Vivimos en otro mundo y no nos damos cuenta

Hace años, un hombre que vivía con su familia en un pequeño pueblo de EE. UU. se indignó porque el supermercado le mandaba a su hija de 16 años publicidad para embarazadas (suplementos dietarios, ropita para el bebé). Primero creyó que el supermercado cometía un error, pero cuando lo comentó en su casa su hija “confesó” que llevaba ya casi cuatro meses de embarazo. El caso es famoso porque fue uno de los primeros que tomó notoriedad pública demostrando cómo los expertos en big data pueden saber más de nosotros que nosotros mismos.

Amazon, Apple, Google y Facebook son las hiperpotencias de un mundo que está en todas partes y en ninguna. Es ese mundo en el que el 60% de la Humanidad pasa la mayoría del tiempo y ni se da cuenta: el mundo virtual. Son empresas más poderosas que los países más poderosos. De los 10 territorios humanos más poblados, solo tres (China, India y EE. UU.) son países con territorio material. Los otros 7 son espacios virtuales: en primer lugar Facebook, en el que cada día interactúan más de 2.400.000.000 de personas.

Nadie lee los términos y condiciones que acepta cuando baja a su celular una aplicación. Hace poco se supo que los smart-TV de Samsung (y posiblemente los de todas las demás marcas) graban las conversaciones que ocurren a su alrededor y las mandan a la central de la empresa (incluso cuando los aparatos están apagados).

El iPhone X se puede desbloquear con la cara del usuario. Cosas como estas hacen cada vez más fácil usar los dispositivos, pero todo tiene un precio. Si esos dispositivos pueden leer tus rasgos faciales y reconocerte tan fácilmente también pueden hacerlo organismos públicos y privados de todo tipo.

En China uno ya puede ir a un negocio y “pagar con una sonrisa” con la app Smile to Pay, que es el sistema de pago online con reconocimiento facial de Alipay. Esto también está sucediendo en la Argentina con los primeros bancos completamente virtuales.

Esas aplicaciones (y varias otras similares) tienen acceso a distintos bancos de rostros (que también existen en la Argentina). El caso chino es superlativo porque allí ya están escaneadas las caras de 1.500.000.000 de sus habitantes.

El debate sobre cómo preservar la privacidad de los datos tiene dos polos. Por un lado está la posición de las grandes empresas (“dennos los datos y le brindaremos un mejor servicio”) y por otro los entes reguladores estatales (“dennos los datos a nosotros, que somos los que protegemos a los ciudadanos”). Estados Unidos privilegia a sus grandes empresas, la Unión Europea quiere que los datos sean “cuidados” por los gobiernos.

Es sabido que las empresas chinas comparten sus datos con el Estado. Eso le permite al Estado un control casi absoluto de cada uno de sus ciudadanos.

Sumando los programas de reconocimiento facial, la instalación de millones de cámaras inteligentes y robots capaces de analizar los movimientos de cada ciudadano, China está logrando algo que va mucho más allá del viejo Big Brother de Orwell.

Tiene un programa piloto de monitoreo constante a unas decenas de millones de ciudadanos. Según lo que cada uno de los vigilados haga, los robots les dan (o les quitan) puntos.

Los chinos que tienen muchos puntos logran grandes ventajas: desde viajes gratis a privilegios sociales (sus hijos son admitidos en los mejores colegios o tienen turno antes en la salud pública). Los chinos que pierden puntos son castigados.

La vigilancia china suma puntos con un esquema muy tradicional: es positivo demostrar interés en la familia (comprar comida sana a los hijos –lo ven cuando los filman en el supermercado–, por ejemplo) y ayudar a los compañeros de trabajo. Es negativo comprar dos botellas de alcohol, hablar mal del gobierno o no quedarse a trabajar más horas. Los que tienen pocos puntos pierden muchos derechos. Por ejemplo, no pueden viajar a otra ciudad aunque allí vivan sus padres.

El lunes pasado, “The New York Times” publicó una larga investigación sobre cómo las apps norteamericanas que usamos toman todos nuestros datos y no solo los guardan y sistematizan, sino que además se los venden a muchas otras empresas que quieren saber todo de nosotros (y, muy posiblemente, al gobierno).

La investigación tomó el recorrido diario de varias personas y pudo saber qué hicieron cada una de esas personas en cada momento. Por ejemplo, se enteraron que una maestra fue a un instituto para adelgazar y que pasó la noche en la casa de un exnovio.

Los datos son supuestamente “anónimos”, pero al “Times” le fue muy fácil identificar qué persona era tal o cual, por determinadas características personales en sus movimientos diarios. De 20 rutas anónimas tomadas al azar, el “Times” descubrió a las 20 personas que las hicieron.

Ser conscientes del estado actual de control que se tiene sobre nosotros no soluciona nada, pero es el primer paso para pensar si podrá ser posible ponerle algún tipo de límite a este estado de control absoluto (que ni siquiera vemos).

Es sabido que las empresas chinas comparten sus datos con el Estado. Eso le permite al Estado un control casi absoluto de cada uno de sus ciudadanos.

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Es sabido que las empresas chinas comparten sus datos con el Estado. Eso le permite al Estado un control casi absoluto de cada uno de sus ciudadanos.

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