El disfrute del poder absoluto

CARMEN COIRO

Las variables económicas siguen en alza constante, el empleo –según las estadísticas oficiales– continúa creciendo en forma lenta pero constante gracias a la alta cotización del dólar, la inflación comenzó a ser controlada, la balanza comercial mejora y la recaudación continúa batiendo records: ¿qué más puede pedir un presidente argentino para consolidarse en el poder en forma casi absoluta?

De eso está gozando hoy Néstor Kirchner, como lo hizo Carlos Menem durante su primer mandato. Igual que aquel, el actual mandatario asumió con una escasísima base de poder, pero como Menem, logró sumar voluntades en tiempo record mediante dos recursos: uno, de la realidad incontrastable; otro, de una estrategia altamente dudosa y cuestionable.

Menem y Kirchner fueron, con estilos en apariencia diametralmente opuestos, iguales en cuanto a la audacia como instrumento central para manejar la economía. El primero, que asumió en el cenit de la globalización –hoy cuestionada y en decadencia– abrevó de las mieles del enorme respaldo político de los Estados Unidos, y del gigantesco apoyo económico de Europa. Fue un tiempo de bonanza para la macroeconomía, pero comenzó el principio del fin para millones de argentinos que quedaron al margen de la vorágine del crecimiento según las frías y crueles reglas del Fondo Monetario Internacional, aplicadas en la Argentina a rajatabla.

Kirchner quiso demostrar lo contrario: él haría todo a la inversa de lo que hizo Menem, uno de los políticos a los que más vapulea en los discursos públicos, aunque un ex aliado de oro en los hechos, cuando Menem le concedió una enorme suma de reintegros por las exportaciones petroleras que hizo engordar como nunca las arcas de la provincia de Santa Cruz cuando él la gobernaba.

Hoy Kirchner reniega siempre que puede de aquella alianza, a la que rechaza como Pedro lo hizo de Cristo –con perdón por la comparación– a la tercera vez que cantó un gallo. Pero en los hechos, parece seguir fielmente algunas de sus tácticas políticas que si fueron existosas, pensará el actual mandatario, por qué no emularlas.

Así es como surgió la más que dudosa votación en Diputados a la reforma del Consejo de la Magistratura, la primera norma vinculada con la Justicia que contradijo los pasos inaugurales del Presidente que le valieron un fuerte apoyo popular, como los decretos para limitar el poder del Ejecutivo a la hora de nombrar a los miembros de la Corte Suprema de Justicia.

Tal vez engolosinado por el poder que fue acumulando, muy fácilmente, si se quiere, Kirchner ahora imita otros métodos del vapuleado Menem: encontró una forma rápida de sumar voluntades.

La oposición puso el grito en el cielo por la contradicción de varios diputados de los mandatos de sus partidos, y se pasaron con la votación al oficialismo. El macrismo y el radicalismo hablaron de sospechas de «compra de voluntades» a legisladores de sus filas. El ARI nada dijo porque en su tropa nada falló. Pero lo que se va consolidando peligrosamente es el absolutismo en el poder.

Con una oposición cada vez más débil, indecisa, autocompasiva y sin la menor confianza en sí misma, la democracia pierde progresivamente calidad. No es culpa del presidente Kirchner o de sus métodos absolutistas o hegemónicos y hasta despóticos que le endilga la oposición. Es responsabilidad absoluta de los partidos que no tienen manera de encontrar el camino para reinventarse.

Los amedrentan las cifras de éxito económico que prolijamente Kirchner enumeró en su discurso ante la Asamblea Legislativa. Saben que en la Argentina todo va bien y que se suele cerrar un ojo ante cualquier mecanismo de poder que despierte sospechas, si los números siguen en alza. Pero no se advierte el riesgo del dejar hacer y el dejar pasar que se verifica por estos tiempos. A la larga, cuando ocurren hechos no deseados, en la misma economía, el grito de la oposición llega siempre tarde. (DyN)


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