Diáspora radical

Que Raúl Alfonsín se haya sentido enojado por el crecimiento de la figura de su ex correligionario Ricardo López Murphy puede entenderse: a pesar de todos sus intentos de pulverizar al «neoliberal», de participar ambos en una elección general el apóstata recibiría por lo menos cien veces más votos que el ex presidente. Lo que no es tan fácil entender, empero, es la actitud de quien a pesar de todo sigue siendo el jefe espiritual de la UCR frente a los muchos radicales que votarán ya por López Murphy o ya por Elisa Carrió. Dice Alfonsín que quiere que los que lo hagan «se vayan cuanto antes» del partido, aunque en el caso de que tomaran en serio su consejo nada amable, la UCR se vería reducida al estatus de un club de barrio.

Si sólo se tratara del exabrupto de un anciano que vio lo que en un momento parecía destinado a erigirse en un movimiento hegemónico achicarse hasta tal punto que ha dejado de figurar en la mayoría de las encuestas de opinión, sería razonable atribuir sus palabras a nada más que su rencor por lo sucedido. Sin embargo, ocurre que la misma forma de pensar es común en todas las otras organizaciones políticas que como resultado han degenerado en partidos o fracciones unipersonales. Parecería que en nuestro país es imposible conformar partidos «normales» en los que puedan convivir diversas corrientes de opinión que, sumadas, representarían la mitad más uno de la ciudadanía. Tal deficiencia no puede achacarse al principismo intransigente de los jefes que, no obstante el fanatismo que caracterizan muchas declaraciones, suelen ser bastante pragmáticos. En el fondo se debe a la convicción de que nunca hay lugar para más de un caudillo.

En un movimiento que aún está en ciernes, el verticalismo así supuesto puede resultar comprensible y de todos modos no ocasionará demasiados perjuicios. En uno que ya es dueño de una larga trayectoria, en cambio, es suicida. En efecto, el hundimiento de la UCR -y del país- es en buena medida la consecuencia de la voluntad de Alfonsín y de sus simpatizantes de subordinar virtualmente todo a la reivindicación de una gestión que terminó prematuramente en medio de una conflagración hiperinflacionaria. De haber sido cuestión de un partido europeo, Alfonsín habría dado un paso al costado para que sus correligionarios aprendieran de sus errores y, sin prestar la más mínima atención a sus sentimientos, revisaran despiadadamente el ideario partidario por entender que de otro modo no estarían en condiciones de ofrecer nada al país. Por tratarse de un partido criollo típico, no sólo se negaron a hacerlo, sino que ayudaron a dinamitar el gobierno del rival interno de Alfonsín, Fernando de la Rúa.

Ningún país democrático moderno puede funcionar adecuadamente sin grandes partidos que sean mucho más que movimientos fieles al caudillo «carismático» reinante. La UCR está en vías de extinción, porque siguen dominándola personajes dispuestos a anteponer sus lealtades personales a los intereses del país en su conjunto, y no sorprendería en absoluto que el PJ, que por motivos idénticos ya se ha fragmentado en varias partes mutuamente irreconciliables, compartiera su destino. De ser así, el lugar dejado vacío podría ser tomado por los dos nuevos movimientos que, irónicamente, están liderados por ex radicales, lo que prueba que hasta hace poco el radicalismo poseía los recursos humanos que le hubieran permitido renovarse de forma mucho más vigorosa de lo que podría hacerlo el PJ.

Con todo, por lo pronto tanto el ARI de Carrió como el Movimiento Federal Recrear de López Murphy son entidades unipersonales que de irse sus jefes dejarían de existir. Es concebible que andando el tiempo ambos logren consolidarse para que sean mucho más que los vehículos privados de políticos determinados por nutrirse de idearios que en otras latitudes han mantenido saludables a partidos que desempeñan papeles protagónicos desde hace varias generaciones. Sin embargo, el país ya vio aparecer para después desaparecer una multitud de movimientos progresistas y procapitalistas cuyas fortunas han dependido por completo de la popularidad coyuntural de sus jefes, razón por la cual a esta altura es imposible saber si se trata de aportes permanentes a la política nacional o sólo de más estrellas fugaces.


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