El otro poder

Parece que los jueces no se sienten preocupados por la incidencia de sus actitudes poco solidarias en su imagen colectiva.

Se equivocan aquellos que aseveran que en nuestro país la Justicia está firmemente subordinada a «la política»: en un ámbito por lo menos, el Poder Judicial nunca ha dejado de subrayar su propia independencia, oponiéndose sin titubear un solo instante a las medidas propuestas por el Poder Ejecutivo y, si cabe, a los deseos del Legislativo. Cuando ha sido cuestión de sus propios ingresos, los jueces de la Corte Suprema, acompañados por sus colegas menos eminentes -sobre todo por los procedentes de las provincias más pobres como Santiago del Estero-, siempre se han manifestado más que dispuestos a resguardar su autonomía esgrimiendo en su defensa una variedad impresionante de razones éticas, jurídicas y constitucionales. Puede entenderse, pues, el escepticismo indisimulado de diversos integrantes del gobierno del presidente Fernando de la Rúa en cuanto a la voluntad del Poder Judicial de colaborar con el «ajuste» que están poniendo en marcha a fin de impedir que el país se precipite en un abismo financiero que, de abrirse, podría resultarle tan profundo como peligroso. Les sobran motivos para sospechar que, una vez más, los jueces antepondrán sus intereses corporativos a aquellos del país en su conjunto, obligando de este modo a otras reparticiones del sector público a reducir aún más sus gastos.

Según parece, los jueces no se sienten constreñidos a preocuparse por la eventual incidencia de sus actitudes poco solidarias en su imagen colectiva, acaso por estar convencidos de que es tan mala menos por su costumbre de defender sus haberes con uñas y dientes en períodos de crisis, que por el enriquecimiento claramente inexplicable de algunos, la conducta indigna, cuando no criminal, de otros y también, obvio es decirlo, la producción esporádica de fallos que en opinión de muchos sirven para beneficiar a políticos cuando éstos están en condiciones de ayudar a los responsables en su trayectoria profesional o, como ocurre a veces, en el caso de que opten por emprender una nueva carrera en el Poder Legislativo o Ejecutivo. Puesto que gracias a las proezas recientes del juez Jorge Urso la reputación de los jueces ha mejorado últimamente, es de prever que su resistencia a aceptar las rebajas propuestas por el gobierno sea aún más tenaz de lo que hubiera sido si las circunstancias fueran distintas y se creyeran obligados a comprometerse con el esfuerzo común. Además, por ser la legislación nacional mayormente precapitalista, para no decir anticapitalista, el gobierno pensará dos veces antes de tratar de presionar a los jueces por miedo a verse frente a una multitud de fallos destinados a descalificar por ilegales todos sus intentos de enderezar la economía del país. Si bien a menudo la realidad jurídica así reivindicada tiene poco que ver con la realidad tal y como efectivamente es, ningún gobierno puede darse el lujo de pasarla por alto. Entre otras cosas, la «industria del juicio», combinada con fallos destinados a conservar el statu quo contra gobiernos resueltos a cambiarlo, constituye un arma muy potente.

A esta altura, nadie puede dudar de que el país se debe una reforma judicial drástica que suponga no meramente la remoción de los jueces que fueron nombrados exclusivamente por motivos políticos o por sus vínculos con alguno que otro poderoso, sino también modificaciones encaminadas a permitir que la Justicia, cuya morosidad en nuestro país es legendaria, funcione con mayor rapidez y, claro está, eficiencia, esfuerzo que tendría que ser suplementado por la modernización de una cantidad de leyes de todo tipo. Sin embargo, por razones evidentes esta empresa tan necesaria seguirá postergándose hasta que haya sido resuelto un sinnúmero de problemas más urgentes, de manera que por ahora tendremos que convivir con el Poder Judicial al cual estamos habituados con la esperanza de que en esta ocasión sus integrantes encuentren la forma de decidir que les convendría cooperar con el resto del país, legitimando recortes salariales similares a los que otros vinculados con el sector público ya han aceptado o, en el caso de muchos empleados estatales y jubilados, que sencillamente tendrán que soportar porque la alternativa les sería incomparablemente peor.


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