La democracia amenazada por la tecnología

De un modo u otro, todas las sociedades democráticas actuales procuran ponerse a la altura del principio resumido por el lema de la progresía decimonónica: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”, que citó Karl Marx en una obra póstuma. El Estado benefactor moderno se basa en él. Mientras que quienes están en condiciones de hacerlo contribuyen cuanto pueden al producto bruto, el Estado reparte subsidios entre aquellos que, por las razones que fueran, dependen de la ayuda ajena.

Hasta hace poco, el arreglo así supuesto funcionaba bien en los países ricos que servían de modelo para los demás, pero entró en crisis al modificarse drásticamente la relación entre los que aportan a la economía y los integrantes de la llamada clase pasiva que, por cierto, no se limita a los jubilados.

No sólo es cuestión del envejecimiento muy rápido de la población que ha hecho crujir sistemas previsionales y médicos que se formaron cuando la realidad demográfica era otra. También lo es del avance vertiginoso de la tecnología que, día tras día, está reduciendo el valor del trabajo físico o meramente rutinario. Millones de personas que se habían acostumbrado a percibir un ingreso digno sólo para verse reemplazadas por máquinas “inteligentes” saben de qué se trata.

Si bien la Argentina dista de ser rica, no le es ajeno lo que está sucediendo en otras partes del mundo. Con frecuencia, los preocupados por las perspectivas frente al país nos recuerdan que casi la mitad de la población depende del Estado, lo que a su juicio es escandaloso.

Puede que lo sea, pero remediar la situación que tanto les molesta no será del todo fácil. Aquí, lo mismo que en los países más desarrollados, propende a aumentar la proporción de quienes nunca serán capaces de hacer un aporte significante a la economía nacional.

Conforme a los especialistas, en los países avanzados más de la mitad de los puestos de trabajo aún existentes podrían desaparecer en los años próximos. Los optimistas aseguran que, tal y como ocurrió en el pasado cuando sucesivas revoluciones industriales trastrocaron el mercado laboral, el cambio que se avecina generará un sinfín de empleos nuevos, pero a juzgar por lo que ha sucedido en Estados Unidos, Europa y partes de Asia Oriental se tratará de trabajos que requieren un toque personal, como cuidar a ancianos, ya que en adelante ni siquiera los supermercados ofrecerán empleos de emergencia a quienes se habían desempeñado en oficinas o fábricas antes de la llegada de procesos cibernéticos mucho más eficaces e irresistiblemente más baratos.

Como sus homólogos en el mundo rico, Mauricio Macri y otros dirigentes políticos se afirman convencidos de que virtualmente todos poseen las dotes necesarias para sumarse a la parte productiva de la población.

Con sinceridad o porque no quieren ser calificados de elitistas, hablan de la importancia fundamental del sistema educativo que, dicen, debería preparar a los actualmente rezagados para los “empleos de calidad” que se comprometen a crear.

¿Es realista tanta fe en la educación? No hay motivos para creerlo.

Por injusto que parezca a quienes se niegan a reconocer que algunas personas son congénitamente más capaces que otras, escasean quienes tienen las aptitudes exigidas por los sectores de alta tecnología y todo hace prever que en el futuro habrá cada vez menos, razón por la que las empresas de punta ya pagan a los más talentosos salarios que son equiparables con aquellos de las estrellas deportivas más célebres.

Al premiar con generosidad a pocos y castigar a muchísimos más, la irrupción irrefrenable de novedosos procesos computarizados plantea una amenaza a la democracia. Además de la reacción frente a la inmigración masiva que impacta negativamente en los ingresos de los obreros no calificados, la brecha que está ampliándose entre la minoría que sabe aprovechar los cambios que están en marcha por un lado y, por el otro, la mayoría que se siente no sólo postergada sino también despreciada está detrás del auge de populismos de diverso tipo que tanto agita al establishment mayormente progresista de Europa y América del Norte.

Puesto que la democracia es incompatible con las profundas divisiones sociales que está impulsando el progreso tecnológico, se prevé que, tarde o temprano, se institucionalice lo que se llama el ingreso ciudadano universal. Aunque fracasó en Finlandia un experimento reciente en tal sentido, sería prematuro descartar por completo la idea, sobre todo si la alta tecnología posibilita un aumento sustancial de la productividad, creando así recursos suficientes como para asegurar que todos se vean beneficiados.

El sistema es incompatible con las profundas divisiones sociales que genera el progreso tecnológico. Tarde o temprano, se institucionalizará un ingreso ciudadano universal.

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El sistema es incompatible con las profundas divisiones sociales que genera el progreso tecnológico. Tarde o temprano, se institucionalizará un ingreso ciudadano universal.

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