La amputación

La semana en San Martín

Con frecuencia, los discursos políticamente correctos ponderan el valor del consenso, pero luego se hace poco por él. La sociedad crispada de estos días está más atravesada por los disensos. La política se judicializa, porque es incapaz de resolver los conflictos, y los fallos de la justicia se politizan, por apartarse del pulso social.

Esta discrepancia de raíz se evidenció en San Martín de los Andes, con el fallo que impuso tres años de prisión en suspenso y dejó libre al abusador sexual en ocasión de robo de una niña de 9 años.

Reacción: repulsa generalizada, piedras contra los tribunales, jueces con custodia policial y una declaración unánime del Deliberante, que advierte la “disgregación” entre el Poder Judicial y la realidad del ciudadano.

Un abogado del foro, consternado, dijo: la gente es rehén de un poder judicial que está en pugna con los “abolicionistas”. Quizá acierte el doctor, pero a sabiendas de que abolir la pena es hoy indigerible para la sociedad, sería más correcto identificar la puja con una corriente “minimalista”.

Haciendo una simplificación absurda pero necesaria para este espacio, los abolicionistas vendrían a ser aquellos que entienden que el derecho penal ya no da soluciones, si es que alguna vez las dio.

Interpretan que las penas no disuaden al delincuente; que las cárceles no los reforman; que el castigo en monopolio del estado es un modo disciplinador para mantener la desigualdad; que quien delinque no lo hace solo sino con una sociedad corresponsable, que lo empuja a la conducta disvaliosa.

La educación, la tolerancia, la humanización serían desde esta mirada el camino más justo. Es un razonamiento atractivo porque se funda en una utopía muy deseable.

Pero abolir el derecho penal es demencial en este estado de cosas. Lo es porque para el común de las personas la justicia se percibe como resguardo del contrato social clásico, que necesita traer al redil a la oveja descarriada.

Dicho de otro modo: el que se aparta del contrato lo rompe y debe pagar el daño y volver a aceptar la regla, ya sea con el castigo o la resocialización, que desde esta perspectiva clásica suelen ser la misma cosa.

Este argumento también es atractivo, por simple y protector. Pero las cosas no son tan negras ni tan blancas. Entonces, para muchos actores judiciales la respuesta es una diagonal, que no exime de la pena pero la minimiza tanto como se pueda. Este es el “minimalismo”.

Para los otros, en la acera de enfrente, la respuesta es llevar el castigo hasta su límite doctrinario, pero siempre dentro de la garantía constitucional. Por eso resulta tan incomprensible para el profano que ambos extremos estén dentro del mismo código: en el caso del joven abusador había un rango de uno a diez años de pena para la suma combinada de los dos delitos.

El primer problema es que a la sociedad en general le importa un pito este debate. El segundo es que la disputa no se termina nunca de decantar, y la sensación es de una grave insatisfacción permanente, sobre todo entre las víctimas cuando prima la corriente minimalista.

En antiguos tiempos de la organización social, la privación de la libertad no era un castigo usual ni grave. Existían el destierro, la amputación de un miembro, la lapidación a muerte. Aún hoy estos dramáticos “remedios” se aplican en ciertos países integristas o incluso en estados occidentales, donde persiste la inyección letal

Estas formas son aborrecibles pero a su modo no son ajenas a la Argentina del presente, de una manera menos cruenta aunque drástica…

El padre y la madre de la niña abusada han tenido hasta aquí una mesura y altura envidiables, pero la reacción -entendible- al conocer la blandura de la sentencia, fue pedir al poder político que declare al victimario “persona no grata”, y solicitar a los vecinos que lo repudien.

Esa medida es socialmente equivalente a la amputación infamante de una mano, que buscaba marcar al ladrón en la aldea. No en vano en Argentina se escuchan frecuentes apelaciones a la “condena social”, o se asiste a la quema de la casa de los delincuentes ante el sabor a nada de ciertos fallos judiciales. Estos excesos irracionales asombran cada vez menos. Y eso es lo peor.

El debate de juristas sobre los nuevos paradigmas del derecho penal puede ser muy rico, pero de momento nos está desquiciando a todos.

Fernando Bravo

rionegro@smandes.com.ar


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