El país de Francisco

Ayer fueron despedidos para la eternidad los restos del papa Francisco. La ceremonia en el Vaticano congregó a líderes de todo el mundo y movilizó a centenares de miles de fieles a Roma. Argentina, cuna de Jorge Bergoglio, vivió la muerte de uno de los nombres propios más importantes de su historia con la misma dualidad con la que recibió la noticia de su nombramiento, aquel 13 de marzo de 2013. En 12 años no pudo superar el maniqueísmo de las etiquetas partidarias y tiró a la grieta, también, a un papa de la Iglesia Católica.

La complejidad cultural de nuestro país, configurada desde sus cimientos en base a una indisimulable tensión entre costumbres de élites y populares, no pudo digerir diferencias, al menos, para intentar escuchar el mensaje del primer papa argentino. Porque para escuchar hay que estar dispuesto a hacerlo. Y en el país ni siquiera hubo acuerdo respecto de qué Argentina representó Bergoglio como papa.

El oportunismo político fue el primer escalón desde el que se empujó la figura católica a la grieta. Es difícil olvidar el moderado entusiasmo que despertó su nombramiento tanto en el gobierno nacional de entonces, con Cristina Kirchner a la cabeza, como en la oposición. La sospecha cruzaba la misma línea pero en sentidos inversos: para unos era poco peronista y para otros, muy peronista. Otra de esas joyas inentendibles para cualquier extranjero.

A la inversa, Francisco recibió a todos los presidentes argentinos y a la mayoría de los dirigentes políticos del país que lo visitaron. También es cierto que algunos no pudieron conseguir la foto con él, como Sergio Massa, con quien arrastraba una vieja disputa de cuando el tigrense era jefe de Gabinete del kirchnerismo.

Sin embargo, no quedan dudas de que una de las líneas trascendentes de su papado fue el diálogo: de hecho, fue clave en el acercamiento entre Estados Unidos y Cuba durante el gobierno de Barack Obama. También trazó líneas para intentar alcanzar acuerdos de paz, como por ejemplo entre Rusia y Ucrania. Y con su texto Laudato Si’ fue determinante para la alianza global contra el cambio climático, resumida en el Acuerdo de París que firmaron 196 países.

La inclusión fue otra de sus líneas centrales de trabajo. Minorías, sectores de bajos recursos y migrantes formaron parte de la agenda de Francisco. Pero, como él mismo señalaba, no existe la inclusión sin la tolerancia. Quizá sea, para nuestro país, el principal legado y la principal tarea por aprender.

Pese a vivir en la era de la sobreinformación, donde los hechos importantes para las sociedades generan rápidos picos de interés y luego se apagan, donde los temas relevantes son cada vez más efímeros para las personas, la muerte de Francisco se mantuvo presente en la opinión pública nacional. Quizá, el dato más alentador fue que los fogonazos para arrastrar el obituario a la grieta tuvieron, esta vez, una porción acotada en el debate.

Sería muy pronto —y también pudo ayudar la sensibilidad del tema— para decir que el país empezó a curarse de intolerancia, que las diferencias no definen lo que somos y que hay posibilidad de encuentros aún en las diferencias. Sin embargo, las enseñanzas están ahí para quien quiera tomarlas y hacerlas suyas. Lamentablemente, los políticos se encargaron de limar algunos de esos destellos de cambio. Comitivas desbordadas, cruces violentos en redes sociales y reproches contrastaron con la relevancia mundial que se vio en los honores rendidos a Francisco por líderes y personalidades de todo el mundo. Un acontecimiento planetario que, como mínimo, llamó a la reflexión sobre los valores y las ideas que propuso como guía el religioso argentino.


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