El temor al Rodrigazo
Nunca es aconsejable mencionar la palabra “soga” en casa de un ahorcado. Tampoco lo es hablar de Rodrigazo en la Argentina cuando un gobierno peronista está en el poder, ya que si bien más de la mitad de la población actual del país nació después de aquel día de junio de 1975 en que el ministro de Economía, Celestino Rodrigo, ordenó un ajuste demoledor con la esperanza vana de que un baño de realismo resultaría beneficioso, las consecuencias catastróficas de aquel paquete de medidas devastadoras no han sido olvidadas. Por el contrario, el Rodrigazo sigue siendo un hito en la historia tumultuosa de la economía nacional. Fue de prever, pues, que la alusión del presidente de la Unión Industrial Argentina (UIA), José Ignacio de Mendiguren, al riesgo de que las paritarias que están por ponerse en marcha nos deparen un nuevo Rodrigazo motivaría oleadas de protestas. Los kirchneristas, que se sienten obligados a reivindicar “el modelo” económico de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, no tardaron en fustigarlo; economistas de ideas más o menos “ortodoxas” señalaron que, por fortuna, la situación en que se encuentra la economía nacional dista de ser tan mala como era en los años que precedieron al golpe militar y los sindicalistas, que suelen afirmarse convencidos de que los aumentos salariales no pueden incidir en la tasa de inflación, lo acusaron de estar en contra del pueblo trabajador. Puesto que, con muy pocas excepciones, los sindicalistas están reclamando aumentos superiores al 20% que el gobierno dice que sería más que suficiente, tienen forzosamente que minimizar el impacto inflacionario de lo que creen razonable, pero fue en buena medida de resultas de la voluntad férrea de sus homólogos de los años setenta del siglo pasado de defender el poder de compra de los asalariados que Rodrigo pudo convencer a la presidenta Isabel Perón de que, dadas las circunstancias, no había más alternativa que devaluar el peso en un 150% y tomar otras medidas igualmente fuertes. El peligro insinuado por De Mendiguren en palabras que, dice, fueron “sacadas de contexto”, no es meramente fantasioso. Por fortuna, las circunstancias actuales son distintas de las imperantes en la década favorita de los kirchneristas, pero es evidente que la economía oficial, la del Indec y de los discursos presidenciales, se ha alejado tanto de la real que, tarde o temprano, ésta se las arreglará para imponerse. Aunque el gobierno de Cristina jura que el año pasado los precios minoristas “sólo” aumentaron el 10,8%, hasta los sindicalistas más oficialistas saben que la cifra difundida por diputados opositores, el 25,6%, reflejó lo que efectivamente ocurrió y que, para más señas, la mayoría da por descontado que el índice pronto superará el 30% anual. Asimismo, la escalada del dólar blue, que parece destinado a seguir distanciándose del oficial, ya ha tenido un impacto muy fuerte en las expectativas de todos los empresarios comenzando, desde luego, con los vinculados con el negocio inmobiliario. El Rodrigazo se dio cuando el gobierno de Isabel finalmente llegó a la conclusión de que sería inútil procurar seguir un rumbo que era claramente insostenible y que por lo tanto sería necesario aplicar un remedio drástico, “sincerando” todo de golpe. Aunque puede argüirse que el responsable principal del desenlace calamitoso de la aventura voluntarista que había emprendido el peronismo después del regreso del general no fue Rodrigo sino José Ber Gelbard, el ministro del plan de “inflación cero”, a la luz de los resultados hubiera sido decididamente mejor un ajuste menos contundente. Sin embargo, resulta que desde hace muchos años todos los intentos de corregir poco a poco las distorsiones provocadas por gobiernos populistas han fracasado y no existen motivos para suponer que el de Cristina o su eventual sucesor resulten capaces de frenar la inflación desbocada de tal manera que muy pocos se sientan perjudicados por las medidas adoptadas. En tal caso, sería cuestión de optar entre un ajuste explícito que, con suerte, sería menos destructivo que el supuesto por el Rodrigazo y uno no reconocido que, como el que siguió al colapso de la convertibilidad, resultaría aún más brutal pero no sería atribuido a la malignidad de un ministro desalmado porque nadie entendería muy bien lo que se habría propuesto hacer.
Nunca es aconsejable mencionar la palabra “soga” en casa de un ahorcado. Tampoco lo es hablar de Rodrigazo en la Argentina cuando un gobierno peronista está en el poder, ya que si bien más de la mitad de la población actual del país nació después de aquel día de junio de 1975 en que el ministro de Economía, Celestino Rodrigo, ordenó un ajuste demoledor con la esperanza vana de que un baño de realismo resultaría beneficioso, las consecuencias catastróficas de aquel paquete de medidas devastadoras no han sido olvidadas. Por el contrario, el Rodrigazo sigue siendo un hito en la historia tumultuosa de la economía nacional. Fue de prever, pues, que la alusión del presidente de la Unión Industrial Argentina (UIA), José Ignacio de Mendiguren, al riesgo de que las paritarias que están por ponerse en marcha nos deparen un nuevo Rodrigazo motivaría oleadas de protestas. Los kirchneristas, que se sienten obligados a reivindicar “el modelo” económico de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, no tardaron en fustigarlo; economistas de ideas más o menos “ortodoxas” señalaron que, por fortuna, la situación en que se encuentra la economía nacional dista de ser tan mala como era en los años que precedieron al golpe militar y los sindicalistas, que suelen afirmarse convencidos de que los aumentos salariales no pueden incidir en la tasa de inflación, lo acusaron de estar en contra del pueblo trabajador. Puesto que, con muy pocas excepciones, los sindicalistas están reclamando aumentos superiores al 20% que el gobierno dice que sería más que suficiente, tienen forzosamente que minimizar el impacto inflacionario de lo que creen razonable, pero fue en buena medida de resultas de la voluntad férrea de sus homólogos de los años setenta del siglo pasado de defender el poder de compra de los asalariados que Rodrigo pudo convencer a la presidenta Isabel Perón de que, dadas las circunstancias, no había más alternativa que devaluar el peso en un 150% y tomar otras medidas igualmente fuertes. El peligro insinuado por De Mendiguren en palabras que, dice, fueron “sacadas de contexto”, no es meramente fantasioso. Por fortuna, las circunstancias actuales son distintas de las imperantes en la década favorita de los kirchneristas, pero es evidente que la economía oficial, la del Indec y de los discursos presidenciales, se ha alejado tanto de la real que, tarde o temprano, ésta se las arreglará para imponerse. Aunque el gobierno de Cristina jura que el año pasado los precios minoristas “sólo” aumentaron el 10,8%, hasta los sindicalistas más oficialistas saben que la cifra difundida por diputados opositores, el 25,6%, reflejó lo que efectivamente ocurrió y que, para más señas, la mayoría da por descontado que el índice pronto superará el 30% anual. Asimismo, la escalada del dólar blue, que parece destinado a seguir distanciándose del oficial, ya ha tenido un impacto muy fuerte en las expectativas de todos los empresarios comenzando, desde luego, con los vinculados con el negocio inmobiliario. El Rodrigazo se dio cuando el gobierno de Isabel finalmente llegó a la conclusión de que sería inútil procurar seguir un rumbo que era claramente insostenible y que por lo tanto sería necesario aplicar un remedio drástico, “sincerando” todo de golpe. Aunque puede argüirse que el responsable principal del desenlace calamitoso de la aventura voluntarista que había emprendido el peronismo después del regreso del general no fue Rodrigo sino José Ber Gelbard, el ministro del plan de “inflación cero”, a la luz de los resultados hubiera sido decididamente mejor un ajuste menos contundente. Sin embargo, resulta que desde hace muchos años todos los intentos de corregir poco a poco las distorsiones provocadas por gobiernos populistas han fracasado y no existen motivos para suponer que el de Cristina o su eventual sucesor resulten capaces de frenar la inflación desbocada de tal manera que muy pocos se sientan perjudicados por las medidas adoptadas. En tal caso, sería cuestión de optar entre un ajuste explícito que, con suerte, sería menos destructivo que el supuesto por el Rodrigazo y uno no reconocido que, como el que siguió al colapso de la convertibilidad, resultaría aún más brutal pero no sería atribuido a la malignidad de un ministro desalmado porque nadie entendería muy bien lo que se habría propuesto hacer.
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