El papel del exterior
¿Un equipo extranjero encargado de sacar a la Argentina adelante? Idea atractiva. Mejor sería que hubiera argentinos capaces en los puestos.
Que nuestro país requiera de la ayuda externa para hacer frente a sus problemas económicos, institucionales y sociales ya es considerado evidente hasta por sindicalistas y políticos de actitudes nacionalistas. Incluso reconocen que es razonable que a cambio de los aportes financieros el gobierno se comprometa a instrumentar medidas determinadas. Asimismo, la participación en «la mesa del diálogo» de un representante europeo de las Naciones Unidas, además de la contratación por parte de diversas agrupaciones políticas de especialistas procedentes de otras partes del mundo, significa que la mayoría entiende muy bien que es mejor contar con un buen técnico extranjero de lo que sería depender de un nativo incompetente. Con todo, ha sido un tanto sorprendente el resultado de una encuesta destinada a auscultar la reacción de la gente ante la propuesta formulada por el economista alemán, del Massachusetts Institute of Technology norteamericano, Rudiger Dornbusch, según la cual un equipo extranjero debería encargarse de administrar la Argentina a fin de sacarla de la crisis en la que está empantanada. Conforme al sondeo realizado por Enrique Zuleta Puceiro, casi la mitad aprobaría la llegada de un equipo salvador, mientras que menos del 40% estaría en contra. Huelga decir que de agravarse mucho más la situación del país, aumentaría sustancialmente la proporción de los que darían la bienvenida a una administración internacional.
La voluntad ya amplia de dar por descontado que una suerte de gobierno colonial podría sernos útil a pesar de que su presencia resultara humillante plantea varias preguntas, de las que la más pertinente sería: ¿qué podrían hacer los funcionarios, es de suponer mayormente europeos, que no podrían hacer tan bien o mejor ya los argentinos mismos, ya asesores contratados para desempeñar cargos subordinados? En términos de capacidad técnica, la respuesta sería poco. Sin embargo, los extranjeros, siempre y cuando procedieran de países de tradiciones políticas desvinculadas de las locales, sí gozarían de una ventaja muy importante: no formarían parte de las extensas redes personales -es decir, «mafias»- que, bajo la égida de diversos movimientos políticos, se las han ingeniado para colonizar el Estado, transformándolo en una fuente de empleo y de dinero para los favorecidos y sus amigos. Se supone que por no sentir lealtad alguna hacia cualquier organización, agrupación o corriente política nacional, los funcionarios de origen externo estarían en condiciones de anteponer los intereses del conjunto a las aspiraciones de minorías bien ubicadas.
Por las razones que fueran, un porcentaje muy importante de la población ha llegado a la conclusión de que la «clase política» constituye una inmensa barrera al progreso, que al monopolizar todos los puestos clave impide que el país sea administrado con eficiencia, honestidad y equidad. Puesto que una revolución serviría para desplazarla pero no garantizaría que su sucesora fuera mejor -con realismo, la mayoría supondrá que haría gala de las mismas mañas-, la forma más sencilla de concretar los cambios tan deseados consistiría en invitar a una administración cosmopolita de alta calidad a supervisar la transición. Desde luego que será mucho mejor prescindir de los servicios de los gerentes extranjeros imaginados por Dornbusch, solucionando los problemas más graves en casa y, tal como suele ocurrir en los países del Primer Mundo, contratando a especialistas de otras latitudes sólo en casos muy particulares, pero mientras exista la sensación, justificada o no, de que la elite política tradicional está frustrando los cambios drásticos que el país reclama, serán cada vez más los tentados por la fantasía de marginarla con la ayuda externa. De desembocar el colapso económico en la catástrofe generalizada que algunos temen, la intervención extranjera podría resultar una opción atractiva, pero es de esperar que antes de que llegáramos a tal extremo las instituciones existentes hubieran permitido que los puestos más significantes ya se hubieran visto ocupados por aquellos argentinos -y son muchos- que, de intentarse en otro país una intervención administrativa salvadora del tipo planteado por Dornbusch, estarían entre los convocados a cumplir las tareas más difíciles.
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