La separación cultural entre iglesias y Estado, un desafío

La Constitución argentina a) desde su propio origen invocó “(…) la protección de Dios…” –preámbulo–, b) dispuso que “el gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano” –artículo 2º– y c) aceptó que la acciones privadas de las personas que no dañen a terceros sólo están reservadas a Dios…” –artículo 19º–. Estas disposiciones que se encuentran en la parte no reformada por los constituyentes del 1994 persisten desde 1853-1860, período constitucionalmente fundacional de nuestra Argentina.

Ello ha traído ciertas confusiones entre el espacio público y las diversas iglesias –y no tan sólo la del culto católico–. En más de 150 años nuestra constitución, al igual que nuestra sociedad y los gobiernos, exterioriza transformaciones que en la técnica del derecho se proyecta en la llamada interpretación evolutiva de los textos normativos.

Esa interpretación se nutre de la propia evolución de las sociedades.

Esta, en determinados casos, se anticipa a los propios cambios formales legislativos –el divorcio vincular, el matrimonio igualitario, son algunos ejemplos de ello–, hasta luego provocarlos. Sucede así, en determinados momentos, una suerte de divorcio entre la construcción social y la letra de la ley como síntesis objetiva de la decisión de quién legisla por mandato del pueblo. Una contradicción democrática que nos habla de una democracia formal y otra sustancial.

La neutralidad de los espacios estatales es hoy una demanda social reflejo de una sociedad que se sabe construida desde la diversidad. Es esa misma diversidad que nos habla de tolerancia y no de autoritarismo, de heterogeneidad y no de homogeneidad. Y que también nos interpela a reinterpretar las propias invocaciones a Dios en el texto constitucional en los espacios públicos.

Emerge como mandato social la percepción de la organización estatal bajo la regla de la neutralidad religiosa, el trato no preferencial entre cultos y entre éstos y la laicidad.

El debate es profundo, es del orden cultural institucional.

Implica el “despegue” de toda decisión de gobierno –decreto, ley, sentencia– de influencias confesionales o no confesionales que antepongan sus dogmas y principios a los verdaderos valores constitucionales: los derechos fundamentales.

De entre ellos quizás aquel que más cueste internalizar es el de la autonomía de las personas: “(…) comprende la posibilidad de todo ser humano de autodeterminarse y escoger libremente las opciones y circunstancias que le dan sentido a su existencia, conforme a sus propias opciones y convicciones. En este marco juega un papel fundamental el principio de la autonomía de la persona, el cual veda toda actuación estatal que procure la instrumentalización de la persona, es decir, que lo convierta en un medio para fines ajenos a las elecciones sobre su propia vida, su cuerpo y el desarrollo pleno de su personalidad, dentro de los límites que impone la Convención.

De esa forma, “de conformidad con el principio del libre desarrollo de la personalidad o la autonomía personal, cada persona es libre y autónoma de seguir un modelo de vida de acuerdo con sus valores, creencias, convicciones e intereses” (Corte Interamericana de Derechos Humanos).

Este derecho a la autonomía le genera al Estado argentino la obligación constitucional y ética de garantizarlo en todos los ámbitos de la vida institucional y ciudadana.

*Profesor de Derecho


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