“Cosas pequeñas como esas”: un cuento navideño lleno de dolor y esperanza

La nouvelle de la gran escritora irlandesa Claire Keegan fue publicada en 2021, pero es una excelente lectura para esta época del año. La historia real detrás de la ficción.

“Cosas pequeñas como esas”, de la irlandesa Claire Keegan, fue publicado por Eterna Cadencia a fines de 2021. Pero ahora que se acerca la navidad, es un buen momento para recordarlo. En primer lugar porque es una nouvelle navideña y porque mantiene esa creencia (o esa esperanza) de que en Navidad todo puede cambiar. En esta historia, definitivamente, algo muy profundo cambia.


Claire Keegan es una gran escritora que no publica muy seguido, pero que cuando lo hace nos deja tomados por esa historia durante un largo, largo tiempo. La materia favorita, la que se respira en toda su obra, es la pérdida. De esa sensación están hechas las historias que moldea Keegan. “La tensión aparece cuando uno siente miedo de perder algo. La buena ficción viene del miedo a perder: perdemos tiempo, un amante, la casa, incluso la dignidad. Finalmente todos sabemos que a la larga perdemos todo. Y cuando uno envejece lo entiende cada vez mejor”, explica ella. Este año se estrenó una película – “The quiet girl”- basada en otra de sus nouvelles, “Tres luces”.
Los personajes de “Cosas pequeñas como esas” no existen. Y sin embargo, lo más inquietante y conmovedor es que lo que cuenta forma parte de una de las páginas más oscuras de Irlanda: la de las Lavanderías de las Magdalenas.


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En New Ross, el pequeño pueblo rural de Irlanda donde transcurre la historia, el tiempo de la Navidad parece detenido. Sin embargo, para Bill Furlong, el protagonista del libro, algo comienza a agitarse en el paréntesis de esa época del año. Los árboles, las cornejas negras que se posan sobre el convento, el frío, y ese río oscuro como la cerveza negra, quizás traigan algún presagio.


Bill Furlong trabaja en un depósito de carbón. El hombre, casado y padre de cinco niñas, capea la profunda crisis económica de 1985 vendiendo antracita, turba, y leña para calefaccionar las humildes casas de su pueblo y el convento. Es un buen hombre que empieza a atravesar, además, su propia crisis de la mediana edad con muchas preguntas, no sólo sobre un pasado que tiene algunos blancos sin rellenar, sino sobre un presente que, a veces, le parece insulso.
La Navidad tiende un puente entre su pasado y su presente.


Es esa fecha, tan encantadora como melancólica, con sus pequeños rituales, la que lleva a Bill Furlong a navidades pasadas (sí, como el cuento de Dickens, ese en el que un fantasma le permite al protagonista ver su pasado, presente y futuro para poder convertirse en alguien mejor); es esa época del año la que lo transporta a momentos de su infancia en los que se tragó la amargura de ser hijo de una madre soltera en una sociedad que lo despreciaba por eso; de no saber quién era su padre; de desear y no tener.


Pero es esa fecha también, con ese viaje pendular entre el pasado y el presente, la que dejará la puerta abierta a la resolución del libro.
Claire Keegan es una minuciosa retratista de la Irlanda rural. Ella prefiere esos paisajes parcos, esos pueblos en los que cada gesto es evidente, en los que detalles no se diluyen entre la multitud. En New Ross, nadie dice nada, pero todos parecen saber qué ocurre tras los muros del convento. Y por temor, o costumbre, callan.


Keegan usa el paisaje y la naturaleza como algo mucho más contundente que un telón de fondo. Los árboles, el clima, los pájaros que abren cada capítulo son parte del relato, a veces como presagio, a veces como una temperatura o una oscuridad que va envolviendo todo. De a poco, Keegan no sólo va creando suspenso, sino que además va tensando la cuerda para que nosotros, los lectores, terminemos sintiendo eso que siente Bill Furgong en cada uno de los descubrimientos que lo pondrán ante la decisión más importante de su vida.


Hay tres escenas cruciales que muestran más de lo que dicen, y que sobre todo demuestran la enorme confianza que Keegan tiene en el lector y en su inteligencia. Una, es la del hombre de la hoz, un personaje sin rostro, casi una presencia fantasmal (otra vez, algo que remite al cuento de Dickens), que, premonitorio, le dice: “Este camino te va a llevar adonde quieras ir”. Otra, la escena fortuita de la entrega de carbón en el convento, donde Bill Furgong ve aquello que no debería haber visto y que le hace tomar una decisión crucial, y la tercera es la de la fallida visita a Ned, donde una extraña le dice algo que hace años esperaba oír.


“¿Cómo serían las cosas, se preguntó, si se dieran el tiempo de pensar y de hacer un alto? ¿Sus vidas serían diferentes o muy parecidas, o simplemente perderían el control sobre sí mismos?”, se pregunta Furlong en las primeras páginas. Una pregunta esencial, que anticipa el camino que elegirá.


Se trata de una nouvelle (demasiado corta para una novela, demasiado larga para un cuento). Pero es una suerte de esencia concentrada y sutil a la vez, una sucesión de pequeños movimientos (como el de Mrs. Wilson, la mujer que cuidó a Bill y a su joven madre) que hacen una enorme diferencia.
Cosas pequeñas como esas, que al final, le dan forma a una vida.


Qué eran las lavanderías de las Magdalenas




“Esta historia está dedicada a las mujeres y niños que padecieron en los hogares para madres e hijos y en las Lavanderías de la Magdalena de Irlanda”.
Esa es la dedicatoria del libro. Y eso que dice no es ficción. Esta es la parte real de la novela de Claire Keegan, y por eso, es tan conmovedora.


Los asilos de las Magdalenas crecieron de los movimientos de rescate en el Reino Unido e Irlanda durante el siglo XIX y tenían como principal objetivo “la rehabilitación de las mujeres que habían caído en la prostitución”. En Irlanda, las instituciones recibieron ese nombre en honor de Santa María Magdalena que, según la Biblia, se había arrepentido de sus pecados delante de Jesús.


El movimiento de las Magdalenas en Irlanda fue apropiado por la Iglesia Católica y las casas, que fueron abiertas inicialmente como refugios transitorios, se fueron convirtiendo en instituciones de largo plazo. Allí, iban a parar las jóvenes embarazadas que las familias querían ocultar, las niñas que no tenían adónde ir, y las mujeres con desequilibrios psicológicos. Pero no encontraban consuelo en ese lugar. Eran básicamente tratadas como esclavas, se les prohibía salir, y hacían trabajos forzados todo el día: lavaban la ropa de los hoteles, o de los particulares, y la plata que se recibía era utilizada por la Iglesia. Se cree también que los niños que nacían allí eran luego vendidos a familias que querían adoptar.


Aunque la historia de Bill Furgong es ficción, lo que plantea Claire Keegan en su novela, podría haber ocurrido. Nadie decía nada de esos asilos. Y de hecho, nadie dijo nada hasta 1993, cuando un hecho fortuito hizo que se conociera la siniestra verdad. La última lavandería cerró en Irlanda en 1996.
En 1993, mientras algunos trabajadores realizaban excavaciones en una sección de la antigua lavandería en el área norte de Dublín, descubrieron los cuerpos de 155 mujeres en una enorme tumba. Un tercio de estas mujeres habían sido enterradas sin certificado de defunción. Todavía no ha sido posible identificarlas a todas. También se encontraron restos de bebés.


Un informe de la Comisión de Investigación de Hogares para Madres y Niños detalló que 9.000 niños murieron en 18 de esos asilos distribuidos por toda Irlanda.


El gobierno de Irlanda pidió perdón a todas esa mujeres y niños, recién en 2013.


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