Había una vez una oligarquía

A raíz de la fuerte depresión que experimentó la economía mundial al comenzar los años '30, Inglaterra tal vez aprove- chando estas circunstancia para obtener mayores ventajas de los negocios que hacía en la Argentina anunció, luego de una cumbre realizada en Ottawa, que sólo compraría carnes a los países miembros del Commonwealth, en particular Australia y Canadá.

La noticia en Buenos Aires causó alarma y dividió las opiniones del gobierno del presidente Justo. Su ministro de Agricultura, Antonio de Tomaso, que se adjudicaba lógicamente las competencias para llevar adelante las negociaciones con Inglaterra, pensaba que dado el volumen de inversiones británicas en la Argentina y la calidad de nuestras carnes había motivos más que suficientes para no temer a la determinación de Ottawa. Tomaso, que provenía del socialismo independiente, no tuvo el respaldo del gobierno y fue desplazado en las primeras negociaciones por Malbrán, el embajador de Argentina en Londres, que contaba con el abierto apoyo de los sectores oligárquicos, dueños de las mejores tierras del país.

Este sector, nucleado en la emblemática Sociedad Rural Argentina y el Jockey Club, le hizo conocer al presidente Justo, en octubre de 1932, una propuesta que marcaría el antecedente del pacto firmado posteriormente entre nuestro país y el Reino Unido. Los grandes productores de carnes le solicitaban al gobierno que tratara con la máxima preferencia las importaciones británicas como único medio para garantizarse las enormes rentabilidades que habían conocido por décadas hasta la llegada de la crisis del '30 y que deparó, en el terreno político, la caída de Yrigoyen, el primer paso para avanzar hacia un esquema ruinoso para nuestro funcionamiento republicano.

En enero de 1933 el gobierno envió a Inglaterra una misión para negociar nuevos términos de intercambio comercial. La delegación estaba encabezada por el vicepresidente de la Nación, Julio A. Roca (hijo), más conocido como «Julito», el propio Malbrán, Guillermo Leguizamón, Raúl Prebisch, Miguel A. Cárcano, Aníbal Fernández Beyró y Carlos Brebbia. Inglaterra, para tal efecto, designó un comité encabezado por Walter Runciman. La prensa argentina anunció el viaje de la delegación argentina como una mera devolución de atenciones por la visita del príncipe de Gales a Buenos Aires en marzo de 1931, pero las razones, desde luego, eran otras.

La Cancillería argentina buscaba un acuerdo que mantuviera sin cambios la relación comercial por la venta de carne enfriada que se exportaba a Inglaterra, relegando a planos menores otros rubros de bienes exportables que conformaban el mercado de intercambio entre nuestro país y el Imperio Británico. La lógica de la misión estaba marcada por los intereses de los grandes ganaderos en particular de los invernadores que se dedicaban al comercio de carne enfriada que a costa del desangramiento de la economía argentina pretendían mantener la misma rentabilidad previa a la crisis del '30.

Uno de los miembros de la delegación argentina, que luego del derrocamiento de Perón tomaría las riendas del Ministerio de Economía, Raúl Prebisch, y vincularía a nuestro país al Fondo Monetario Internacional, no ocultó jamás que el objeto de la misión era mantener la cuota de carne enfriada antes que el volumen de las exportaciones. Incluso se mostró comprensivo con la determinación de Inglaterra de restringir sus importaciones de bienes argentinos. Es más, un funcionario del Foreign Office, de apellido Mason, señaló en el expediente donde quedaron consustanciadas las negociaciones lo siguiente: «El control de la cuota de carne es para los argentinos lo que para nosotros representa la satisfacción de nuestras necesidades en cuanto a asignación de divisas, esto es: una consideración con respecto a la cual están dispuestos a subordinar todos los otros puntos».

A medida que se fueron desenvolviendo las conversaciones, Inglaterra fue imponiendo el precio del tratado: desbloqueo y disponibilidad absoluta de las libras pertenecientes a empresas inglesas radicadas en Argen

tina y la disponibilidad de cambio a favor de estas empresas. Por otra parte, aquello que la misma Sociedad Rural había denunciado como un atropello a los intereses del sector, en referencia a los frigoríficos que controlaban el mercado de carnes con Inglaterra, comenzó a ser también un tema de discusión durante el tratado, al punto que la Argentina llegó a ceder las máximas ventajas para que el comercio de carnes enfriadas quedara en manos de frigoríficos extranjeros y de esta manera Inglaterra pudiera garantizarse la regularidad de precios y oferta en el mercado inglés.

Al conocerse esta pretensión en Buenos Aires, el ministro de Hacienda, Alberto Hueyo, no dudó en oponerse a una exigencia que «Julito» Roca estaba dispuesto a aceptar. Para Hueyo, si Argentina cedía en el terreno del control del tipo de cambio, una vez descongeladas las libras esterlinas pertenecientes, sobre todo, a las compañías ferroviarias inglesas, el país se vería obligado a endeudarse con el exterior para mantener el nivel adecuado de divisas. Hueyo también se oponía a conceder ventajas aduaneras a Inglaterra sin una contrapartida por parte de ese país para la colocación de exportaciones argentinas.

Finalmente, el 1º de mayo de 1933 se firmó el tratado Roca-Runciman por el cual Inglaterra se comprometía a continuar comprando carnes argentinas en tanto y en cuanto su precio fuera menor al de los demás proveedores mundiales. Como contrapartida, Argentina aceptó la liberación de barreras arancelarias para productos ingleses, al mismo tiempo que tomó el compromiso de no habilitar frigoríficos de capitales nacionales. Paralelamente se creó el Banco Central de la República Argentina, con competencias para emitir billetes y regular las tasas de interés bajo la conducción de un directorio con fuerte composición de funcionarios del Imperio Británico. No obstante todas estas concesiones, se le adjudicó también a Inglaterra el monopolio de los transportes de Buenos Aires.

El tratado Roca-Runciman causó vergüenza. Así lo advirtió Lisandro de la Torre al denunciar el acuerdo en el Senado y promover el debate que le costó la vida al senador electo por la provincia de Santa Fe, Enzo Bordabehere, que interpuso su cuerpo ante las balas de un sicario contratado para matar a Lisandro de la Torre en el mismo recinto de la cámara alta. En una de sus intervenciones, el senador Lisandro de la Torre dejó este registro: «El gobierno inglés le dice al gobierno argentino: 'No le permito que fomente la organización de compañías que le hagan competencia a los frigoríficos extranjeros'». En esas condiciones no podría decirse que la Argentina se hubiera convertido en un dominio británico, porque Inglaterra no se toma la libertad de imponer a los dominios británicos semejantes humillaciones. Los dominios británicos tiene cada uno su cuota de importación de carnes y la administran ellos. La Argentina es la que no podrá administrar su cuota. No sé si después de esto podremos seguir diciendo: «al gran pueblo argentino salud». Como respuesta, «Julito» Roca expresó con una fidelidad asombrosa a los intereses de la clase social que representó, uno de los párrafos más vergonzosos de nuestra historia. En uno de los banquetes ofrecidos por los ingleses a los negociadores argentinos, el príncipe de Gales se dirigió a sus interlocutores expresando lo siguiente: «Es exacto decir que el porvenir de la Nación Argentina depende de la carne. Ahora bien: el porvenir de la carne argentina depende quizás enteramente de los mercados del Reino Unido». Roca le contestó: «Argentina, por su interdependencia recíproca, es desde el punto de vista económico una parte integrante del Imperio Británico», tras lo cual otro miembro de la delegación, Leguizamón, remató: «La Argentina es una de las joyas más preciadas de la corona de su graciosa majestad». Inglaterra no dudó en conferirle el título de sir al catamarqueño que tuvo la osadía de expresar en tan pocas palabras la clave de nuestra desdicha. Las clases representadas en la comisión de las carnes lograron mantener los mismos beneficios que habían gozado en otras épocas, en detrimento del funcionamiento general de la economía y de nuestro desarrollo.

Había una vez una oligarquía. Es una palabra que tiene viejas resonancias y ha caído en desuso. Pero las palabras suelen cambiar más rápido de lo que sus variaciones continúan significando.

 

PEDRO PESATTI (*)

Especial para «Río Negro»

(*) Profesor en Letras y legislador electo de Río Negro.


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