampoco suelen sentir mucha simpatía por los países que no se esfuerzan por salir del atraso.

Partidarios desde el siglo VII de una meritocracia basada en el nivel académico de los aspirantes a integrarla, los jerarcas chinos actuales pueden decir que ellos mismos están por solucionar los problemas planteados por la miseria multitudinaria y exhortar a los gobiernos de los países pobres a emularlos aplicando los mismos métodos, métodos que, desde luego, son más “neoliberales” que marxistas.

Puede suponerse, pues, que un mundo dominado por China sería mucho más exigente y decididamente menos solidario que uno encabezado por un país occidental de tradiciones pluralistas.


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