Universidad, mucho más que saberes de pasillos

Juan Laxagueborde compila textos de Horacio González que analizan la tensión entre universidad y espacio público.

Universidad, mucho más que saberes de pasillos

Juan Laxagueborde compila textos de Horacio González que analizan la tensión entre universidad y espacio público.

Hace poco un taxista -oficio sobre el que Horacio González supo escribir- me llamó “muchacho”. Lo tomé con alegría, sorpresa y, tal vez, algo de pena: entrado en años, ya no soy un muchacho. Justamente por eso, me acuerdo de cosas viejas, muy viejas, de los años 80, por nombrar una década. Por ejemplo, me acuerdo de los “Cuadernos de la comuna”, la pequeña revista de distribución gratuita –subvencionada por una comuna del norte de la provincia de Buenos Aires o del sur de Santa Fe, creo– que dirigía Horacio González. No se trata de la prehistoria de González –digamos, del “Para nosotros, Antonio Gramsci”, de 1971– sino de una época fundadora o refundadora o auspiciadora de lo que vendrá después: “El ojo mocho”, la travesía dolorosa de los 90, y luego del 2003, la actividad pública de González, mucho más conocida.

Creo recordar artículos de González en “Unidos” y en “Cuadernos de la comuna” de la segunda mitad de los 80. Pero no los tengo conmigo (mudanzas, donaciones a bibliotecas –como la colección completa de “Babel”: ahora me arrepiento de haberlo hecho– y otras situaciones me dejaron sin ellos). Estoy casi seguro que en “Cuadernos de la comuna” escribió varios textos sobre la situación de la universidad. En uno, en plena discusión sobre la modernización universitaria –incluida en el proyecto modernizador de la Argentina del alfonsinismo–, es decir, en sintonía con la llegada de un discurso tecnocrático a la universidad; con sus saberes estandarizados, sus métodos de evaluación normalizados, sus departamentos estancos y su ideología de “dar respuesta a las demandas de la sociedad”, González llamaba a que la universidad no cierre la brecha con la sociedad (aquí deberíamos preguntarnos de qué hablamos cuándo hablamos de “sociedad”) y, en cambio, que mantenga cierta distancia crítica, autónoma, distante. Tengo un recuerdo vívido: en ese momento pensé que González definía a la universidad casi en términos vanguardistas. No proponía esa autonomía como una forma del elitismo, sino al contrario, como un modo de la crítica, de una espesura histórica e intelectual radical.

Es una pena que Juan Laxagueborde, compilador de “Saberes de pasillo. Universidad y conocimiento libre”, de Horacio González, no haya hurgado en esos textos viejos. Pero eso no le quita un ápice de interés a su trabajo, ni mucho menos a los textos de González: una serie de artículos publicados originalmente de los 90 en adelante sobre la universidad, la posibilidad del conocimiento universitario, la sociología como estante teórico de reflexión y, por supuesto, la tensión entre universidad y espacio público, o dicho de otro modo, entre la universidad y la época. Y si el libro no pierde un ápice de interés, es porque este telón de fondo está presente en todos los textos.

González pertenece a la tradición de intelectuales que discuten críticamente con su propia praxis cotidiana. Lo hizo como director de la Biblioteca Nacional, primero en la gestión (palabra poco gonzaliana, si las hay), seguramente la mejor y más aguda desde el 83, pero también y sobre todo en “Historia de la Biblioteca Nacional: estado de una polémica”, libro que problematiza la historia de la Biblioteca y su propio lugar en él. Lo hizo también, y quizás más que nadie, como profesor universitario: todo el pensamiento de González está cruzado por una interrogación crítica sobre el lugar del profesor, de las instituciones del saber, de las formas de circulación de los discursos, de la meritocracia y de la tentación instrumental de la sociología académica.

No es casual que en la última frase del epílogo del libro, González escriba: “Juan Laxagueborde, a quien debo agradecerle la exhumación de estos escritos, se empecina en mostrar que lo que se desea deshilachado y solitario, tarde o temprano adquiere la forma de libro”. La vida sirve para desembocar en un libro, diría Mallarmé, y González lo reformula bajo el modo de la “forma”. La forma libro. La escritura. La universidad y la sociología son una forma de escritura. Escritura en pugna con las escrituras oficiales, positivistas, gerenciadoras. La escritura en González apela a la retórica y a la locura, a la historia y a la vanguardia. ¿Un vanguardista historicista? Quizás ese oxímoron lo defina bien.

Y la universidad para González es también una cierta localización, un locus, un sitio en el mapa, en la topología. Está en el título del libro: el pasillo. El pasillo como un lugar de saber. Es decir: adentro. Adentro de la universidad, pero en un lateral, en un margen, en la línea que liga, de un lado, con el claustro, el aula, la biblioteca. Y del otro con la calle, el café, la ciudad. Así describe González el surgimiento de la carrera de Sociología en la vieja facultad de Filosofía y letras de la calle Viamonte: “La sociología, por más mediocre que fuera, traía rumores urbanos, justamente por haber construido pasillos invisibles en la Facultad, que iban a bares, que iban a otros edificios que debían anexarse, que contribuían a arruinar un poco aquel patio andaluz donde se había sentado Borges” (Permítanme agregar entre paréntesis la digresión que continua, acerca de Borges: “Borges odiaba que hubiera sociólogos en su Facultad, donde quería enseñar a Shakespeare y el inglés antiguo, pero al mismo tiempo tan revolucionariamente, digámoslo así, que se negaba a tomar exámenes, se negaba a considerarse un profesor y se negaba a crear cualquier vínculo entre profesor y alumno. No sé si eso es la cúspide del pensamiento conservador aliada a la cúspide del pensamiento revolucionario”).

Por supuesto que esa ilusión de la sociología como algo que “venía a arruinar”, es decir, a arruinar cierto conservadurismo universitario del ambiente de los 60, fracasó: “La sociología que culmina su periplo secular como doxa de los medios de comunicación, filosofía de los no filósofos y metodología política para la administración modernizante del conflicto”. O también: “Alguna vez pudo esperarse que triunfaran las ciencias sociales en la figura sutil del crítico de épocas. Triunfaron en la figura del analista electoral, del sociólogo de la intención del voto y del armador de campañas para anudar instituciones y sensibilidades”.

Hace muchos años, cuando era un muchacho, pasé por la universidad. Y después me fui. No pasa un día en que no me pregunte si hice bien. González se quedó. ¿Por qué habrá sido? No estoy en condiciones de dar esa respuesta (tal vez ni siquiera corresponda formular la pregunta). En algún pasaje del libro, afirma que “es posible en la Argentina, porque es un país de grandes textos”. Los de González, entre otros. Producidos en la universidad, en esa universidad de los aires, de las terrazas y los trenes, en esa escritura que, una y otra vez, no deja de preguntarse por la posibilidad de una verdadera autonomía universitaria: “La autonomía de la universidad es moral e intelectual. Y eso tiene que repercutir de inmediato en su condición científico-técnica. No se puede pensar una universidad desprendida de las exigencias sociales y al mismo tiempo estas exigencias sociales no se cumplirían si la universidad no tuviera una suerte de ley propia del conocimiento”.

Hace poco un taxista –oficio sobre el que Horacio González supo escribir– me llamó “muchacho”. Lo tomé con alegría, sorpresa y, tal vez, algo de pena: entrado en años, ya no soy un muchacho. Justamente por eso, me acuerdo de cosas viejas, muy viejas, de los años 80, por nombrar una década. Por ejemplo, me acuerdo de los “Cuadernos de la comuna”, la pequeña revista de distribución gratuita –subvencionada por una comuna del norte de la provincia de Buenos Aires o del sur de Santa Fe, creo– que dirigía Horacio González. No se trata de la prehistoria de González –digamos, del “Para nosotros, Antonio Gramsci”, de 1971– sino de una época fundadora o refundadora o auspiciadora de lo que vendrá después: “El ojo mocho”, la travesía dolorosa de los 90, y luego del 2003, la actividad pública de González, mucho más conocida.

Creo recordar artículos de González en “Unidos” y en “Cuadernos de la comuna” de la segunda mitad de los 80. Pero no los tengo conmigo (mudanzas, donaciones a bibliotecas –como la colección completa de “Babel”: ahora me arrepiento de haberlo hecho– y otras situaciones me dejaron sin ellos). Estoy casi seguro que en “Cuadernos de la comuna” escribió varios textos sobre la situación de la universidad. En uno, en plena discusión sobre la modernización universitaria –incluida en el proyecto modernizador de la Argentina del alfonsinismo–, es decir, en sintonía con la llegada de un discurso tecnocrático a la universidad; con sus saberes estandarizados, sus métodos de evaluación normalizados, sus departamentos estancos y su ideología de “dar respuesta a las demandas de la sociedad”, González llamaba a que la universidad no cierre la brecha con la sociedad (aquí deberíamos preguntarnos de qué hablamos cuándo hablamos de “sociedad”) y, en cambio, que mantenga cierta distancia crítica, autónoma, distante. Tengo un recuerdo vívido: en ese momento pensé que González definía a la universidad casi en términos vanguardistas. No proponía esa autonomía como una forma del elitismo, sino al contrario, como un modo de la crítica, de una espesura histórica e intelectual radical.

Es una pena que Juan Laxagueborde, compilador de “Saberes de pasillo. Universidad y conocimiento libre”, de Horacio González, no haya hurgado en esos textos viejos. Pero eso no le quita un ápice de interés a su trabajo, ni mucho menos a los textos de González: una serie de artículos publicados originalmente de los 90 en adelante sobre la universidad, la posibilidad del conocimiento universitario, la sociología como estante teórico de reflexión y, por supuesto, la tensión entre universidad y espacio público, o dicho de otro modo, entre la universidad y la época. Y si el libro no pierde un ápice de interés, es porque este telón de fondo está presente en todos los textos.

González pertenece a la tradición de intelectuales que discuten críticamente con su propia praxis cotidiana. Lo hizo como director de la Biblioteca Nacional, primero en la gestión (palabra poco gonzaliana, si las hay), seguramente la mejor y más aguda desde el 83, pero también y sobre todo en “Historia de la Biblioteca Nacional: estado de una polémica”, libro que problematiza la historia de la Biblioteca y su propio lugar en él. Lo hizo también, y quizás más que nadie, como profesor universitario: todo el pensamiento de González está cruzado por una interrogación crítica sobre el lugar del profesor, de las instituciones del saber, de las formas de circulación de los discursos, de la meritocracia y de la tentación instrumental de la sociología académica.

No es casual que en la última frase del epílogo del libro, González escriba: “Juan Laxagueborde, a quien debo agradecerle la exhumación de estos escritos, se empecina en mostrar que lo que se desea deshilachado y solitario, tarde o temprano adquiere la forma de libro”. La vida sirve para desembocar en un libro, diría Mallarmé, y González lo reformula bajo el modo de la “forma”. La forma libro. La escritura. La universidad y la sociología son una forma de escritura. Escritura en pugna con las escrituras oficiales, positivistas, gerenciadoras. La escritura en González apela a la retórica y a la locura, a la historia y a la vanguardia. ¿Un vanguardista historicista? Quizás ese oxímoron lo defina bien.

Y la universidad para González es también una cierta localización, un locus, un sitio en el mapa, en la topología. Está en el título del libro: el pasillo. El pasillo como un lugar de saber. Es decir: adentro. Adentro de la universidad, pero en un lateral, en un margen, en la línea que liga, de un lado, con el claustro, el aula, la biblioteca. Y del otro con la calle, el café, la ciudad. Así describe González el surgimiento de la carrera de Sociología en la vieja facultad de Filosofía y letras de la calle Viamonte: “La sociología, por más mediocre que fuera, traía rumores urbanos, justamente por haber construido pasillos invisibles en la Facultad, que iban a bares, que iban a otros edificios que debían anexarse, que contribuían a arruinar un poco aquel patio andaluz donde se había sentado Borges” (Permítanme agregar entre paréntesis la digresión que continua, acerca de Borges: “Borges odiaba que hubiera sociólogos en su Facultad, donde quería enseñar a Shakespeare y el inglés antiguo, pero al mismo tiempo tan revolucionariamente, digámoslo así, que se negaba a tomar exámenes, se negaba a considerarse un profesor y se negaba a crear cualquier vínculo entre profesor y alumno. No sé si eso es la cúspide del pensamiento conservador aliada a la cúspide del pensamiento revolucionario”).

Por supuesto que esa ilusión de la sociología como algo que “venía a arruinar”, es decir, a arruinar cierto conservadurismo universitario del ambiente de los 60, fracasó: “La sociología que culmina su periplo secular como doxa de los medios de comunicación, filosofía de los no filósofos y metodología política para la administración modernizante del conflicto”. O también: “Alguna vez pudo esperarse que triunfaran las ciencias sociales en la figura sutil del crítico de épocas. Triunfaron en la figura del analista electoral, del sociólogo de la intención del voto y del armador de campañas para anudar instituciones y sensibilidades”.

Hace muchos años, cuando era un muchacho, pasé por la universidad. Y después me fui. No pasa un día en que no me pregunte si hice bien. González se quedó. ¿Por qué habrá sido? No estoy en condiciones de dar esa respuesta (tal vez ni siquiera corresponda formular la pregunta). En algún pasaje del libro, afirma que “es posible en la Argentina, porque es un país de grandes textos”. Los de González, entre otros. Producidos en la universidad, en esa universidad de los aires, de las terrazas y los trenes, en esa escritura que, una y otra vez, no deja de preguntarse por la posibilidad de una verdadera autonomía universitaria: “La autonomía de la universidad es moral e intelectual. Y eso tiene que repercutir de inmediato en su condición científico-técnica. No se puede pensar una universidad desprendida de las exigencias sociales y al mismo tiempo estas exigencias sociales no se cumplirían si la universidad no tuviera una suerte de ley propia del conocimiento”.

Horacio González

Un pensador

Sociólogo y autor de una vasta obra ensayística, Horacio González (Buenos Aires, 1944) es uno de los intelectuales más importantes de la Argentina.

Se doctoró en Ciencias Sociales en la Universidad de San Pablo, Brasil, en 1992.

Fue director de la Biblioteca Nacional entre 2005 y 2015.

Es profesor de Teoría Estética, de Pensamiento Social Latinoamericano, Pensamiento Político Argentino.

Publicó los libros “La ética picaresca”, “Decorados”, “El filósofo cesante”, “Las multitudes argentinas”, “Restos Pampeanos” y “Filosofía de la conspiración”, entre otros.

Télam


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