Derechos y humanos…

Líderes calificados de demócratas siguen discriminando entre asesinos conforme a su ubicación ideológica.

Durante el Proceso, el jefe de la UCR Ricardo Balbín nunca disimuló su convicción de que los derechos humanos deberían quedar firmemente subordinados a «la política», planteo éste que contribuyó a la institucionalización de la tortura y el asesinato al hacer creer a los militares que siempre disfrutarían de la comprensión de los líderes democráticos. Aunque luego de la muerte de Balbín los radicales optaron por encolumnarse tras Raúl Alfonsín, dirigente que se había destacado en el muy débil movimiento en pro de los derechos humanos que se formó tardíamente cuando el país ya se hundía en un abismo cavado por la violencia política, la reacción de su partido ante la decisión del gobierno del presidente Fernando de la Rúa de votar en las Naciones Unidas por censurar las violaciones perpetradas diariamente por la dictadura encabezada por Fidel Castro ha servido para recordarnos que a su juicio los intereses políticos son incomparablemente más importantes que los sufrimientos de las víctimas de los matones comunistas. Puede que no lo entiendan los torturados, los exiliados o los deudos de los asesinados, pero en opinión de quienes se consideran paladines de «la vida» es lamentable que el gobierno argentino se haya solidarizado con ellos y no con un régimen que, al fin y al cabo, no sólo es antinorteamericano sino también latinoamericano y en consecuencia debería poder hacer lo que se de la gana con sus adversarios sin que ningún extranjero alce la voz en protesta.

Con el propósito de reivindicar esta actitud, la UCR no tardó en difundir una declaración firmada por Alfonsín en que, con la hipocresía untuosa que es habitual en estas oportunidades, condena por «inútil y poco eficiente» la resolución de Ginebra para restaurar «las libertades y derechos individuales que hoy faltan en Cuba».

Se trata de una actitud que compartirían muchos conservadores, pero sucede que Alfonsín y quienes comulgan con él se ufanan de ser «progresistas» con una fe casi ilimitada en la utilidad y eficiencia de las resoluciones que se votan en la ONU, razón por la cual el gobierno del líder radical actual celebraba con bombos y platillos las diversas declaraciones presuntamente favorables a sus designios que, en base a un esfuerzo diplomático enorme, logró conseguir. Asimismo, si bien es verdad que sólo es una cuestión de palabras, el que el régimen castrista las haya esperado con tanto nerviosismo indica que en esta ocasión por lo menos podrían surtir algunos efectos positivos.

Los motivos por que tantos radicales, frepasistas, peronistas e izquierdistas prefieren a la dictadura cubana al pueblo cubano son varios. Algunos son un tanto fatuos: el gobierno de Carlos Menem criticó a Castro, de suerte que corresponde a su sucesor tratarlo con respeto; Castro es el enemigo jurado de Estados Unidos y la Argentina debería hacer gala de su independencia acercándose al régimen castrista; creen que el embargo comercial estadounidense contra Cuba es malo, aceptando así la extraña tesis castrista de que es inhumano no poder intercambiar bienes y servicios con la máxima potencia capitalista y «neoliberal» pero sí con Canadá, el Japón, los integrantes de la Unión Europa y los países de América Latina.

Menos fatuo, en cambio, es el principio de que ni los derechos humanos ni la libertad democrática deberían considerarse prioritarios, es decir, que es legítimo pisotearlos cuando existen buenos pretextos para hacerlo, como serían la preocupación por la seguridad nacional, el afán de mantenerse en el poder década tras década, el deseo de seguir oponiéndose a la superpotencia norteamericana o, según la propaganda castrista, la voluntad de construir algunas clínicas y escuelas. Se trata de pretextos no muy distintos de los empleados por la dictadura del proceso aquí y por sus equivalentes de otros países de la región aunque, obvio decirlo, el lenguaje usado para expresarlos es más «izquierdista», lo cual nos recuerda que si bien se ha debilitado la tradición autoritaria que siempre ha caracterizado el pensamiento político latinoamericano, dista de haberse agotado por completo y que incluso líderes generalmente calificados de demócratas siguen discriminando entre los asesinos conforme a su presunta ubicación ideológica.


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