La bomba demográfica ha sido desactivada


El profiláctico más eficaz ha sido la educación de las mujeres; al aprender a pensar en lo que podrían hacer en la vida son más propensas a postergar la maternidad o limitarla.


Por primera vez en la historia de nuestra especie, estamos en condiciones de controlar la natalidad. Gracias a una panoplia de métodos contraceptivos, leyes de aborto más flexibles y, sobre todo, el desmoronamiento del “patriarcado” en que el destino de la mujer era servir al hombre, en todos los países, salvo, por ahora, los más pobres de África, la tasa de nacimiento ha caído como una piedra.

Se pronostica que, sin inmigración en escala masiva desde lugares más prolíficos que, desde luego, son de cultura radicalmente distinta, algunos países, entre ellos China, el Japón, Corea del Sur, Italia y España, llegarán al próximo siglo con la mitad, o menos, de la población actual.

De acuerdo con una investigación apoyada por el Banco Mundial, para entonces la Argentina, que hoy cuenta con aproximadamente 45 millones de habitantes, tendría casi 60 millones, de los que una proporción sustancial serían ancianos, lo que no parece tan malo aunque, huelga decirlo, es posible que aquí también un brote de esterilidad colectiva cambie las perspectivas por completo.

Hace apenas medio siglo, los preocupados por lo que el norteamericano Paul Ehrlich llamaba la bomba demográfica advertían que los humanos proliferábamos a un ritmo tan frenético que pronto agotaríamos todos los recursos disponibles.

Para ahorrar a nuestros descendientes el futuro trágico que se auguraba, diversas organizaciones internacionales declararon la guerra contra la natalidad. Si bien parecería que la ganaran, sería un error atribuir a sus esfuerzos, lo que, para desconcierto de muchos, sucedería, ya que la resistencia a reproducirse al ritmo tradicional no se debe a la propaganda o a campañas, a veces violentas, como la del “hijo único”, que fue adoptada por la dictadura china, sino al desarrollo tal y como lo conciben las elites mundiales.

En todas partes el profiláctico más eficaz ha sido la educación de las mujeres; al aprender lo suficiente como para pensar en lo que podrían hacer en la vida son más propensas a postergar la maternidad o limitarse a criar un solo niño o dos. Lo entienden muy bien aquellos islamistas que, como los talibanes, están resueltos a impedir que las niñas vayan a la escuela local donde podrían verse alentadas a rebelarse contra la tutela de sus familiares varones.

Para los convencidos de que el planeta sería mejor sin la presencia de humanos, animales que ensucian el medio ambiente, contribuyen al calentamiento global quemando carbón y engordando vacas, llenan los mares de detritus plásticos que molestan a los peces y cometen una multitud de otros pecados ecológicos, la caída abrupta de la tasa de natalidad ha de ser motivo de celebración. Sin embargo, a menos que la tendencia se revierta -algo que a esta altura se considera muy poco probable-, nuestros nietos o bisnietos heredarán un mundo parecido al imaginado por un productor de películas apocalípticas hollywoodenses.

La implosión demográfica está provocando el colapso de los sistemas previsionales que los países ricos crearon en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial cuando había muchos más “activos” que “pasivos”.

Para funcionar, necesitan dinero aportado por quienes trabajan, pero éstos son cada vez menos y propenden a creerse víctimas de una estafa gigantesca perpetrada por sus mayores.

Dicho sentimiento se ha intensificado últimamente a causa de una pandemia que afecta principalmente a los ancianos pero que se combate con medidas que perjudican muchísimo a quienes aún son estudiantes o están iniciando una carrera laboral.

No solo es cuestión de los problemas angustiantes de un mundo con un superávit de jubilados que a menudo necesitan servicios médicos costosos y un déficit creciente de jóvenes.

Dentro de tres o cuatro generaciones, pueblos enteros, como el japonés, el italiano, el griego y el español, seguidos por el alemán, el ruso y el coreano, podrían compartir -si tienen suerte-, el destino de aquellas tribus de amerindios que sobreviven en reservas especiales. Es más: hay alarmistas que, en base a cálculos matemáticos, hablan de la extinción voluntaria del género humano.

Puede que exageren, pero no es del todo absurdo pensar que sociedades en que se da prioridad al derecho de cada uno a subordinar casi todo a sus intereses personales están programadas para la autodestrucción.

Antes bien, es racional suponer que, a la larga, comunidades que se rigen por normas que son mucho menos permisivas que las que están de moda en los países considerados avanzados podrán enfrentar el futuro con mayor optimismo que las actualmente dominantes. Para los comprometidos con la libertad del individuo se trata de una alternativa que es sumamente desagradable.


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