«Coppola, el representante» la serie sobre el hombre que se hizo a sí mismo

Los seis episodios de la serie que se estrenó por Star + son no sólo un retrato de época sino sobre todo de un hombre carismático, polémico, contradictorio.

Hay algo en ese chanta argentino, magnético, carismático, capaz de hacer que el mismísimo Enzo Ferrari cambie para siempre su convicción de que la Ferrari debe ser roja. Hay algo de embaucador sin escrúpulos, pero también algo conmovedor y amargo a la vez. Guillermo Esteban Coppola, el manager, como parece que le gusta presentarse, es una mezcla de todo eso, un poco de esto y de aquello. Y eso es lo que parece acentuar “Coppola, el representante”, la serie que puso en pantalla Star + el viernes pasado y que en seis capítulos recorre la vida del manager de Diego Armando Maradona sin mostrar al jugador más que dos veces con imágenes de archivo, aunque haciendo que su fantasma sobrevuele toda la historia.


Es una pintura gruesa, que claramente tiene el visto bueno de Coppola, pero una pintura que dibuja no sólo a ese hombre que se hizo a sí mismo sino también a un período de este país: el que va de mediados de los 80 hasta 2001, más precisamente hasta noviembre de 2001, poco antes de que la burbuja, la de él y la del país, estalle.


En tono de comedia, con una música que es viaje en el tiempo, la nueva producción de Ariel Winograd (el mismo director de “El robo del siglo”) es no sólo un retrato de época sino de un personaje tan fascinante como polémico y contradictorio, interpretado de modo brillante por Juan Minujín, que no se convierte nunca en caricatura, pero que capta lo esencial para darle su sello.


Queda claro en cada capítulo, que tiene una estética propia y distintiva que abarca hasta a los títulos de crédito, que la serie no tiene un afán documental. Aquí no hay investigación o intención de alumbrar los hechos oscuros que hubo en la vida de Coppola (que los hubo). Aquí, lo que se verá es al hombre que nació en un barrio humilde y que ascendió a fuerza de magnetismo, picardía criolla, habilidad, astucia y una disposición de 24/7 a su mayor causa: Diego Maradona.


La historia comienza Napoles, a mediados de los ochenta, cuando Coppola y Diego están en la hermosa ciudad italiana. El manager está en pareja con Amalia “Yuyito” Gonzalez (una muy lograda Mónica Antonópulos) y quizás en ese primer episodio ocurra uno de las únicas situaciones en la que el personaje de Coppola queda mal parado: cuando le pide a su pareja que aborte.


Después, aunque la historia se mete en temas complejos, como el asesinato de Poli Armentano (una muerte por la que Coppola fue señalado como instigador a raíz de un problema de dinero), aunque cuente el allanamiento de su departamento y el hallazgo de la cocaína en el famosísimo jarrón; aunque narre el incendio en la propiedad de Barrio Parque en la que estaba Maradona y en la que había una descontrolada fiesta, Coppola siempre aparecerá como el bombero dispuesto a apagar incendios, el hombre que soluciona todo, el engatuzador capaz de salvar a Diego atribuyéndose a si mismo historias que aparentemente no le eran propias.


A su alrededor desfilan nombres reales de aquellas décadas, nombres que formaron o forman parte de la cultura pop y la política. Allí están Susana Giménez, Poli Armentano, Karina Rabolini, Daniel Scioli, Carlitos Menem Jr., Alejandra Pradón (Adabel Guerrero) y hasta Mariano Cúneo Libarona, el actual ministro de Justicia, que fue su abogado durante la causa del “jarrón”.


Mientras tanto y en cada escena, lo que queda flotando es el aire de otra época, la del descontrol de billetes que pagan todo y a todos, y la astucia de un hombre que salió de abajo, llegó a tener todos los privilegios imaginados, cayó en la cárcel (donde también logró revertir el maltrato gracias a sus contactos con Daniel Scioli, que le manda un calefón para todo el penal), y se rearmó después, para terminar distanciado del hombre que fue su razón de ser.


Y aunque lo que prevalece es un espíritu lúdico, divertido, hay algo amargo detrás, algo mustio en esa supuesta alegría sin fin, en esa necesidad de contarse un cuento grandilocuente, ampuloso, que-todos sabemos- no tiene un final feliz.


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