ISI y subdesarrollo

Por Tomás Buch

Durante dos décadas, los años 1930 y '40, la industria argentina -algunas de cuyas ramas: cerveza, galletitas, botellas, databa antes de principios de siglo- creció velozmente porque la importación de los elementos manufacturados se vio interrumpida por la crisis mundial, los países desarrollados adoptaron políticas proteccionistas y la Argentina también. Sin embargo, este crecimiento, que reemplazaba productos importados por otros similares fabricados en el país, de allí la denominación «Industrialización por Sustitución de Importaciones» (ISI), tuvo pies de plomo porque sus bases seguían estando firmemente ancladas en las exportaciones del agro.

Los tradicionalistas agrarios hablaban de «industrias artificiales», ya que la tradición también estaba firmemente ligada al agro. Ninguna industria es plenamente autosuficiente, porque todas requieren cierto contenido de materiales intermedios o componentes importados. Con todo, el crecimiento industrial generó un gran número de puestos de trabajo en el sector. Esto produjo gran parte de las migraciones internas de los '40 -que formaron la base social del peronismo- y gran parte de la importación se trasladó de los bienes de consumo, a los bienes intermedios o de capital.

En una economía equilibrada, esa necesidad se compensa con la exportación de parte de los bienes producidos. En el caso argentino, sin embargo, la industria no estaba en condiciones de exportar ni de competir en el mercado con los productos importados, ni se lo había propuesto nunca. Era ineficiente, empleaba tecnologías obsoletas y producía resultados de calidad dudosa, y no hacía ningún esfuerzo por desarrollar tecnologías nuevas. Se trataba, pues, de una industria sumamente vulnerable y dependiente de las circunstancias internas y externas. La única rama de la economía que producía dinero para comprar los insumos necesarios era -y sigue siendo- el agro.

Durante el peronismo, buena parte de esa renta agraria fue trasladada a la industria, con lo cual -agravado por sequías reiteradas- decayó la producción del agro y el estrangulamiento externo consiguiente condujo a una grave crisis y finalmente -bastante antes de la caída del régimen en 1955- al colapso del modelo ISI propugnado por el peronismo.

En efecto, cuando al comienzo de los años '50 el gobierno negoció las inversiones directas de los EE. UU. en el área de la extracción petrolera, dio un gran viraje protoliberal y abandonó gran parte de las consignas autonomistas del peronismo «heroico» de la época del Primer Plan Quinquenal.

Siguió el desarrollismo, una política de industrialización por inversión extranjera directa (sobre todo de los Estados Unidos), que tampoco estuvo dirigida a crear una industria competitiva, sino que seguía mirando principalmente al mercado interno. Esa industria introvertida -matizada por el episodio moderadamente liberal de Krieger Vasena y el repunte nacionalista de comienzos de los '70- fue barrida por el comienzo de la apertura neoliberal de Martínez de Hoz y completada por el menemismo. Ahora, ya recuperados de la orgía extranjerizante, corremos el riesgo de repetir la política de la ISI.

El crecimiento del último año estuvo basado una vez más en la producción del agro (y en la exportación de recursos no renovables), que esta vez, en vez de vacas y trigo, produce soja y algunos productos agroindustriales.

La política de desindustrialización de los últimos treinta años nos ha dejado una industria destruida y obsoleta, pero con una gran capacidad ociosa; al lado de una agroindustria de alta tecnología pero de poca ocupación de mano de obra, aún existen empresas -muchas de ellas pertenecen al sector de aquellas que durante los años 1990 fueron vaciadas por sus dueños y luego reabiertas por sus trabajadores- que poseen instalaciones intactas que están siendo aprovechadas para dar toda la producción de la que son capaces. Algunas han logrado crecer y modernizarse además de crear nuevos puestos de trabajo, y merecen nuestro cálido aplauso y apoyo ante el desprecio del que se han hecho acreedores los «industriales» que se aprovecharon de la falsa bonanza de la convertibilidad para enriquecerse y llevar sus capitales al exterior.

Un exterior que, claro está, también cruje en sus fundamentos: hasta en Alemania está aumentando la desocupación y los economistas estadounidenses también se quejan de la desindustrialización del país, en favor de la exportación de las fábricas para aprovechar los bajos salarios donde los haya: por ejemplo China, Indonesia o Filipinas. Porque el móvil de todo el sistema es el lucro y no le interesa beneficiar a la humanidad ni mantener sus propias fuentes de trabajo. El relativo bienestar de los trabajadores europeos y estadounidenses es, por lo tanto, un estimable -pero ahora cada vez más amenazado- resultado secundario a la obtención de las máximas tasas de ganancia. Esto es una gran desgracia para casi todos, pero ya no se puede esconder el hecho bajo la alfombra. Dentro de un esquema global bastante desalentador aún podemos llegar a estar algo mejor de lo que estamos; pero cuidado: no debemos repetir los errores del pasado. El debate entre la libertad de empresa y el proteccionismo recorre cual hilo de plata toda nuestra historia, desde la época de la Colonia. Pero ese debate tiene mucho de ficticio e interesado: cuando se quiere proteger una industria ineficiente que se aprovecha políticamente de un mercado cautivo -tal como ocurrió en gran parte de nuestra historia económica de 1930 hasta 1976- sin establecer plazos ni condiciones de calidad, se genera un empresariado que lejos de reunir las condiciones de dinamismo que los liberales siempre le atribuyeron, tiende a achancharse, hacerse prebendario y dependiente totalmente del Estado. Cuando no se apodera directamente de éste y lo hace trabajar para su propia clase de empresarios parasitarios, como ocurrió más de una vez en nuestro país. Al margen de los numerosos actos de corrupción, el Estado siempre los ha protegido sin limitaciones, hasta el extremo de hacerse cargo de sus ineficientes operaciones con tal de preservar las fuentes de trabajo. Este fue el mecanismo que condujo a que el péndulo se invirtiera, y en vez de un capitalismo «razonable», se produjese la desnacionalización de casi toda nuestra industria económicamente viable y el vaciamiento de las empresas que no lo eran. Lo peor es que todo ello ocurrió con el aplauso de una población hábilmente manipulada desde el poder y los medios, y una capa media que también aprovechó en alguna medida la oleada de privatizaciones ruinosas y el endeudamiento irresponsable. Ahora, tenemos una capacidad muy limitada de creación de puestos de trabajo ocupando la capacidad productiva ociosa, y nuevamente hablamos de ISI, al abrigo de los bajos salarios. Pero, en ausencia de un verdadero programa de industrialización competitiva y de crecimiento tecnológico -y, por supuesto, de la ampliación del mercado a través del sinceramiento del Mercosur y el intento de construir un bloque aún más amplio-, este crecimiento tiene corto alcance. No es posible asociarse indiscriminadamente en condiciones de asimetría extrema, como sería el caso en el ALCA.

Es necesario invertir en desarrollo tecnológico y no en cualquier cosa: debemos construir una industria competitiva y de alto nivel. Si nos ponemos contentos porque los capitales golondrina retornan para beneficiarse con transacciones especulativas y no les ponemos límites, estamos siendo cómplices de que nuestro propio desvalijamiento continúe; si festejamos que una empresa extranjera invierta millones en un casino o en un supermercado, estamos totalmente equivocados porque lo hace para explotarnos. Si propulsamos las inversiones mineras, al abrigo de una ley monstruosa que entrega nuestros recursos a cambio de unos pocos puestos de trabajo de bajo nivel y un grave peligro de contaminación ambiental, seguimos entregando nuestro patrimonio por migajas; aun si nos alegran las inversiones industriales que aprovechan los bajos niveles de salarios, estaremos equivocados, pues nunca podremos competir en este rubro con China o Indonesia. Si celebramos el auge del turismo, nos equivocamos a medias: el turismo ha sido la principal fuente de ingresos de España, por ejemplo. Pero es una actividad de servicios, que sólo genera puestos de trabajo de bajo nivel de capacitación, y no contribuye al desarrollo del país como tal. ¿Sólo queremos ser el campo de juegos de los ricos extranjeros? España invirtió los beneficios producidos por el turismo en la construcción de una sociedad moderna, educada y productiva, que ha dejado atrás sus taras seculares que aún aquejan a sus ex colonias «liberadas» hace doscientos años.

Las inversiones que debemos favorecer son las que generan actividades de alto valor agregado y de nivel tecnológico correspondiente a los estándares internacionales. Con eso lograremos tal vez generar una industria competitiva, que nos independice relativamente de los avatares mundiales. Para esto es necesario cierto tipo de proteccionismo, pero no ilimitado, sino uno constreñido por severas limitaciones de tiempo y de calidad. Una de las herramientas de ese tipo de proteccionismo, en un Estado desvalido como el que nos han dejado las políticas neoliberales, es todavía el empleo inteligente del poder de compra de ese Estado, el que debe volver a ser un jugador importante en el tablero económico, aunque más como regulador que como empresario. Que el Estado dé preferencia a la producción argentina, pero no pagando sobreprecios por productos de inferior calidad, sino financiando desarrollos de productos de alto nivel agregado, que luego podrán ser producidos para otros mercados. A esto corresponde una verdadera política educativa: aún no se ve que estemos haciendo verdaderos esfuerzos para salir de la catástrofe educativa, que nos debería preocupar mucho más de lo que lo hace, ya que condiciona todo nuestro futuro; y generar también una política de ciencia y tecnología, que no sólo apunte hacia un crecimiento general del sector, como lo hacen en modesto modo las medidas ya tomadas por este gobierno, sino que le fije metas que vayan más allá de la excelencia académica autoimpuesta, mostrándole objetivos para que el sector pueda ser una verdadera ayuda en un desarrollo nacional menos deformado que el del pasado.


Durante dos décadas, los años 1930 y '40, la industria argentina -algunas de cuyas ramas: cerveza, galletitas, botellas, databa antes de principios de siglo- creció velozmente porque la importación de los elementos manufacturados se vio interrumpida por la crisis mundial, los países desarrollados adoptaron políticas proteccionistas y la Argentina también. Sin embargo, este crecimiento, que reemplazaba productos importados por otros similares fabricados en el país, de allí la denominación "Industrialización por Sustitución de Importaciones" (ISI), tuvo pies de plomo porque sus bases seguían estando firmemente ancladas en las exportaciones del agro.

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