Ciudad Industrial, un barrio que lucha con su pasado

Quedó atrás un tiempo de violencia y marginalidad. La tercera generación busca eliminar estigmas.

Neuquén

NEUQUÉN.- Las calles de Ciudad Industrial son angostas. Angostas y con basura. Angostas y con historias. Angostas en su esencia y su existir. Quizá no en su devenir. Son calles de esfuerzos, de sudor y rebeldía, calles de monoblocks multicolores y gritos contenidos. Alguna vez ese barrio fue la Ciudad Gótica de Neuquén, un lugar donde parecía germinar el parásito de la violencia y la marginalidad, muerte y desidia. Son las mismas calles en las que hoy asoma la esperanza, en una tercera generación que busca sacudirse un estigma ancestral.

Allí mataron al joven Pablo Ramírez, un emblema de esos años de furia, y a Leopoldo “Totito” Silva, a quien cocinó a tiros Alfredo Añuel hace cinco años. Ese fue el último crimen en las entrañas de un barrio que se inauguró en 1983, con Felipe Sapag como gobernador y Jorge Sobisch en el sillón de la intendencia. Y que tuvo uno de sus momentos más álgidos y simbólicos diez años más tarde, cuando un efectivo policial mató al chico Ramírez a quemarropa y con una posta de goma. Nada volvió a ser igual entre los pibes y la policía.

SEBASTIáN BUSADER

sbusader@rionegro.com.ar

“Siempre nos molestan. Si sos de Parque, te demoran o te joden. No importa que el barrio esté tranquilo, la policía persigue”, dicen al unísono Sergio, Jonathan y Juampi, sentados en la plaza que supieron recuperar. Sergio voluptuoso, intenso, es taxista y no ha tenido problemas para conseguir trabajo. Sí sus amigos. “Te miran diferente, te preguntan ‘¿sigue habiendo quilombo en Parque?’”.

Parque no es un barrio de una ciudad de Suecia. Hay algunos robos, circula la droga, hay basura en las calles y todavía la contención llega como salvavidas social. Pero es un barrio que despierta a las 5 de la madrugada, de laburante, instalado a la vera de una arteria medular para la meca del petróleo, con muchas empresas importantes en su órbita, y donde ahora sí se puede andar de noche. “Hace años, al mediodía ya no se podía salir a la calle. Había pelea, tiros, un desastre. Hoy el barrio cambió”, cuenta Dora, parada en una loma que mira al sector El Tanque.

Fenómeno pacificador

En sus inicios, muchas de las casas se dieron a cambio de votos. Lo cuentan los más memoriosos. También cuentan de crímenes que hoy tienen color sepia.

Pasó por diferentes momentos el barrio. Fue dádiva, escenario de un desembarco de pobladores de aquí y allá, y también laboratorio de furia. De violencia y sacrificio. Sergio, Juampi y Jonathan hacen un reduccionismo del fenómeno pacificador del barrio. “Los malandras se murieron o están presos. Y los que quedaron, se recataron (sic) cuando estuvieron al límite”. El límite es entre la vida y la muerte. Alejandra Navarro, presidenta de la Vecinal, agrega sustancia al análisis. “Los primeros pobladores venían de diferentes lugares. No tenían arraigo a Parque. Entonces peleaban, armaron bandas, hubo conflicto. Fue cambiando con las generaciones”.

Alejandra se crió en el sector de las 800 viviendas, en el corazón del barrio. Vio morir vecinos y presenció la pérdida de parte de una generación. “Muchos están presos, muchos están muertos. La tranquilidad actual también tiene que ver con eso”, relata el principal Juan Zaballa, en la Comisaría 20ª desde hace siete años.

Hay jóvenes que se juntan en las esquinas, charlan y dibujan aros de humo marihuanero. Lo hacen incluso en la esquina de la iglesia, una institución que tuvo una fuerza inusitada en el lugar al amparo de un cura con actitudes de héroe: Juan San Sebastián. “San Sebastián hizo lo que nadie: levantó escuelas, comedores, clubes, incluyó a los chicos, nos enseñó a vivir”, cuenta Omar, quiosquero de décadas, amigo del sacerdote y cultor de tomar asiento y esperar el futuro. Allí, casi de manera simbólica, se mudó Jaime De Nevares tras dejar el Obispado.

Entre una generación y la siguiente existió una transformación superadora. Sergio tiene 30 años y llegó a los cuatro a este barrio instalado siete kilómetros al norte de la ciudad. Jura que jamás pisó una comisaría pero experimentó en carne propia cómo hervía el caldo de la violencia. “Ya no hay bandas y a los pibes que se desubican, que los hay, los tratamos de encaminar. Acá las peleas se terminaron porque ahora somos todos de Parque, nos sentimos de Parque. La mayoría de los vecinos somos laburantes, pero la estigmatización sigue existiendo. Y los gobiernos hacen poco y nada por nosotros”.


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