El año de Alberto: Un gobierno sin responsables

El presidente aparece subordinado a la dirección estratégica que impone de la vicepresidenta.

Atravesado por la contingencia de la pandemia, el Frente de Todos cumple un año en el poder. Según han hecho saber sus entornos, hace un largo mes y medio que el presidente y su vice no se hablan. Alcanza para identificar un primer punto de fracaso del experimento de la presidencia delegada: hoy hay más dudas sobre cuál es el rumbo de la coalición que las que había incluso un año atrás.

La unidad del peronismo se edificó a partir de la reconciliación entre Cristina Kirchner y Alberto Fernández, pero esa relación está hoy en crisis. Podría pensarse que la dinámica de este vínculo ha impactado en la gestión del gobierno, pero en realidad es al revés. Fueron la ineficacia y las limitaciones del tipo de gestión que encarna Fernández las que precipitaron la crisis en el vértice del poder. El gobierno es presa de las profundas contradicciones que cruzan a la coalición y eso se traduce en parálisis e inacción. En el mejor de los casos.   

Aun si ignoráramos cuestiones conceptuales o de carácter ideológico, que las hay, la propia arquitectura del gobierno ha representado desde el comienzo un obstáculo insalvable para una gestión eficaz. Si la coalición quiso imitar, digamos, un gobierno en el estilo de las democracias parlamentarias, debió también asignarle áreas específicas de gestión a cada una de las corrientes que la integran. Bajo la lógica de vigilancia y control que define desde su origen al kirchnerismo, el frente parceló cada ministerio y lo inmovilizó. Nadie asume responsabilidades porque no se siente responsable. Ya se tradujo en cambios de nombres en algunas áreas. Un gobierno sin responsables.

Hay excepciones, como en el caso de la administración de las cajas del ANSES o el PAMI, en las que el cristinismo ejerce un control de hierro. Una herencia directa de Néstor Kirchner. Acaso lo sea también el ministerio de Economía, un área que al parecer fue desde el comienzo de la incumbencia del presidente. Pero allí también ha operado un cambio significativo en las últimas semanas: el Senado, donde manda la vicepresidenta, modificó el proyecto de reforma de actualización previsional enviado por el ministro Martín Guzmán y puso un límite al ajuste en las jubilaciones. Invalidó así un capítulo central en el objetivo de reducir el déficit que el ministro negocia con el Fondo Monetario, además de haber intervenido de manera activa por primera vez en la política económica. Días atrás la Cámara también convirtió en ley el impuesto a la riqueza, una iniciativa del jefe del bloque de Diputados del oficialismo Máximo Kirchner, que nunca fue prioridad ni para  Guzmán ni para Fernández. ¿La economía también será auditada desde el Congreso partir de ahora?    

La propia arquitectura del gobierno ha representado desde el comienzo un obstáculo insalvable para una gestión eficaz.

Fernández ha justificado todas las intervenciones de la vicepresidenta; no parece encontrar otra opción, y acaso aquí resida el principal déficit del presidente. En ocasiones hizo propias esas enmiendas, como en el caso del ajuste en las jubilaciones. Se ha dado también la paradoja de que Fernández terminó defendiendo iniciativas del cristinismo de las que la vicepresidenta paulatinamente tomó distancia, como con el proyecto de estatización de la cerealera Vicentín, en varios sentidos una bisagra en su gobierno.  También en el caso de la reforma del fuero federal. Bien mirado, la expresidenta reprodujo ese mismo curioso movimiento con toda la gestión de Fernández. Lo ha dicho con claridad en una de sus comunicaciones en las redes: ella tampoco se siente responsable de nada.  

Donde sin duda no ha habido influencia de Cristina Kirchner es la gestión de la pandemia. El resultado debe ser atribuido enteramente al presidente. La estrategia de contención del covid evitó, como se proponía Fernández, un colapso del sistema sanitario como el que registraron otros países, incluso algunos desarrollados. Pero el precio ha sido enorme: la Argentina verá derrumbarse su economía más de un 12% en el final de año, muy por encima de la contracción global de 4,2% estimada por la OCDE y la de los países de la región. El impacto social de la depresión es catastrófico: masiva pérdida de puestos de trabajo formales e informales; desocupación superior al 13%; fuerte caída del poder del salario; pobreza superior al 44% y más del 10% de la población en la indigencia. Y aun así la cifra de muertos superó los 40.000 en todo el país y los contagios rebasaron el millón y medio de casos. No puede decirse que la gestión haya culminado el año con éxito.

¿Habría habido otro Fernández sin el covid? ¿Habría sido otro gobierno? ¿Otra la economía?  Plantear estos interrogantes obligaría una construcción alternativa de los hechos, a una ucronía. Las cosas no hubieran variado significativamente sin embargo respecto a la cuestión central: la impronta de la vicepresidenta, arquitecta y autora intelectual de esta experiencia. 

Acaso sea uno de los principales motivos de la decepción de la doctora Kirchner con el presidente que escogió: la falta de audacia.

La desconfianza se centra así en el núcleo de la coalición. Un ejemplo podría darlo el expediente de la deuda, una de las escasas gestiones que la vicepresidenta reconoció en su carta pública conocida ayer. Fernández cerró en abril un relativamente exitoso acuerdo con los acreedores para reprogramar la deuda de más de 60.000 millones de dólares bajo legislación extranjera. Los resultados de ese canje no fueron los deseados, como reconocieron los propios acreedores, que vieron cómo se derrumbaba la cotización de sus nuevos bonos. El riesgo país se mantiene desde entonces en alrededor de los 1.400 puntos, diez veces el que registra Uruguay, lo que deja a la Argentina afuera de cualquier posibilidad de financiarse en un momento de tasas negativas en el mundo desarrollado y de viento de cola.  A pesar de todos los controles cambiarios, la brecha entre el dólar oficial y los alternativos sigue siendo amplia, de más de 75%. No hay señales de que se recupere la inversión, que permanece en los niveles más bajos de la historia.   

La vicepresidenta ha emprendido una gestión paralela. Avanza sin miramientos sobre la Corte Suprema y busca un nuevo diseño para la justicia que desconoce el proyecto de Fernández -empantanado en Diputados- que apunta a la resolución de su compleja situación judicial, a la que el presidente no ha podido dar una salida. Acaso sea uno de los principales motivos de la decepción de la doctora Kirchner con el presidente que escogió: su falta de imaginación, audacia y determinación, atributos que con justicia hay que reconocer en ella. El desafío planteado por la expresidenta en torno la designación del procurador general Daniel Rafecas, elegido por el presidente para ocupar el cargo de jefe de los fiscales, será clave para entender cómo se evolucionará esa dinámica.

El Frente de Todos enfrenta el año que viene su primer reto electoral y tiene aún un largo camino por recorrer. La gestión de Fernández ha vuelto a los niveles de aprobación del comienzo de su gestión tras el pico inesperado de abril, cuando la política sanitaria parecía exitosa y a su lado fantasearon con la construcción de un liderazgo. Si bien el presidente no para de dar entrevistas, nadie sabe bien quién es ni qué piensa realmente un hombre que ha subordinado su criterio a la dirección estratégica de la vicepresidenta con el único objetivo de mantener la estabilidad de la coalición, de garantizar una anodina permanencia. Por qué motivos le gustaría pasar a la historia a Fernández aún es un misterio. En ocasiones ha dicho que no está entre sus planes una reelección. Su primer año ha estado dominado por la anomalía que le dio origen a esta aventura incierta del peronismo: el poder está afuera del palacio.         


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