El laberinto, un mito y una búsqueda que fascinan al hombre

Desde el mito del Minotauro, los laberintos han fascinado al hombre en todas las épocas. Escritores, filósofos, artistas y arquitectos trataron siempre de develar sus misterios en caminos que lleven a la verdad del pensamiento o a la fe.

Sabido es que el laberinto fue uno de los símbolos más caros a Jorge Luis Borges; aunque no sólo el autor de «Ficciones» se sintió subyugado por la fuerza de esta construcción mitológica que ya cuenta con más de 3.000 años de historia a partir de su leyenda fundacional, la del laberinto construido por Dédalo para encerrar al Minotauro: desde la literatura, la religión y la arquitectura, el laberinto se erige como una de las figuras simbólicas más significativas y misteriosas para el imaginario del hombre.

«Sé que me acusan de soberbia y de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera (…).

«Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo».

La cita pertenece a «La casa de Asterión», uno de los muchos textos en los que Borges aludió y describió el laberinto.

Para desentrañar el origen del laberinto, es necesario remontarse a la leyenda del Minotauro, un ser monstruoso de la mitología griega, mitad hombre, mitad toro, nacido de los amores de Pasifae -esposa del rey Minos- y de un toro blanco enviado por Poseidón. Minos, que tras someter a sus hermanos había extendido su dominio de Creta a las Cícladas y gran parte del Peloponeso, le encomendó a Dédalo la construcción de un laberinto para encerrar al monstruo, que finalmente fue asesinado por Teseo.

Más allá de su componente ficcional, el mito convirtió al laberinto en una de las metáforas más retomadas para nombrar la complejidad. La palabra aparece mencionada con frecuencia en los textos del escritor romano Plinio el Joven y en los de Apolodoro, un arquitecto sirio que vivió en el siglo I de la era cristiana y se convirtió en el favorito del emperador Trajano. Este personaje casi mítico compuso también una recopilación de textos griegos conocida como «La Biblioteca».

Platón también había hecho lo suyo en su «Eutidemo 291»: «Por último llegamos al arte regio. Tratábamos de establecer si este arte valía para suministrar y producir la felicidad. Pero justo entonces nos encontramos como en un laberinto, y cuando creíamos haber llegado casi a la meta, tras haber completado ya toda la vuelta, héte aquí que nos encontramos de nuevo, como al principio de la indagación, igual lejos de la conclusión, igual que al comienzo de nuestra búsqueda».

Un relato de angustia y esperanza

Según señala Samivel en «Le soleil se läve sur la Gräce», el relato del laberinto «quizá sea el más popular de la antigüedad y el éxito que tuvo no es fruto del azar. En realidad, integra una materia mental de alcance y resonancia universales, mezcla de angustia y de esperanza y capaz de alentar una especie de pesadilla intelectual próxima a la locura y, a la vez aunque en otro plano, la meditación de lo sabios. Y todo ello merced a una sola imagen, en el fondo de la cual yace «algo», a lo mejor el monstruo, a lo mejor el tesoro, a lo mejor ambas cosas».

Las catedrales góticas también se apropiaron de la figura del laberinto, que por lo general aparecía dibujada en sus pisos, tal como se aprecia en el suelo de baldosas de la catedral de Chartres: el laberinto, en este caso, se presentaba como una peregrinación simbólica a Tierra Santa. Los jardines de la Edad Media reprodujeron del mismo modo la forma laberíntica, aunque bajo motivaciones menos explícitas. Luego, el Barroco extendió el hábito de los «giardini» con setos en forma de laberinto.

«El laberinto de pasadizos extraños, cámaras y salidas sin cerrar en la bodega, recuerda la antigua representación egipcia del mundo infernal, que es un símbolo muy conocido de representación del inconsciente con sus posibilidades desconocidas.

También muestra cómo se está abierto a otras influencias en el lado de la sombra inconsciente, y cómo pueden irrumpir en él elementos misteriosos y ajenos (…) Con frecuencia, el inconsciente se simboliza con pasillos, laberintos o encrucijadas», asegura el psiquiatra Carl G. Jung en «El hombre y sus símbolos».

Para Mircea Eliade («Mito y realidad»), la misión esencial del laberinto era defender el centro, es decir, el acceso iniciático a la sacralidad, la inmortalidad y la realidad absoluta, siendo un equivalente de otras pruebas, como la lucha contra el dragón».

«El laberinto puede aludir al caos y al orden de la condición linájica. Aunque a veces pareciera una mezcla. Un laberinto en el que él, como minotauro, no encuentra la permeabilidad, ni la conformación o el acceso a lo absoluto. Desesperación y frustración entre Dhalman y el heresiarca de Tlîn Uqbar Orbis Tertius», analiza a su vez Carlos Midence en «La imagen simbólica en Jorge Luis Borges: una aproximación a su propia realidad».

Por su parte, Paolo Santarcangeli -autor de un completo ensayo titulado «El libro de los laberintos»- sostiene que «en el Minotauro infeliz, morador de las tinieblas inextricables, encerrado en el fondo de un «inreameabilis error», nosotros, que a lo mejor nos creíamos inocentes, nos vemos inmersos en culpas que se han ido acumulando oscuramente».

Sin embargo, si somos Minotauro, también somos el victorioso héroe solar. También a nosotros nos ha proporcionado Eros un largo hilo que nos llevará hasta el monstruo, y, cuando lo hayamos derrotado con nuestra espada reluciente, ese hilo nos devolverá a la luz y dejaremos atrás, en la oscuridad eterna, el cuerpo ya inerme de la bestialidad vencida. «El amor nos llevará hasta el fondo, hasta las últimas cavernas de nuestros sentimientos menos humanos, y, una vez muerta la animalidad, nos devolverá el cielo resplandeciente -presagia Sarcangeli-. ¿Acaso existe símbolo más hermoso que éste?».

No puede obviarse en este rastreo de la figura laberíntica a «La Divina Comedia», de Dante Alighieri, una obra que también puede interpretarse como una larga peregrinación a través de los -¿infinitos?- encuentros necesarios para la «purgatio»; que se hace cada vez más intensa, hasta la unión con el «summum bonum».

También reaparece con frecuencia el laberinto y su connotación simbólica en las aventuras de los caballeros de la Tabla Redonda, la búsqueda del Grial y del castillo fabuloso en el que se custodia la copa sagrada. La mayor parte de las aventuras de la Hermandad de la Tabla Redonda transcurren en el bosque, que representa «un determinado estado mental, un lugar que hay que alcanzar desde el nacimiento hasta la muerte», interpreta John Matthews en «Los misterios de la tradición artúrica».

El modelo del Minotauro

Sin duda, el modelo que más se ha repetido a través de los siglos en la historia del arte y la literatura responde a los lineamientos de la construcción ideada para encerrar al Minotauro.

A este esquema pertenece, por ejemplo, el laberinto que aparece en una de las escenas finales de la película «El resplandor», de Stanley Kubrick. El realizador eligió este marco para congelar -literal y simbólicamente- el rostro alucinado de Jack Nicholson, que en este clásico de Stephen King encarna a un escritor atrapado y enloquecido por los fantasmas de un antiguo hotel al que llega para emprender la escritura de una novela.

Casi al mismo tiempo que Kubrick, el semiólogo y escritor italiano Umberto Eco aludió repetidas veces al laberinto en «El nombre de la rosa», novela en la que la construcción forma parte central de la intriga de la trama: «(…) volvimos a la sala heptagonal de la que habíamos partido (podría reconocerse por la entrada de la escalera), y otra vez salimos hacia la derecha, tratando de pasar de una habitación a otra sin desviarnos.

«Atravesamos tres habitaciones y llegamos ante una pared sin aberturas. Sólo había otra puerta, que comunicaba con otra habitación, también con otra sola puerta, por la accedimos a una serie de cuatro habitaciones al cabo de las cuales llegamos de nuevo ante una pared. Retrocedimos hasta la habitación anterior, que tenía dos salidas; atravesamos la que antes habíamos descartado y llegamos a una nueva habitación, y volvimos a encontrarnos en la sala heptagonal de la que habíamos partido».

Más tarde, en «Apostillas a «El nombre de la rosa»», Eco explicó su sistema de clasificación de los laberintos. Según él, es posible detectar tres configuraciones distintas: los laberintos clásicos -como el del Minotauro-, que conducen sin errores al centro, donde se halla el monstruo; los barrocos, que tienen vías muertas y caminos sin salida; y finalmente los modernos, como el suyo, que de acuerdo a su categorización, es distinto a todos porque sus espacios se interconectan.

El semiólogo confunde el trazado con la topología: su laberinto y el laberinto barroco pertenecen a la misma clase. Da lo mismo que una vía muerta sea en corredor o en habitación. Su laberinto novelesco tiene vías muertas, sólo que estas tienen la forma de una habitación y no las proporciones de un corredor retorcido. Pero las conexiones espaciales son idénticas; es decir, en uno y en otro la gente se pierde por los mismos motivos.

Por otra parte, y ya con sólo dos categorías, no cabe considerar un laberinto clásico como de una sola vía. ¿Cómo, entonces, alguien podría perderse dentro de él? Si el único peligro es el Minotauro, entonces ¿para qué necesitó Teseo el hilo de Ariadna? Los laberintos de una sola vía son los medievales: allí, el peregrino penetra, recorre el larguísimo camino y llega inevitablemente al centro.

El camino de la fe

A lo largo de la historia, el laberinto ha obrado también como una metáfora de la fe: el camino es largo, difícil, pero la fe de llegar a destino tiene como fruto el éxito; se evita la perdición. Topológicamente, el laberinto medieval no es un laberinto sino un camino único que, en su formulación gráfica y en su plasmación arquitectónica, tiene una disposición retorcida.

Así, entonces, existe una sola clase de laberinto: el que impide encontrar el camino cierto, salvo que el azar colabore.

«El laberinto venía a simbolizar los enredos, las dudas, las tribulaciones y los engaños que siembran el camino del hombre que busca la bienaventuranza celestial -asegura Sarcangeli en su ensayo- o servía para advertir a los fieles de los peligros que corrían al alejarse de la recta vía de los deberes cristianos».

Así las cosas, y tanto como para sumar más opiniones a la hora de entender la permanencia de un símbolo en el imaginario humano, va una cita de Freud, extraída de «La interpretación de los sueños»: «el simbolismo no pertenece especialmente a los sueños, sino a la imaginación inconsciente, particularmente a la de los pueblos, y se encuentra en condiciones más desarrolladas, en cuentos populares, mitos y leyendas (…); en este caso, el mito del laberinto, una metáfora que remite -acaso como ninguna otra- a la perplejidad permanente del hombre frente al intrincado entramado de la vida; un laberinto personal del que, como Teseo, cualquier humano desearía encontrar la mejor salida, a cada instante (y si es con la ayuda de un «hilo», mucho mejor).

«La vida del hombre, la vida del hombre no agraciado por tamaño favor de los dioses será más grave y su errar tan largo como su vida -augura Sarcangeli-. Eso sí, el hecho de haber llegado al reducto secreto, aunque sólo sea una vez -por iluminación espiritual o por una meditación consumada-, cambiará su conciencia para siempre: «Quien ha sido feliz una vez, nunca podrá ser destruido»». (Télam)

Julieta Grosso y

Alicia Martínez Pardíes


Sabido es que el laberinto fue uno de los símbolos más caros a Jorge Luis Borges; aunque no sólo el autor de "Ficciones" se sintió subyugado por la fuerza de esta construcción mitológica que ya cuenta con más de 3.000 años de historia a partir de su leyenda fundacional, la del laberinto construido por Dédalo para encerrar al Minotauro: desde la literatura, la religión y la arquitectura, el laberinto se erige como una de las figuras simbólicas más significativas y misteriosas para el imaginario del hombre.

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