ENTREVISTA A MARTIN BALZA, EX COMANDANTE EN JEFE DEL EJERCITO: «Los altos mandos no nos dieron ningún ejemplo»
Con una visión descarnada y sin ahorrar críticas, el teniente general (R) habla de su participación en la Guerra de Malvinas. En 1982 -entonces teniente coronel- comandó el Grupo de Artillería 3 que luchó hasta quedarse sin municiones. No deja de ponderar a sus soldados, de hablar de su familia, del miedo y del liderazgo ni de mostrar su vocación democrática.
¿Qué pasa por la mente de un hombre que ha sido preparado toda la vida para el combate y, de pronto, debe enfrentarlo con todas sus consecuencias?
Pensé que la preparación de mi vida militar sería puesta a prueba. Confiaba en el buen adiestramiento y la sinergia que habíamos logrado entre los oficiales, suboficiales y soldados de mi unidad. También pensé que el Reino Unido reaccionaría y nuestras Fuerzas Armadas tendrían serias limitaciones si se llegaba al enfrentamiento. Nunca olvidaré el entusiasmo y espíritu de cuerpo de mis soldados, que contrastaba con la indiferencia, trato distante y, peor aún, ausencia total de nuestros comandantes directos que no concurrían a despedirnos: los generales Omar Parada (comandante de la Brigada III) y Juan Carlos Trimarco (comandante del Cuerpo de Ejército II).
¿Cómo se maneja la posibilidad de tener que matar a un semejante? ¿Se toma conciencia o se actúa sin importar nada?
Toda guerra es una desgracia, una matanza inútil. Los valores espirituales se destruyen en un exceso de enardecimiento bélico. No se piensa en matar, se piensa en combatir para aniquilar el accionar del enemigo, quebrar su voluntad y capacidad de lucha. La muerte es una consecuencia lamentable de ello. En Malvinas se peleó sin odio y ambos bandos observaron las leyes y usos de la guerra.
Cuando comenzaron las acciones, ¿creía que podíamos vencer a ingleses?
No, absolutamente no. Las operaciones se realizarían en una zona insular y para intentar alguna posibilidad de triunfo era imprescindible tener el control del mar y la superioridad aérea. Los tenía el adversario. Muchos se entusiasmaron con el éxito de la operación Rosario, ante una insignificante guarnición británica. Cosa muy distinta era afrontar el ataque de una poderosa Fuerza de Tareas de la tercera potencia mundial, apoyada por los Estados Unidos. La Junta Militar y sus asesores militares y civiles nunca realizaron ningún análisis o apreciación seria, en el ámbito de las estrategias nacional y militar; evidenciaron voluntarismo e incompetencia.
¿En qué momento se dio cuenta de que eso era imposible?
Lo aprecié el mismo 2 de abril y a partir del 1º de mayo no tuve dudas. Las fuerzas británicas lograrían un aniquilamiento total mediante una batalla de cerco, tal cual se concretó. Durante la fase aeronaval (entre el 1 y 20 de mayo), los efectivos en tierra fuimos sometidos a un desgaste psicofísico en las húmedas y frías trincheras. Nuestra flota se automarginó del conflicto sin intentar disputar el espacio marítimo y la Fuerza Aérea y la Aviación Naval operaban desde 700 kilómetros de Malvinas. A pesar de algunos éxitos iniciales y excelente profesionalidad, sufrieron pérdidas irreparables. La fase terrestre se desarrolló entre el 21 de mayo y el 14 de junio. Los efectivos del Ejército y de un batallón de Infantería de Marina soportaron estoicamente el estrangulamiento terrestre que completó una maniobra conocida como de «aniquilamiento perfecto».
Ante la situación que describe, ¿qué rasgo debe mostrar un jefe para que, en medio de la batalla, los soldados que comanda sigan combatiendo a su lado sin flaquezas? ¿Es sólo una cuestión de liderazgo?
El mando sólo se legitima cuando el superior logra autoridad moral como consecuencia de su ascendiente y credibilidad. Es decir, de su capacidad de inspirar en sus subordinados la convicción de que puedan confiar en él. La credibilidad, confianza y lealtad deben ganarse, nunca exigirse. Frente a un problema
concreto, no existen reglas o fórmulas a las que un jefe, y más aún un líder, pueda atenerse. Sus subordinados sólo esperan que asuma la responsabilidad que le corresponde, mantenga el equilibrio y la serenidad en el combate. Nada hay superior a respetar, tratar con consideración y reconocer el valor de los subordinados. Tener presente que la mejor voz de mando es el ejemplo personal, que las palabras convencen pero los ejemplos arrastran. En Malvinas, los altos mandos de las Fuerzas Armadas no dieron ningún ejemplo para ser imitados, se limitaron al «decidámonos y vayan» y no al «vamos, pero conmigo a la cabeza».
¿De qué manera se maneja el miedo?
El miedo, como el valor, difícilmente puede apreciarse en plenitud en la oficina o en la vida diaria. Es una experiencia intransferible y es necesario estar expuesto al peligro, a la soledad del mando y del campo de combate, para evaluar esa virtud indispensable en el hombre de armas. ¿Sentí en el combate? Es probable que sí, como muchos otros, pero cada uno lo supera de diferentes formas. Al miedo hay que aceptarlo y no negarlo. Se lo combate enfrentándolo hasta poder reírnos de él como cuando en Malvinas recibíamos intenso fuego de la artillería inglesa. El miedo se manifestó en todas las jerarquías, pero nunca olvidaré el valor y la presencia de ánimo de los soldados para superarlo. Lo repudiable es ver a un superior falto de ánimo y valor; es decir, un cobarde que pretende ejercer el mando, cualquiera sea el nivel de que se trate. También los hubo en Malvinas.
En los momentos más duros, ¿se piensa en la familia? ¿Eso juega en contra?
En lo personal, aún hoy me reprocho no haber pensado más en mi fa
milia durante el combate. Dejé a mi esposa embarazada, con tres pequeños niños varones en Paso de los Libres, Corrientes. Diez días después de arribar a las islas, el 22 de abril nació nuestra hija, a quien recién conocí tres meses después. La responsabilidad de conducir mi grupo de artillería absorbía mi mente y todas mis fuerzas, era consciente de que decenas de hombres confiaban y dependían de mí. No obstante, mi arrepentimiento es tardío. Mi abnegada esposa y mis hijos merecían más que nadie mi recuerdo, aunque creo haberlos tenido en cuenta en mis oraciones.
¿Pensaban en que podían morir? ¿De qué manera se reacciona frente al camarada muerto? ¿Con sed de venganza?
En Malvinas vi muertos, pero no nos deteníamos a hablar de la muerte, nos guiaba la misión a cumplir. El que conduce hombres en el combate nunca debe permitir que el miedo a morir sea superior a su responsabilidad y honor. La venganza y el odio no son sentimientos que deban anidar en el soldado argentino. Así lo demostramos en todo momento.
Sabemos que su grupo de artillería combatió hasta el final, que lo hizo hasta el último cartucho, ¿cómo enfrentó la rendición?
La enfrentamos con dolor y tristeza, pero con gran dignidad. La fría mañana del 14 de junio de 1982 me abracé con mis subordinados. Vi en sus ojos no sólo la mirada firme y clara de leales litoraleños sino de quienes lo habían dado todo en una lucha desigual; me sentía orgulloso de haber mandado a hombres tan nobles. Conscientes de que la derrota era inevitable, no vacilamos en combatir hasta el final. Nuestro adversario confiaba en la victoria, pero no ahorró esfuerzos para obtenerla. Fue nuestro enemigo, pero con el más alto respeto.
¿Cómo se movilizaron en un terreno tan difícil para cambiar de posición sus cañones? ¿Cuál fue su peor enemigo? ¿El hambre, el frío?
La falta de profesionalismo de quienes concibieron la aventura de la guerra se manifestó en todo el ámbito de la logística. La carencia de medios indispensables fue la consecuencia de la imprevisión e improvisación que sufrieron las tropas en las islas. Mi unidad sólo dispuso de un pequeño camión de un cuarto de tonelada para mover 18 obuses de 105 milímetros de 1.200 kilos cada uno y dos cañones de 155 milímetros de 9.000 kilos cada uno. La fuerza de los brazos de mis hombres compensó la desidia de quienes pretendían conducir las operaciones desde el continente en confortables oficinas. Nuestro peor enemigo no fue el hambre ni el frío sino la incomprensión de algunos superiores que nunca se acercaron a nuestras posiciones de fuego en las largas vigilias nocturnas matizadas con el fuego naval inglés. Ni tampoco en los momentos de los duelos diurnos y nocturnos que manteníamos con la artillería enemiga. Mis soldados decían que, más que los proyectiles ingleses, los fastidiaba el general Parada, que en las calles de Puerto Argentino sancionaba por «pelo largo y barba». No fue nuestro comandante en el combate.
¿Los ingleses los trataban bien? ¿Le manifestaron algo por su manera de combatir?
Como prisioneros de guerra, los ingleses nos trataron correctamente. Fueron buenos soldados en el combate y respetaron a los vencidos. El 16 de junio al mediodía se acercaron a nuestra posición unos oficiales y soldados ingleses y grande fue nuestra sorpresa cuando nos dijeron: «Ustedes pelearon muy bien. Felicitaciones». Cuando uno de mis oficiales comentó que habíamos peleado por un «sentimiento», uno de los galeses le respondió que lo comprendió y que ellos pelearon por la Patria y por la reina y no por Margaret Thatcher. Agregó: «La guerra ha terminado ¿podemos ser amigos ahora?». Nos dimos un apretón de manos.
«Nunca más»
Más allá de errores y circunstancias negativas del conflicto, ¿qué rescata de su participación en Malvinas?
El haber comprendido que nunca más las Fuerzas Armadas deben alejarse de la función que les asignan las leyes de la Nación. Deben respetar irrestrictamente las instituciones de la República y estar subordinadas al poder civil. En el marco del Ejército, aprecié que era necesario un cambio de pautas culturales, que pusimos en ejecución en la década de los noventa. Entre los principales aspectos del cambio contemplé la profunda reforma del sistema educativo, el servicio militar voluntario, integrarnos con la sociedad, argentinizar la doctrina y la orgánica de la fuerza, descentralizar las unidades haciéndolas también pequeñas y ágiles, privilegiar la excelencia en los ascensos incrementando las exigencias (como el conocimiento de idiomas y títulos universitarios), integrarnos en el contexto internacional en las misiones de paz de las Naciones Unidas y con ejércitos de países vecinos.
¿Qué pasa por la mente de un hombre que ha sido preparado toda la vida para el combate y, de pronto, debe enfrentarlo con todas sus consecuencias?
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