El lugar de la oralidad

Por Pedro Oscar Pesatti (*)

El sistema de la lengua presenta dos grandes formas de funcionamiento y uso: el modo escrito y el oral. Mientras el primero no resulta común a todas las culturas -pues aun hoy existen pueblos y grupos sociales que no lo practican-, el otro presenta un carácter universal y natural, independientemente del estadio de desarrollo cultural de una sociedad determinada.

Tal vez por su carácter natural y universal, la oralidad nunca guardó el mismo prestigio que tuvo la escritura en el sistema cultural al que pertenecemos. Ahondar en las causas de este prestigio nos conectaría inmediatamente con las formas de funcionamiento de nuestras sociedades y en la relación estrecha que existe entre escritura y poder- escritura y dominación. La historia de la conquista de América es reveladora de esta relación en la cual la escritura y su artefacto, el libro, fueron tanto o más poderosos que la fuerza de las armas. Mencionar, aunque sea al pasar, las Sagradas Escrituras, es suficiente para reflexionar sobre el lugar que en general ha tenido y tiene para la cultura occidental.

 

Sus orígenes

La oralidad nació con el hombre hace miles de años y constituye un rasgo de la especie, tan distintivo, y desde cierta perspectiva tan equivalente, como caminar erguido. Podemos pensar, por otra parte, que fue el factor clave para la construcción de las relaciones sociales que el hombre necesitó desarrollar en función, precisamente, de su naturaleza social. Así como demostró Chomsky que el lenguaje es una facultad de la mente-cerebro de cada individuo, del mismo modo podemos observar que desde su propia arquitectura anatómica el hombre evolucionó para convertirse en un ser hablante, y si cabe la expresión, uno productor de oralidad. Su sistema respiratorio, la conformación de sus fosas nasales, labios y lengua contribuyen a la producción de sonidos articulados y de vocalizaciones. Por otra parte, el cuerpo presenta también la posibilidad de utilizar otros sistemas, no tan específicos como los anteriores, para reforzar los actos de comunicación: movimientos faciales, de brazos y manos, en general del cuerpo, de los ojos, etc., todos los cuales forman parte de una batería de recursos para la producción de los elementos no verbales que acompañan los actos de la comunicación oral. En consecuencia, la oralidad ha sido durante muchísimo tiempo el único sistema de expresión del hombre y también de transmisión de saberes y tradiciones que operó centralmente en la construcción de las relaciones sociales sobre las cuales se edificó nuestra cultura (Casalmiglia y Tusón, 1999).

 

Oralidad y escritura

Constituye casi una regla caracterizar la oralidad en una relación de contraste con la escritura. Para Ong (1987) la escritura es un sistema secundario en el sentido que la expresión oral existe sin la escritura, pero la segunda no lo es sin la primera. Ong, por otra parte, habla de la profunda diferencia que se deriva de la 'formulareidad' de una y de la carencia de la misma en la otra, entendiendo por tal la no importancia de la originalidad en el modo oral. Al saludar, por ejemplo, repetimos ciertos segmentos tales como hola, qué tal, cómo andás y aguardamos en la respuesta otras fórmulas como hola, al pelo, más o menos. Estas expresiones, en realidad, lo que están diciendo es te saludo y los interlocutores no esperan encontrar en ellas ninguna información referencial de importancia. En conclusión, la formulareidad opera al servicio del uso económico del lenguaje: donde la creatividad o la originalidad no tienen sentido alguno, aparecen las fórmulas para construir los actos de habla. En la escritura, por el contrario, la formulareidad es escasamente utilizada: el lector espera encontrar la idea escrita de la manera más original en que haya podido ser expresada.

Hay, desde luego, otras diferencias más marcadas como la relación que se establece entre emisor-texto-receptor entre los discursos orales y escritos, dado, fundamentalmente, en la ausencia física del emisor en la situación de lectura, que le confiere, entre otras cosas, una autonomía al lector que no tiene el oyente. Al mismo tiempo, el productor de un texto escrito tiene más tiempo para planificar la construcción de lo que pretende comunicar, una ventaja que por cierto no acompaña al productor de un texto oral.

Desde el punto de vista de cómo se estructuran los modos orales y escritos, se sostuvo, durante algún tiempo, que el oral era caótico, sin forma y estructura. Es verdad que en él encontramos pausas, lagunas, hesitaciones, frases incompletas, recurrencias, ruptura de los tiempos verbales, etc. que no se manifiestan en el modo escrito. Sin embargo, lo dicho no implica que el oral sea menos organizado que la escritura. Las hesitaciones, falsos arranques, son señales de la planificación que el locutor produce al realizar su texto o, en otras palabras, la manifestación más clara de que el mismo obedece a un proceso de producción que se pone en evidencia, precisamente, a través del modo oral. En consecuencia, la oralidad pone a los ojos del observador el proceso que el escritor no necesariamente está obligado a mostrar.

Otro aspecto importante, según Halliday (1985, 1989) que contribuye a marcar el contraste entre los dos modos de uso de la lengua, es el de la densidad lexical. Claramente es más alto -más rico- en el modo escrito porque es obvio que el escritor posee recursos y tiempo para dotar a su texto de una carga léxica más trabajada. Simultáneamente, el proceso de comprensión de un texto oral y escrito varía notablemente casi por las mismas razones. El oyente normalmente tiene que comprender el texto de una vez, a lo sumo podrá pedir una aclaración, tal vez dos, pero si insiste podría correr serios riesgos de provocar un acto de descortesía tanto en relación con el expositor como con el resto del auditorio. El lector, por el contrario, dispone de otros tiempos para acometer la comprensión de un texto y de tantas veces como crea necesarias para volver sobre un fragmento hasta encontrarle sentido.

Oralidad y enseñanza

Por su carácter natural, se suele pensar que la oralidad no exige el mismo grado de instrucción que la escritura. Sin embargo hoy sabemos que el modo oral demanda conocimientos y habilidades cuyo grado de desarrollo repercutirá directamente sobre nuestra eficacia comunicativa. Por otra parte, si a lo expuesto le sumamos el carácter fundante que tiene en el plano de las relaciones sociales, advertiremos rápidamente la importancia que adquiere en la formación del sujeto. En la medida en que la competencia comunicativa se desarrolla y progresa, mayor es la posibilidad que éste adquiere para interactuar con su entorno social y para realizarse como tal. En consecuencia, el modo oral pasa a ocupar un lugar tan importante como la escritura desde el punto de vista de la enseñanza de la lengua, al tiempo que nos exige, como usuarios, una actitud activa y de reflexión permanente sobre las formas y modos que aplicamos como productores de textos orales. En fin, los estudios nos indican que la oralidad no es la hermana pobre de la escritura y que pensar una u otra en términos de prestigio contribuye muy poco a la enseñanza de los modos de uso que presenta la lengua.

(*) El autor es profesor en letras


El sistema de la lengua presenta dos grandes formas de funcionamiento y uso: el modo escrito y el oral. Mientras el primero no resulta común a todas las culturas -pues aun hoy existen pueblos y grupos sociales que no lo practican-, el otro presenta un carácter universal y natural, independientemente del estadio de desarrollo cultural de una sociedad determinada.

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