La corrupción pervierte la democracia en la región

Mirando al sur

Como el proceso Mani Pulite de la Italia de los 90, la operación Lava Jato, que tiene en vilo a Brasil y, por sus derivaciones, a toda la región (Argentina incluida), pone ante nuestros ojos el verdadero rostro de la corrupción política y plantea interrogantes inquietantes sobre las limitaciones de nuestras democracias.

Ambos procesos nos enseñan que la corrupción no es, en los países que la sufren a gran escala, una sucesión de hechos más o menos frecuentes pero inconexos, sino un fenómeno estructural. De la mano de esto, que su objetivo prioritario no es solamente alimentar cuentas secretas de dirigentes que abusan de sus posiciones de poder sino un método de financiación en negro de campañas electorales y gestiones de gobierno.

Se constituye, así, en un factor que media de manera perversa entre la voluntad popular, expresada en el voto, y las decisiones oficiales. El estrago que representa no se limita entonces al desvío de fondos públicos, al encarecimiento de la obra pública y las compras gubernamentales ni al consiguiente incremento artificial e innecesario de la presión tributaria que soportan la sociedad y el sistema económico. El peor, probablemente, es la interferencia que poderes fácticos, con capacidad monetaria para torcer voluntades, establecen en el cumplimiento de las promesas que se hacen en las campañas.

Ese poder es tan avasallante y forma parte del ambiente en un grado tal que habitualmente nos resulta invisible.

Sólo eso explica que la violación de los contratos electorales por gobernantes de todas las ideologías sea algo tan habitual y que, a la vez, cada vez que se produce nos parezca más una anomalía que un resultado inevitable de un estado de cosas.

Tan asentado está el sentido común que tiende a invisibilizar la corrupción, y Brasil, el caso más relevante de esclarecimiento en la actualidad, debió realizar varias ofensivas judiciales para que el fenómeno resulte plenamente comprensible.

Lo que en administraciones anteriores parecía una sucesión de hechos aislados, como dijimos, supuestamente dependientes de la catadura moral de los gobernantes de turno, en la primera gestión de Luiz Inácio Lula da Silva emergió por primera vez como un problema sistémico. En efecto, el llamado Mensalão consistió ni más ni menos que en la compra, pagos mensuales mediante a legisladores de numerosos partidos de todas las tendencias, de una mayoría parlamentaria que las urnas no le habían dado al Partido de los Trabajadores.

Pero el Mensalão reveló más lo que ocurría con la distribución del dinero negro que con su origen. Fue necesario esperar al Petrolão de los últimos años para que el otro extremo de la corrupción emergiera con claridad.

De acuerdo con las investigaciones, el Estado brasileño fue víctima de un verdadero proceso de saqueo, que dejó contra las cuerdas a una de las compañías petroleras más importantes del mundo emergente, Petrobras, a través de la sobrefacturación de sus proyectos en beneficio de compañías privadas que basaron durante décadas su prosperidad en esquemas espurios.

Las mayores empresas contratistas estaban cartelizadas; Odebrecht puede ser la más emblemática de la trama pero no fue la única. Mientras, el grueso del sistema político se beneficiaba con dinero que, en realidad, no provenía de aquellas sino de contribuyentes y otras compañías castigados con una presión impositiva más digna de un país del primer mundo que de uno con servicios públicos precarios como Brasil.

Muchos dirigentes se enriquecieron personalmente con esas corruptelas, pero el grueso de la plata negra alimentó las “cajas dos” de decenas de partidos. Por un lado, para costear campañas visiblemente más caras que lo que se declaraba. Por el otro, ya fuera de los ciclos electorales, para “financiar la política”. ¿Pero qué quiere decir “financiar la política”? La compra de voluntades en el Congreso, como vimos. Pero, además, la capacidad de montar operaciones, de preparar carpetazos, de pagar silencios y palabras, de “acercar” a periodistas, de montar campañas de inteligencia. Nada parecido a ninguna pretendida democratización del poder.

Cuando Brasil creía que el Petrolão ya había exhibido todas las miserias de buena parte de su élite empresarial y política, otro escándalo tan voluminoso como aquel quedó a la vista con la delación premiada de uno de los dueños del gigante de las carnes procesadas JBS, Joesley Batista, el hombre que tuvo la audacia de grabar a Michel Temer en su residencia oficial.

Esa compañía “financió” por lo menos durante quince años a más de 1.800 políticos de 28 partidos. La corrupción no sólo es cosa de contratos y obras públicas, también toma la forma de compra de exenciones impositivas y ventajas a medida.

Como empresa multinacional, Odebrecht (aunque no sólo ella, recordemos) compró voluntades en al menos una decena de países de América Latina. Algunos avanzaron con velocidad en el esclarecimiento de esas redes, mientras que otros, como la Argentina, aún caminan en redondo y a paso de tortuga. Un mundo de revelaciones se desplegará sólo si la sociedad exige saber la verdad de modo militante.

La corrupción política es, ni más ni menos, un cáncer para la democracia. Ningún proyecto político que se precie de popular puede erigirse sobre la base de la imposición clandestina de un poder que mete la cola cuando los votantes terminan de celebrar o de lamentar el resultado de una elección.

La operación Lava Jato, que tiene en vilo a Brasil y a toda la región (Argentina incluida), demostró que el flagelo es estructural, un método de financiación en negro de campañas electorales .

Ningún proyecto político popular puede erigirse sobre la imposición clandestina de un poder que mete la cola cuando los votantes terminan de celebrar o lamentar el resultado de las urnas.

Datos

La operación Lava Jato, que tiene en vilo a Brasil y a toda la región (Argentina incluida), demostró que el flagelo es estructural, un método de financiación en negro de campañas electorales .
Ningún proyecto político popular puede erigirse sobre la imposición clandestina de un poder que mete la cola cuando los votantes terminan de celebrar o lamentar el resultado de las urnas.

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