Detrás del malestar que se ha propagado por todos los países, y que tantos problemas políticos y sociales está provocando, se encuentra la incertidumbre, tanto la metafísica, que no carece de importancia, como la relacionada con las perspectivas personales en un mundo que está haciéndose cada vez menos comprensible.

Sobrevuela todo la sensación de que los responsables de la revolución tecnológica, como el aprendiz de brujo del poema de Goethe, han perdido control de su propia criatura, la que, liberada de la voluntad humana, ya está ocasionando estragos en todas las sociedades avanzadas al eliminar una cantidad creciente de empleos, reducir de golpe los ingresos de algunos y aumentar espectacularmente aquellos de otros y, para consternación de muchos, modificar tan drásticamente la forma en que recibimos información que se ha hecho aún más difícil que en otras épocas distinguir la auténtica y significante de la probablemente falsa y anecdótica.

De tomarse en serio las lucubraciones de los preocupados por el auge del populismo en el mundo desarrollado, la falta de confianza de tantos en la benevolencia y sabiduría de las elites tradicionales es culpa de las redes sociales que, aseguran, han permitido a los rusos manipular a los norteamericanos, británicos y franceses para que, respectivamente, hagan cosas raras como votar a favor de Donald Trump, querer que su país salga de La Unión Europea y vestirse de amarillo para gritar “Macron dimisión” luego de quemar autos y chocar contra fuertes contingentes policiales en los Campos Elíseos.

También dicen los preocupados que, además de tener que enfrentar la guerra cibernética que están librando los rusos, las democracias occidentales se han visto debilitadas por la proliferación de “noticias falsas” a través de las redes sociales y por lo fácil que, merced a ellas, se ha hecho predicar “el odio”, ampliar “grietas” hasta entonces apenas perceptibles y de tal modo sembrar el caos. Los más alarmados nos advierten que corremos el riesgo de caer víctimas de alguno que otro “algoritmo” que, sin que nos demos cuenta, incidirá en nuestra conducta.

Pero no se trata sólo del impacto de una revolución tecnológica que, al posibilitar que millones de personas puedan comunicarse directamente las unas con las otras “en tiempo real”, ha privado a los medios tradicionales, tanto privados como estatales, del monopolio virtual al que se habían acostumbrado. Otra consecuencia de dicha revolución es que el mundo se ha vuelto mucho más opaco de lo que era antes.

Hasta hace algunas décadas no era demasiado difícil entender cómo funcionaban artefactos que utilizábamos como las máquinas de escribir, los lavarropas y los autos, de suerte que para repararlos en caso de emergencia no era necesario tener un doctorado en física.

Aunque obras de infraestructura energética parecían menos sencillas, uno podía imaginar que, con un poco de esfuerzo, cualquiera estaría en condiciones de desentrañar sus secretos.

La llegada de la computación puso fin a las ilusiones así supuestas. Sabemos que si nuestro laptop o teléfono celular deja de funcionar intentar reanimarlo “con alambre” sería inútil.

Si bien a esta altura casi todos nos hemos familiarizado con la web –según la ONU más de la mitad de los terrícolas están online–, escasean los capaces de explicarnos exactamente cómo es posible leer sin demora alguna un diario de un país a muchos miles de kilómetros de distancia.

Algo parecido ha ocurrido con la cosmología que, por cierto, no ha contribuido en absoluto a reconciliar a la mayoría con el destino que le ha tocado.

A mediados del siglo XVII, el gran filósofo y matemático francés Blaise Pascal se afirmó aterrorizado por “el silencio eterno de esos espacios infinitos”, pero el universo que lo abrumaba era mucho más chico, más mecánico, y por lo tanto más comprensible que el contemplado por los teóricos actuales, con sus agujeros negros, antimateria, materia oscura, la gran explosión inicial antes de la cual no hubo nada, ni siquiera el tiempo, la relatividad de Einstein, y así largamente por el estilo.

Aunque las modas cosmológicas cambian y puede que en el futuro no muy lejano el universo visto por los especialistas nos parezca menos antojadizo, es razonable prever que siga siendo tan extraño que buena parte del género humano continuará aferrándose a los mitos religiosos que le sirven para mantener a raya lo radicalmente desconocido.

Mientras que los presuntamente esclarecidos insisten en que le corresponde a “la ciencia” tener la última palabra sobre temas como la evolución del clima, millones de personas se niegan a abandonar por completo su fe en los viejos dioses.

Mientras los presuntamente esclarecidos insisten en que “la ciencia” debe tener la última palabra, millones se niegan a abandonar su fe en los viejos dioses.

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Mientras los presuntamente esclarecidos insisten en que “la ciencia” debe tener la última palabra, millones se niegan a abandonar su fe en los viejos dioses.

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