Hijo de la soledad
por CLAUDIO ANDRADE
A propósito de «Flores rotas» de Jim Jarmusch
El hombre tenía el pelo blanco, ondulado como si fuera de alambre y estaba postrado en una silla de ruedas. Le habían cortado una pierna. Padecía la diabetes como un maldición y en unos meses moriría a consecuencia de ella. Tal y cual lo habían hecho mi abuelo y mi padre años antes.
Su rostro era indiscutiblemente una consecuencia de los genes de mi familia paterna. Era uno de los nuestros. Recuerdo su mirada de derrota. Su frágil presencia en una esquina de mi pueblo. Vestido con colores claros en una pequeña sociedad donde todos iban de azul y negro.
Me había dicho mi madre que era hijo de mi Tata, Arístides. Una historia de juventud que, por peleas y desencuentros con su pareja de entonces, terminó mal. El hombre, del cual desconozco incluso su apodo, nunca llevó el apellido de quien lo concibió.
Cada uno de nosotros tiene una mejor idea de quién es por el sólo hecho de guardar un pasado. A veces esas postales del niño o del joven que fuimos nos duelen. Nos hacen daño. Sin embargo, cumplen la función de ubicarnos en un mapa invisible. De otorgarnos un contexto.
La verdadera soledad radica en desconocer el pasado. A su vez, la soledad implica estar libre de las ataduras emocionales. Por eso se muestra tan atractiva y por eso mismo puede ser tan peligrosa. Puesto que nos permite andar livianos pero sin red.
Estaba solo mi abuelo la última vez que fuimos a visitarlo. Vivía en una casita de madera en un pueblo llamado Yungay (Chile). En realidad, miento. Tenía viviendo, con cierta intermitencia, a una chica con él. Beatriz, creo que era su nombre. Nos la presentó a mi padre y a mí como su hija. Un desliz. Una buena e inesperada noticia para su vejez, según explicó.
Durante una semana los tres varones nos dedicamos interminablemente a jugar a las cartas, a las damas y a los dados. Beatriz entraba y salía. A veces dormía allí, a veces no. Mi padre la miraba con extrañeza. Reticente. No era para menos, se encontraba en presencia de su hermana. Una cría.
Por otra parte, supongo que estábamos en Yungay haciéndole una especie de compañía a Mariano. Digo especie porque sospecho que se trataba de un ritual impulsado por una brecha insalvable que tenía mi padre con el suyo.
A fin de cuentas, Mariano, otrora cocinero de barco mercante, había transcurrido la mayor parte de su vida lejos de su esposa y sus hijos, en alta mar.
Mariano murió unos cinco años después en Valparaíso, la ciudad de sus amores, pobre y solo. Dos años más tarde fue el turno de mi padre, si bien él permanecía al cuidado de una familia sustituta en su invalidez. De mi madre hacía más de 20 años que se hallaba separado.
Para entonces, él era un extraño para mí.
Ahora viene a mi memoria una escena novelesca y que no me hubiera atrevido a inventar para un relato. Sobre su lecho de enfermo terminal dejé un puñado de dibujos hechos por unos nietos que no lo conocerían jamás. Alcanzó a verlos de reojo, a tocarlos con las puntas de los dedos.
En un acto reflejo de protección agarré con mis manos sanas los bellos monigotes con dedicatoria de mis críos. No quería que rodaran por el piso del hospital. Sin querer, los hice pedazos mientras lloraba.
CLAUDIO ANDRADE
candrade@rionegro.com.ar
Comentarios