El constitucionalismo popular

ALEARDO F. LARÍA aleardolaria@rionegro.com.ar

Diana Conti, la eximia constitucionalista descubierta gracias al kirchnerismo, ha querido justificar la contrarreforma judicial que propugna el gobierno con una frase memorable que sintetiza todo un programa político: “En la democracia la mayoría gobierna en los tres poderes”. Ésta es la tesis de una corriente que se autodenomina constitucionalismo popular y que pretende oponerse a otra que caracterizan, en sesgo despectivo, como institucionalista. Como veremos a continuación, bajo la falacia de representar a las mayorías, el constitucionalismo popular, al menos en su versión local, se propone arrasar con las instituciones. Para los defensores del constitucionalismo popular la nota distintiva del institucionalismo sería una suerte de desdén por los valores populares. Los institucionalistas –según los constitucionalistas populares– mostrarían una profunda desconfianza por la opinión de las mayorías electorales y adoptarían actitudes que se caracterizan como conservadoras. Frente a esta posición, el constitucionalismo popular prioriza la voluntad popular, donde la mayoría impone su voluntad sobre la minoría y niegan el derecho de los tribunales a hacer el control de constitucionalidad de las leyes dictadas por el Congreso. La figura académica más destacada del constitucionalismo popular es el profesor norteamericano Larry Kramer, pero convendría aclarar que sus tesis deben ser situadas en el contexto de Estados Unidos, donde opera una Corte extremadamente conservadora. Kramer es un moderado que seguramente se escandalizaría al comprobar que sus argumentos han sido apropiados por los populistas latinoamericanos. Lo cierto es que el constitucionalismo institucional, de raigambre liberal, se ha basado tradicionalmente en dos principios fundamentales: la incorporación a los textos constitucionales de una declaración de derechos individuales para proteger la autonomía de las personas y la organización de un sistema de pesos y contrapesos que impide que uno de los poderes se imponga sobre el resto. Por este motivo, se reserva al Poder Judicial la posibilidad de tener la última palabra sobre la constitucionalidad de las leyes emanadas del Poder Legislativo, sede de la soberanía popular. El control judicial de las leyes es el modo práctico de garantizar que el reconocimiento de los derechos fundamentales no sea meramente teórico. La posibilidad de que los jueces ejerzan la función del control de constitucionalidad de las leyes ha sido siempre objeto de intenso debate doctrinario. Se discute la legitimidad del denominado “principio contramayoritario”, es decir la posibilidad de que el Poder Judicial pueda declarar la inconstitucionalidad de una ley que ha sido votada por una mayoría de diputados y senadores representativos de la voluntad popular. Sin embargo, este principio ha sido ampliamente aceptado por nuestra Corte Suprema al adoptar la doctrina de la Corte estadounidense expuesta por primera vez en 1803, en el famoso caso “Marbury vs. Madison”. Todo el sistema constitucional aspira a preservar la división de poderes para posibilitar el ejercicio práctico del control de constitucionalidad dotando, a estos efectos, de independencia y autonomía al Poder Judicial. Sin jueces independientes, o excesivamente dependientes de los otros poderes, esa posibilidad se desvanece. Como ha señalado Hans Kelsen, “el significado histórico del principio llamado “separación de poderes” radica precisamente en que tal principio va contra la concentración de poderes, más que contra la separación de los mismos”. Por este motivo, la contrarreforma del Consejo de la Magistratura que propugna el gobierno de Cristina Fernández es inconstitucional. Está claramente dirigida a concentrar mayor poder en el Ejecutivo, vulnerando el equilibrio que garantiza el artículo 114 de la Constitución. Con la contrarreforma, todo el poder de designar o cesar a los jueces queda en manos de la mayoría que ha ganado las elecciones. La subordinación de los jueces al poder político pasa a ser definitiva y total. En el fondo, detrás de este debate, laten dos concepciones de la democracia que están en pugna. Una es la concepción mayoritaria, según la cual la democracia es el gobierno que ejecuta la voluntad de la mayoría que se ha expresado en las urnas. La otra es la concepción asociativa de la democracia, es decir la idea de que las personas se asocian participando en una empresa colectiva, de modo que las decisiones de una mayoría son democráticas sólo si se cumplen algunas condiciones que protegen los derechos de cada ciudadano en tanto asociado de pleno derecho en esa empresa. Desde esta perspectiva, una democracia que desconoce el derecho de las minorías no es democrática, aunque elija a sus representantes por impecables procedimientos electorales. El totalitarismo comunista se basaba en la misma lógica mayoritaria que hoy impulsa al populismo posmarxista: la convicción de que todo está permitido porque representan a las mayorías populares y sus actuaciones están inspiradas por los mejores ideales. Esta ilusoria fantasía, provocada por la presencia desbordante de los fines sin reparar en los medios, impide reconocer uno de los valores centrales de la democracia moderna: la existencia de derechos políticos y sociales que son la garantía de la expansión de la sociedad civil en espacios que quedan fuera de la ciudadela política. Las mayorías no tienen el derecho a avanzar sobre esos espacios de libertad de los ciudadanos. Las democracias son mecanismos complejos, articuladas en torno a múltiples reglas en los modos de elección de los representantes, con una variedad de formas que limitan los poderes con un sistema de pesos y contrapesos que pretenden preservar ámbitos básicos para las minorías y garantizar los derechos humanos de todos los ciudadanos. Cuando se quiere imponer un cambio en las reglas de juego diseñadas en la Constitución, se asiste a una pretensión peligrosa, puesto que están en riesgo las bases del régimen democrático. Si los cambios apuntan a conseguir una concentración extrema del poder, nos encontramos transitando caminos que inexorablemente nos acercan a un derrotero totalitario.


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