Defensa inútil
En la raíz de este "impasse" está la propensión de Duhalde de anteponer el sector público a los intereses del país.
Según el ministro de Economía, Jorge Remes Lenicov, y otros voceros oficiales, a menos que la Argentina reciba algo más que palabras alentadoras en los próximos días, se profundizará «nuestra crisis social, política e institucional». Como afirmó en tonos dramáticos en el curso de la reunión anual del Banco Interamericano de Desarrollo que se celebró en la ciudad brasileña de Fortaleza, sin ayuda concreta «la situación derivará en un aumento de la conflictividad social, de consecuencias imprevisibles, que también terminará dañando los negocios»: de los otros, se entiende. Por su parte, los representantes de aquellos países e instituciones que están en condiciones de ayudar con créditos, insisten en que el gobierno del presidente Eduardo Duhalde redacte antes un «plan viable». Puede que desde el punto de vista de los duhaldistas tal exigencia sea antipática, pero es indiscutiblemente lógica. No es nada razonable esperar que la comunidad internacional subsidie un plan que a juicio de virtualmente todos, salvo los vinculados con el gobierno, no tendría posibilidad alguna de funcionar. Cuando Remes dice que «no nos pueden pedir más medidas de las que realmente podemos tomar», está confesando que el gobierno del cual forma parte es demasiado débil como para instrumentar los cambios mínimos que en opinión de los responsables de otorgar créditos no comerciales son absolutamente imprescindibles. De ser así, las perspectivas frente al país son decididamente negras.
En la raíz de este impasse está la propensión casi instintiva de Duhalde y sus aliados a anteponer su compromiso con el sector público tal y como es a los intereses del país en su conjunto. Tan firme es la voluntad de defenderlo, que ni siquiera son capaces de pensar en alternativas destinadas tanto a eliminar el déficit fiscal como a hacer del Estado un conjunto de organismos que puedan cumplir de forma adecuada con sus funciones básicas. Asimismo, si bien ya es evidente que el gasto público actual no es «sustentable» porque las fuentes de financiamiento se han agotado, el gobierno se niega sistemáticamente a reconocer esta realidad desagradable. Tan comprometido está con el statu quo, que prefiere enfrentar el riesgo de que se produzca un derrumbe apocalíptico, a empezar a tomar las medidas necesarias para sanear las cuentas nacionales. Para justificar su tesitura, habla de lo injusto que sería reducir los haberes de los estatales -los que a diferencia de aquellos de los trabajadores del sector privado apenas se han visto «ajustados»- y de los jubilados, de lo intolerable que es la tasa de desocupación, de los derechos adquiridos, etc. etc. Dichos argumentos suenan convincentes, pero por desgracia no modifican en un ápice el hecho de que el sector público, además de ser extraordinariamente ineficaz, cuesta mucho más de lo que el país puede soportar.
Es factible que por motivos caritativos o políticos los países ricos acepten ser más «flexibles», que elijan brindarle al gobierno más tiempo para adaptarse a las circunstancias en las que se encuentra, pero no lo es que se dejen persuadir de que les convendría entregar a la Argentina montos cada vez mayores a fin de ahorrarles a sus gobernantes la necesidad de emprender aquellas reformas estructurales que nos permitirían vivir sin depender de la generosidad ajena. Claro, es fácil para los funcionarios del FMI y los políticos extranjeros asumir posturas «duras» porque no tienen por qué preocuparse por los sindicatos estatales y no se sienten identificados con las grandes redes clientelares que aquí han sustituido muchos organismos públicos. Sea como fuere, al depender el gobierno tanto de los créditos externos, le será forzoso asumir el hecho de que en su lucha por conservar intacto el orden populista no contará con aliados foráneos poderosos, de suerte que tendrá que optar entre desmantelarlo y hundirse con él. Hasta ahora, parecería que Duhalde ha creído que le será dado mantener las cosas más o menos como están gracias a la ayuda externa, pero tanto el FMI como los gobiernos de los países solventes entienden que su resistencia a impulsar reformas auténticas se debe más a sus compromisos políticos personales que a la convicción de que con algunos parches menores el país podría transformarse en una auténtica dínamo.
Según el ministro de Economía, Jorge Remes Lenicov, y otros voceros oficiales, a menos que la Argentina reciba algo más que palabras alentadoras en los próximos días, se profundizará "nuestra crisis social, política e institucional". Como afirmó en tonos dramáticos en el curso de la reunión anual del Banco Interamericano de Desarrollo que se celebró en la ciudad brasileña de Fortaleza, sin ayuda concreta "la situación derivará en un aumento de la conflictividad social, de consecuencias imprevisibles, que también terminará dañando los negocios": de los otros, se entiende. Por su parte, los representantes de aquellos países e instituciones que están en condiciones de ayudar con créditos, insisten en que el gobierno del presidente Eduardo Duhalde redacte antes un "plan viable". Puede que desde el punto de vista de los duhaldistas tal exigencia sea antipática, pero es indiscutiblemente lógica. No es nada razonable esperar que la comunidad internacional subsidie un plan que a juicio de virtualmente todos, salvo los vinculados con el gobierno, no tendría posibilidad alguna de funcionar. Cuando Remes dice que "no nos pueden pedir más medidas de las que realmente podemos tomar", está confesando que el gobierno del cual forma parte es demasiado débil como para instrumentar los cambios mínimos que en opinión de los responsables de otorgar créditos no comerciales son absolutamente imprescindibles. De ser así, las perspectivas frente al país son decididamente negras.
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