Cómo perder una guerra

Por James Neilson

Desde hace más de un siglo, todas las élites argentinas están librando una guerra sin cuartel contra la pobreza. A pesar de la tenacidad del enemigo, no pensarían en darle tregua. Lejos de manifestar señales de fatiga, políticos, sindicalistas, eclesiásticos, intelectuales y hasta economistas siguen denunciándola a diario con vehemencia creciente. Muchos se sienten tan indignados por la miseria en la que malvive la mayoría de sus compatriotas que apenas son capaces de contener su furia, de ahí aquellas homilías dominicales tremendas que suelen pronunciar clérigos renombrados por su sensibilidad social cuando les toca amonestar a los políticos por sus deficiencias.

Puesto que absolutamente nadie está en favor de la pobreza y todos quisieran pulverizarla cuanto antes, uno pensaría que a esta altura ya se habría batido en retirada para esconderse en algunos lugares montañosos remotos pero, como sabemos, éste no ha sido el caso. Aunque hace apenas una semana el presidente Néstor Kirchner proclamó que debido a sus esfuerzos se va «ganando la batalla contra la indigencia, la pobreza y el desempleo», pocos le creen porque en el transcurso de los años últimos, millones de argentinos más han caído por el precipicio sin que haya ninguna garantía de que un día logren remontar la cuesta. De consolidarse tal tendencia, lo más probable es que la Argentina de mañana sea un país en el que un diez por ciento viva como la gente en Europa o Estados Unidos, y el resto tenga que conformarse con las sobras.

La depauperación masiva es un fenómeno desconcertante, al parecer antinatural. En un mundo que se ha acostumbrado al progreso, lo «normal» sería que la gente prosperara cada vez más, no que después de haber disfrutado de una etapa relativamente acomodada sectores muy amplios se depauperaran. Gracias al avance constante de la tecnología, lo lógico será que año a año suba el nivel de vida de poblaciones enteras. En términos generales, es lo que está sucediendo en muchas partes del planeta. Los guerreros que combaten la pobreza pueden felicitarse por los triunfos épicos que lograron en China, donde centenares de millones vieron mejorar espectacularmente sus ingresos, y en la India, otro coloso demográfico. Sin embargo, con pocas excepciones, sus conmilitones latinoamericanos, encabezados por los argentinos, sólo cosecharon derrotas.

¿A qué se debe tamaña diferencia de resultados? Una explicación consistiría en que las tácticas elegidas por los asiáticos fueron decididamente superiores a las empleadas aquí, pero sucede que las políticas que produjeron buenos frutos en Asia se asemejan bastante a las que fracasaron en América Latina. ¿Será porque la dictadura «comunista» china ha podido obrar sin preocuparse demasiado por la reacción de su materia prima, los chinos, lo que le permitió aprovechar a pleno el dinamismo propio del capitalismo? De difundirse la sospecha de que la pobreza exige respuestas autoritarias, no sorprendería que en los próximos años el resurgimiento de la izquierda dura se viera seguido por el regreso de una derecha «liberal» igualmente propensa a despreciar las reglas democráticas, lo que sí nos devolvería a los años setenta tan queridos por Kirchner y sus amigos.

Aunque es factible que nuestro futuro común sea más autoritario que el pasado reciente, se trataría de un nuevo error escapista. La «solución», si es que hay una, tendrá menos que ver con la voluntad del gobierno de turno de pisotear los derechos ajenos, que con la conducta de los millones de individuos que conforman la sociedad. Así las cosas, es instructivo comparar las actitudes de los habitantes de los países de Asia oriental que consiguieron dejar atrás la pobreza generalizada en un lapso sumamente breve con aquellas de sus contemporáneos latinoamericanos. Aunque en ambas regiones la democracia es una modalidad importada, en el Este de Asia la larga tradición confuciana ha dado pie a un orden social en el que la mayoría se siente más consciente de sus deberes que de sus derechos, mientras que en América Latina el colapso de las viejas jerarquías ha tenido la consecuencia contraria: todos hablan del derecho del pobre a contar con un ingreso digno, pero virtualmente nadie se animaría a aseverar que el pobre tiene el deber de aportar mucho más a la sociedad.

Tal diferencia no es trivial. Cuando hasta los indigentes se sienten en deuda con los demás, se esforzarán por saldarla, razón por la cual en el Japón, China, Singapur y Taiwán los más pobres no titubean en forzar a sus hijos a estudiar con más ahínco que sus coetáneos de la clase media y alta. En dichos países, la «cultura de la pobreza» no significa resignación ni la celebración del rencor, sino una lucha cotidiana por superarse. Mientras tanto, donde se ha consolidado el consenso de que en la raíz de las lacras sociales está una negativa a respetar los derechos inherentes de los rezagados, éstos ya se dedicarán a protestar contra la injusticia así supuesta, ya a sentarse a esperar hasta que por fin sus compatriotas se den cuenta de que han estado comportándose muy mal.

Si todo dependiera de los ideales predominantes, de los que la inmensa mayoría jura compartir, los países en que los deberes de cada uno se consideran más importantes serían horriblemente inequitativos y los presuntamente comprometidos con derechos sociales serían dechados de igualitarismo. Sin embargo, aunque en su fase actual China ha visto ensancharse muchísimo la brecha entre los pobres y los ricos, los países más avanzados de su entorno como el Japón, Singapur y Taiwán e incluso Corea del Sur son llamativamente menos «injustos» que cualquier nación latinoamericana.

No se trata de una contradicción sino de la consecuencia previsible de un orden en el que es habitual que todos se esfuercen al máximo por un lado y, por el otro, de uno en el que a juicio de una proporción cada vez mayor de la ciudadanía las «soluciones» serán políticas y por lo tanto resultarán de las decisiones tomadas por un grupo de poderosos. ¿Quiénes integran este grupo que por motivos es de suponer malignos se niega a dar a la gente lo que es su derecho? El que nadie parezca saberlo no ha sido óbice para que muchos se dedicaran a denunciar con elocuencia furibunda a quienes en su opinión nos privaron de lo nuestro.

A juzgar por los resultados, sería tentador llegar a la conclusión de que la «lucha contra la pobreza» de generaciones de políticos, pensadores y predicadores religiosos ha sido una farsa truculenta, una exhibición desvergonzada de hipocresía, pero acaso sería injusto suponer que los muchos que en público vibran de indignación cuando aluden a la pobreza saben muy bien lo que tendrían que hacer para reducirla, pero por motivos mezquinos prefieren limitarse a jactarse de su sensibilidad. En la Argentina y en otros países latinoamericanos se ha hecho tan tradicional hablar como si denunciar con la fogosidad apropiada un problema, subrayando de este modo la benevolencia propia, equivaliera a solucionarlo, que parecería que la mayoría ya no está en condiciones de concebir un método un tanto más eficaz.

Desafortunadamente, esta forma de «luchar» no puede contribuir en absoluto a mejorar el nivel de vida de nadie, salvo los demagogos, sus socios mediáticos y los profesionales de la protesta. Antes bien, el convencer a los pobres -que no son abstracciones sino personas de carne y hueso- de que su eventual redención provendrá de la sabiduría y la bondad de sus superiores, sean éstos políticos, sindicalistas o clérigos, sólo sirve para que se queden esperando a que un día un cambio milagroso les dé lo que quieren.

Si fuera cuestión de una maniobra genial por parte de una oligarquía resuelta a mantener en su lugar a los «humildes», uno podría felicitar a los autores por su extrema habilidad, pero, por desgracia, no cabe duda de que los muchos que se proclaman indignados por la pobreza que denuncian son personas sinceras que se desahogan haciendo gala de la frustración que sienten frente a un fenómeno que les parece totalmente incomprensible.


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