¿Deuda eterna?

Para ciertos dirigentes, manifestarse partidarios de la "flotación" es sólo un modo de diferenciarse.

Pese a que muchos políticos populistas, sindicalistas e intelectuales progresistas, es decir, aquellos que se creen defensores valientes de las víctimas de los atropellos del capitalismo moderno, se hayan habituado a atribuir las penurias del país a la paridad del peso con el dólar estadounidense, la mayoría abrumadora de la población sigue aferrándose a la versión original de la convertibilidad cavallista. Según una encuesta de opinión reciente, nada menos que el 64% de la gente se opondría a cualquier intento de hacer más «flexible» el valor de la moneda nacional. Para algunos, tal actitud se deberá a su ignorancia, a su incapacidad para entender las ventajas que brindaría la posibilidad de modificar la cotización del peso conforme a la evolución de la economía nacional, y es factible que estén en lo cierto. Sin embargo, aunque aquel 64% comprendiera muy bien que en circunstancias determinadas podría resultar beneficiosa una devaluación, la experiencia le ha enseñado que no le convendría en absoluto que los gobernantes la intentaran, convicción ésta que no es para nada ingenua. Por el contrario, refleja un grado de realismo y madurez que escasea en las filas de los dirigentes.

En otras latitudes, los favorables a esquemas menos rígidos que el supuesto por la convertibilidad suelen señalar que siempre es más fácil devaluar un poco, de lo que es bajar los costos mediante la reducción de los salarios o de los precios. Tienen razón, pero si bien el proceso deflacionario que se ha producido aquí ha sido desagradable para millones de personas, la mayoría sabe que la alternativa, la que en la Argentina que efectivamente existe sería la inflación, sería decididamente peor. Aunque desde el punto de vista de los políticos la inflación crónica posee muchos méritos -cuando se les ocurre pueden reducir los salarios en un veinte o un treinta por ciento sin tener que anunciar un «ajuste» formal -, desde aquél de los demás sus bondades no son tan evidentes. Por el contrario, saben que la inflación es síntoma de la irresponsabilidad que está en la raíz de la larga declinación del país y es por este motivo que prefieren la convertibilidad limitada a la variante levemente ampliada propuesta por Domingo Cavallo, para no hablar de la libertad planteada por los deseosos de abandonar la estabilidad cambiaria.

Asimismo, son muchos los que sospechan que la razón fundamental por la que diversos políticos profesionales y economistas se han ensañado con la convertibilidad tiene menos que ver con las eventuales deficiencias técnicas del régimen monetario así supuesto, que con su afán de oponerse a Cavallo, al «modelo menemista» y, en muchos casos, al capitalismo como tal. Dicho de otro modo, entienden que en el fondo manifestarse como partidarios de la flotación o de otro esquema similar sólo constituye una forma de diferenciarse de la «ortodoxia» imperante, actitud que en ciertas circunstancias podría brindarles algunos beneficios políticos. Sin embargo, a la mayoría de la ciudadanía no le gusta demasiado que sus «dirigentes» se presten a este tipo de juego. Quiere que los dirigentes tomen la economía en serio porque sabe que otros tendrán que pagar los costos de sus errores.

En teoría, la convertibilidad debería haber servido para obligar a los gobernantes a respetar los límites supuestos por los ingresos reales, no los meramente imaginarios, del país, pero si bien a partir de su introducción tanto los menemistas como los delarruistas han actuado de manera más sobria que sus antecesores, aún no han podido disciplinarse lo suficiente como para que el «chaleco de fuerza» diseñado por Cavallo les quedara cómodo. He aquí el motivo del contraste entre una ciudadanía cuyo compromiso firme con la estabilidad de la moneda es digno de la suiza o la alemana por un lado y, por el otro, una clase política que en ocasiones apenas puede disimular su nostalgia por épocas en las que le era dado esquivar toda dificultad coyuntural imprimiendo cantidades enormes de dinero de valor decreciente, estafa que se perpetró durante casi medio siglo y que, a fines de los años ochenta, desembocó en el estallido hiperinflacionario que dejó mal herido, pero no muerto, el orden populista que tanto había contribuido a la depauperación del país.


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