En El Cuy, el comisario tuvo quien le escriba

Martín Coria, cuatrero, segundo esposo de la bandolera Greenhill,

uando alguna vez se escriba la historia completa –y gigante– de los sucesos de El Cuy con los pormenores de la desaparición de los vendedores ambulantes sirio libaneses –ya constituyó gran aporte lo publicado por Elías Chucair-, más allá de las escandalosas repercusiones públicas y contemporáneas a los hechos, se verá cuánto más desprotegidos estaban los derechos humanos un siglo atrás. Incluida, claro, la brutalidad policial y sin desconocerle el mérito al comisario José María Torino por la investigación de aquellos crímenes. Aquellos atropellos, curiosamente, merecieron una condena «liviana».

El comisario Héctor Moffat apresó sin vacilaciones a Torino por orden del juez letrado cuando los encausados en Choele Choel denunciaron el horror padecido y hasta tres de ellos murieron (uno fue el primer denunciante) a causa de los apaleamientos, como lo dijeron los médicos certificadores de las dolencias de esos presos y luego lo corroboraron las autopsias practicadas). Torino fue condenado con varios de los policías que lo acompañaron, pero sólo parcialmente, ya que el juez letrado de Río Negro buscó un artilugio para que eludieran el cargo más pesado («lesiones graves») y tardíamente, sólo validó el «abuso de autoridad». El fallo llegó cuando los policías tenían más de cuatro años presos, según se verá oportunamente.

No caben dudas que hubo apoyo del gobernador -necesitado de un mérito acorde con los festejos del Centenario-, y el comisario investigador tuvo su esplendor a fines de 1909. Pero su áurea se revirtió al repercutir y divulgarse los «procedimientos» empleados para arrancar declaraciones.

Los documentos de la época –sumarios, sentencias, notas periodísticas, despachos de corresponsales- son muy claros. Pero pasó de todo. Por ejemplo: que mientras el caso estuvo en investigación y apresamiento de los acusados de los crímenes, hubo civiles en las partidas destinadas a atraparlos. Y para cuando en agosto de 1910 con presos en grave estado, el director de la cárcel de Choele Choel, temeroso de las posibles secuelas, aparecieron los buscadores de mérito contra los policías actuantes en El Cuy. Fue durante la primavera inminente, cuando tres de los inculpados ya habían muerto en la cárcel y, el comisario Torino y otros policías padecían el encierro como encausados por sus excesos.

 

Policías en pugna

Lo demuestra esta noticia, dentro de las muchas de titulares sobre el caso, publicada en La Prensa del miércoles 29 de setiembre del mismo año 10. «Río Negro – Los crímenes policiales de El Cuy. Bariloche, Setiembre 27. El comisario Marty por orden del juez letrado capturó a Gregorio Arriaga, ex cabo de policía de El Cuy, acusado de estar complicado con el comisario Torino en los bárbaros castigos aplicados a los presos. En breve será remitido conjuntamente con varios criminales a la cárcel de Viedma». (Arriaga, como se verá en otra nota, y según la sentencia, será, finalmente, y junto a s colega Juan Cardoso -de 22 años y originario de Patagones-, uno de los policías absueltos «aún cuando en ambos casos existen vehementes indicios de culpabilidad, pues aún cuando no es admisible que fueran más humanos que sus compañeros de causa y que no cumplieran las mismas órdenes que posiblemente se les dieron, no existe plena prueba del delito que se les imputa y corresponde en consecuencia su absolución, de acuerdo lo prescripto en el Art°. 10 del Código de Procedimientos en lo civil»).

El fallo, transcripto en otra causa (la del sobreseído, pero exonerado comisario Cristian E. Christiensen) se puede ver en el Archivo General de la Nación, expediente 8332 de 1915 – Ministerio del Interior y acople del de Río Negro N° 1744, letra S – año 1915 y condena a los policías José M. Torino, José Falcon, Francisco Andrés Caminao, José M. Troncoso y Agapito Lorca, los tres primeros domiciliados en Roca.

Pero cuando no existían aún las denuncias de los apresados que divulgaron poco más tarde los diarios nacionales, algunos «meritorios» acompañaron a los policías en su acción. Tal el caso de Martín Coria, un personaje de avería, no sólo por haber sido el segundo esposo de Elena Greenhill, la cuatrera patagónica, sino que antes de esa unión de conveniencia, había estado preso en Neuquén encausado por el juez Pardo, por dolosas actuaciones nada menos que como Juez Suplente de Catan Lil, y acusado por el juez titular Doroteo Plot, de lo cual hay más que abundante material documental que acopió quien esto escribe, y más aún de todas las causas que se le abrieron en los territorios de Neuquén, Río Negro y Chubut. Pero esa es otra historia.

Coria parece haber sido el único panegirista del comisario Torino –al menos poético–, según el rastreo evocativo del valioso escritor rionegrino Elías Chucair y en base a datos que oportunamente le brindó su informante Juan Amado Chuquer. En charla telefónica de días pasados, don Elías no sólo señaló «los cuatro años que Torino pasó preso» sino la ayuda de Coria.

Además, Chucair lo dice en su libro La Inglesa Bandolera. «Este Coria, 'un tipo de mucha pluma', como lo describía Chuquer, decían que era el autor de aquellas décimas dedicadas al Comisario Torino, y a los hechos relacionados con episodios de canibalismo ocurridos a principios del siglo en el paraje Lagunitas, unos sesenta kilómetros al norte de Los Menucos y donde las víctimas, de origen árabe, eran vendedores ambulantes provenientes de General Roca y Neuquén. En ese paraje caían en manos de indígenas chilenos radicaos allí y luego desaparecían por completo». Y aunque Coria no aparece entre los policías o «meritorios» atrapados por los abusos en El Cuy, y menos aún entre los condenados o los absueltos por el mismo caso, agrega Chucair que, «rastreando los pasos de Coria, también se sabe que integró con otros civiles la comisión policial encargada de esclarecer los hechos delictivos ocurrido en Lagunitas por indígenas de origen chileno. Por lo tanto, tuvo algún tipo de acercamiento con el comisario José María Torino, seguramente en busca de lograr algunas ventajas».

«Partidas sin regreso de árabes en la Patagonia» fue el libro de Chucair (Editorial de la Patagonia -1991, primera edición y hubo más) en «el que abarqué sólo el tema de los árabes desaparecidos», admitiendo que el tema completo es de gran volumen.

 

Un comisario abnegado

Antes de seguir alumbrando la documentación que permanece en los archivos –disponible a todo investigador, curioso o afectivamente allegado a los protagonistas del caso– conviene puntualizar ciertas reflexiones. Es cierto que los delitos, el bandolerismo y los crímenes abundaban en Patagonia lejana de la Buenos Aires del Centenario, cuando era visitada por las grandes figuras europeas para tanto festejo (la más agasajada: la Infanta de España, no tan infanta y más bien voluminosa). Justo cuando abundaban los meteoros calamitosos: miles de suicidios por el acercamiento de la cola del cometa Halley mientras París se inundaba por desborde del Sena.

Es cierto también que las policías –nada novedoso– estaban mal pagas y peor abastecidas (falta de caballadas y armamento actualizado). Es cierto que los planteles de jefes y subordinados eran insuficientes, las distancias enormes y las comisarías miserables.

Pero con esas falencias hubo policías probos, eficaces y reconocidos. No lo fue Gabriel Marty, el comisario de Bariloche que capturó a un colega complicado en los castigos policiales de El Cuy, que, aún protegido por el gobernador, fue echado un año después y hasta preso por sospecharlo cómplice de bandidos, como quedó ya narrado en estas páginas. En éstas también ya fue publicado el caso del honesto jefe policial -también de Bariloche- José Alanís, siempre agasajado por los pioneros del Nahuel Huapi e injustamente trasladado por decreto del presidente Manuel Quinta a pedido del gobernado Eugenio Tello y por maniobra del jefe policial Eduardo Comas para asentar en el paradisíaco destino al comisario Zenón H. Aguirre, enamorado del lago. Se intentó el pase a pesar del reclamo de 52 pioneros barilochenses entre los que estaban Capraro, Hagemann, Bruneta, Márquez y hasta el «administrador del pueblo» Humberto Giovanelli. Fue negado. Pero la insistencia de un segundo reclamo encabezado por el maestro Parsons tuvo éxito y el presidente anuló el pase en setiembre de 1905. (La señora Aldina del Moral, esposa de Alanís, integró la comisión pro templo de Bariloche, la primera capilla).

Es ese Alanís que vuelve a su puesto de Bariloche en 1911 –precisamente en reemplazo del comisario Marty– y prácticamente se inmola en el crudísimo invierno de ese año, en persecución de los bandidos. Las heladas afectaron su corazón. Al año siguiente sintió que no llegaría a viejo.

Para el 10 de enero de 1913, en Buenos Aires, el doctor Antonio D. Podestá certificó su afección aórtica. Necesitó licencias por salud no siempre otorgadas. Para el 4 de mayo de 1914, desde la cama 11 de la sala 14 del Hospital de Clínicas (hoy plaza frente a la Facultad de Medicina de la UBA) clamó al ministerio del Interior por más licencia. Aludía a la dolencia que adquirió en «los dos meses que anduve en la persecución de los bandoleros del Sud, los más fríos del año». El final fue evocado en estas páginas (edición del 8 de julio de 2001). Volvió a su pueblo –General Roca– donde había testado y murió el 4 de enero de 1915 a las cinco de la tarde de insuficiencia aórtica, como lo certificó el médico José Troncoso Domínguez. Todos sus bienes: un lote en el Pueblo Nuevo Roca (hipotecado en 2000 pesos) y otro en la Colonia Pastoril Nahuel Huapi. Magra cosecha laboral, incluyendo una acción de 100 pesos de la desaparecida tienda porteña Gath & Chavez.

No era el caso del comisario Torino, también con domicilio en Roca, pero del que convendría conocer su sobrevida tras una aliviada condena.

(Continuará)

FRANCISCO N. JUAREZ

fnjuarez@sion.com


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