“Elefante blanco”, el país que no miramos

Un viaje en primer plano al interior de una villa porteña.

Un impecable Ricardo Darín, como el padre Julián, es el eje de esta película que transcurre en Ciudad Oculta.

Ante el cine de Pablo Trapero uno no puede ser indiferente. Si lo que narran sus imágenes no produce emociones en el espectador, es que alguien se equivocó de película. Trapero denuncia pero no pontifica, muestra pero no cae en el morbo, toma parte pero no hace demagogia. Pero por sobre todas las cosas, filma con el pulso firme del director que sabe lo que quiere decir. Es capaz de mostrar la miseria y la sordidez de las favelas argentinas con imágenes y sonidos que nos transportan a ese mundo hostil. Nos invade la oscuridad de sus calles, los ritmos de cumbia y el barro que todo lo mancha. Sentimos los tiros que viajan en las motos y olemos la sangre derramada. “Elefante Blanco” es su última película, la sucesora de “Leonera” y “Carancho”. Los curas villeros, esa categoría que décadas atrás instaló para siempre en nuestro país el padre Carlos Mujica, es retomada por el director de “El Bonaerense” y “Mundo Grúa” para mostrar la actual realidad de los lugares en que trabajan. En las laberínticas callejuelas que recorre día y noche el Padre Julián (un Ricardo Darín impecable) se dejan escuchar los ruidos, las voces y las vivencias del barrio. Pero la acción se inicia lejos. El padre Nicolás (el francés Jeremie Renier) es rescatado de los confines del Amazonas luego de sobrevivir a una matanza por Julián. Lo lleva a Buenos Aires a trabajar con él en una parroquia, cerca del Elefante Blanco del título, un hospital que proyectó el socialista Alfredo Palacios en la década del 30 y que, cómo símbolo de la Argentina, aún permanece a medio terminar. Allí también trabaja Juliana (una Martina Gusmán que deja otra actuación visceral) asistente social del grupo del Padre Julián. Juntos luchan esa batalla que todos los días parece perdida pero que se niegan a abandonar. El problema principal que afrontan es el paco, esa droga basura que les rompe la cabeza a los jóvenes, que no suelta a los que quieren salir y que cada día se expande más y más por la villa. En medio de tiros y muertes tratan de construir un futuro para los vecinos. Tratan y chocan, una y otra vez. Contra los narcos, la inacción estatal, la burocracia eclesiástica. Siempre están a punto de caer derrotados, pero no aflojan. Para los curas, la fe es el único camino, la vía a la cual recurrir para afrontar una realidad que abruma, que brinda muy pocas satisfacciones. Y en el medio de todo, los padres Julián, Nicolás y la incansable Juliana. De pronto todo se acelera. La película nos lleva a un ritmo frenético con un registro casi documental. Es difícil no tomar postura. Trapero una vez más nos muestra que la realidad es dura, que hay un cine argentino que está lejos de las películas de Campanella. Y allí se ve la versatilidad de un actor como Ricardo Darín. La voz rasposa del Pity Álvarez abre y cierra una película que habla de la fe, de la lucha, de lo prohibido y de lo irreversible. La villa es un lugar al cual vemos sólo en los noticieros. Trapero nos lo muestra con lujo de detalles, para que veamos que hay gente que elige tratar de cambiar esa realidad. Y allí están sus personajes, algunos entrañables, otros desalmados. La noche cae, a lo lejos retumban los tiros, en una puerta abierta suena la voz inconfundible de Marcelo Tinelli.

Néstor Pérez ngperez2010@gmail.com


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