La era de la «radioponía»

Por Rolando Juan de Dios Russo

Por Rolando Juan de Dios Russo

Mi primer acercamiento romántico a un micrófono fue a mediados de 1949, época en que para hacer radio se debía pagar derecho de espera. Una tía (siempre hay una tía) tuvo la dislatada ocurrencia de proponerles a mis padres que me enviaran a la Pandilla Marylin, radio-escuela de formación artística para chicos. «El nene canta, recita, baila, tiene condiciones», les dijo. ¡Y me mandaron nomás!

Tres meses de espera para decir mi primer «bocadillo», porque ésa era la escuela de entonces. Los primeros días, escuchar, observar y callar. Hasta que, ¡al fin!, las primeras palabras. «Buen día», «buenas noches», «la mesa está servida!». Esta «escuela» era tanto para chicos (mi caso) como para mayores. Eramos «meritorios».

Los locutores e informativistas debían practicar en las salas de ensayo horas y horas, días y días, hasta leer sin furcios y sin titubeos. Porque entonces había que saber leer en serio, respetando puntos y comas, «porque para eso están», nos decían los más viejos. Nada se improvisaba… todo era leído, y los textos 48 horas antes pasaban por la Asesoría Literaria para que se controlara que lo escrito estuviera «como Cervantes mandara». Y se trabajaba de pie, no se concebía hacerlo sentado.

Las radios contaban con un director artístico (¿?)… Era la época de oro de la mejor radio del mundo, así reconocida ecuménicamente.

Seguramente alguien dirá «qué antigualla». Asesoría literaria, ¿para qué? Inspectores de salida al aire… ¿servirá? Trabajar de pie… ¿qué es eso? ¿Leer todo?, ¡qué antinatural! Y es cierto, para nuestro concepto es una antigüedad (en los países desarrollados del mundo se siguen practicando esas antigüedades). Para nosotros ya nada de eso sirve, o solamente sirve para el recuerdo, para la anécdota, o para el museo.

Es por esto que en nuestro país, donde todo lo sabemos, «porque las sabemos todas», donde para nosotros nada es imposible, estamos transitando la era de la «radioponía». Porque seguramente cuando dentro de 50 años alguien escriba sobre la radio actual, dirá: la gente se hacía una pregunta para «zafar» de la situación… «¿Me pongo un quiosco, o me pongo una radio?». ¡Y se ponía una radio!

El Comfer, ese gran responsable

El advenimiento pasivo de tantas emisoras FM a nuestro país puede deberse a diferentes causas, pero el permitirlas, a sólo una: la «pasividad» o «complicidad» del Comfer.

La ley de Radiodifusión vigente dice muy claramente que toda AM debe tener su FM como prestataria de un mejor servicio en calidad de sonido para apreciar la música en su total dimensión. Y nada más. No existe la independencia de las FM como emisoras. Sin embargo, hay… ¡y cuántas!

Uno de los factores: el bajo costo para instalarlas, entre 15.000 y 25.000 pesos aproximadamente, a diferencia de una AM, que supera holgadamente los 300.000 pesos o un poco más.

Otro: el monto a abonar al Comfer para solicitar el permiso de radiodifusión es de entre 2.500 y 40.000 pesos (según la potencia). Si multiplicamos estos valores por las miles de FM que hay en el país, podemos apreciar que es un gran negocio para el Comfer, montos que se van sumando mes a mes por el pago del 2% de arancel a la facturación publicitaria («oro vale aquello que oro trae», decía un personaje de Bertolt Brecht en la obra «Galileo Galilei»).

Otro: seguramente, pensando que es fuente de trabajo para un grupo importante de personas, el Comfer otorga graciosamente habilitaciones a titulares de emisoras con la sola presentación del documento de identidad, no tener cuentas con la Justicia y un monto equis en la cuenta bancaria, sin necesidad de demostrar idoneidad o experiencia alguna para cumplir con los preceptos mínimos que debería poseer el titular de una emisora radial, y el concepto de que una radio no es un quiosco (no es un comercio, en definitiva).

Otro: la puesta en marcha de estas «radios económicas» permitió a una parte de la dirigencia política tener su emisora local o propia dentro de su comuna (intendentes, concejales, gobernadores), que por un precio módico tienen autodifusión al instante.

Mientras todo esto ocurre, la nueva ley de Radiodifusión duerme en los cajones del Congreso Nacional. Claro, ¡nadie legisla en contra de sí mismo!

De aquí en más, ¿qué?

Si pensamos con criterio mercantilista o populista que una radio o un quisco están o pueden estar en un mismo nivel comercial, es aceptable, pero si analizamos seriamente que la radio es un medio de difusión masivo y abierto, con la fuerza de penetración hogareña que posee, que es lo suficientemente importante y «delicado» o «peligroso» su uso por el bien o el mal que puede causar a una sociedad, y seguimos permitiendo su uso irracional, entonces es preocupante. ¿Lo analizarán así los funcionarios del Comfer? ¿Lo tendrían en cuenta las autoridades relacionadas con la comunicación en general? ¿Lo pensará el que instala su radio para salvar una situación económica? Todo hace pensar que no.

Este dislate de nuestro tiempo (y de nuestro país) nos lleva a un desbarranque impensable en lo cultural y lo social. Se ha desregulado el negocio de la radiodifusión de tal manera, que pasamos abruptamente de la sartén al fuego. De lo que antes era una actividad hermética e infranqueable, hoy se pasó a la permisividad liviana, total e irresponsable. Esto llevó a la distorsión del «negocio radial» en dos aspectos: el comercial, porque la economía está pauperizada, y el comercio empobrecido no puede «aportar» lo suficiente para solventar una campaña publicitaria más o menos importante (se podría asegurar que el mercado cayó en un 70%-75%), y el profesional, porque se ha desjerarquizado totalmente, debido a la facilidad de la oferta de ponerse frente a un micrófono para decir a quien le guste «lo que se le cante». Quien quiera oír que oiga, o que cambie el dial, parece ser la propuesta.

Conclusión

Como es muy probable que los distintos proyectos de la nueva ley de Radiodifusión sigan acumulando telarañas en el Congreso Nacional, se hace necesario reclamar a las autoridades un manejo más serio de lo que a radiodifusión se refiere. No hablamos por supuesto ni de censura, ni de represión, ni de coartar la libertad de expresión. Pero sí decimos «no a la censura… sí a la hermosura de lo estético. No a la represión… sí a la buena expresión. No a la improvisación… sí a las propuestas elaboradas, que significa respeto al oyente».

Alguien puede pensar, creer u opinar que hay que dar libertad y mantener la desregulación en el mercado de la radiodifusión y que sea la gente (el oyente) quien lo regule. No es así. La gente no tiene la posibilidad de hacerlo, porque la gente no sabe. La gente no conoce y no tiene por qué saber los códigos que se manejan en la radiotelefonía. La gente se forma con los «modelos» que les enviamos diariamente a través del aire, con lo que hacemos y decimos (bien o mal). Si los locutores decimos «vamos a una pausa comercial» y se escuchan los avisos, la gente cree que es correcto. Si escucha un aviso que dice «los mejores equipos de «audio» cómprelos en Casa Lupinez» la gente cree que está bien (¿alguien vio alguna vez un microcomponente con orejas?). Si el oyente escucha «vamos a una pausa musical» y escucha música, la gente cree que es así. (Pausa significa detención). Si vamos a una «pausa musical» no debería escucharse música.

El manejo del lenguaje, sobre todo en la era en que nada se lee, debe ser prioritario para un locutor. Pero está demostrado que no es así y además que a nadie le interesa o le interesa muy poco salvar esta situación, que se contrapone al más elemental sistema educativo formal.

Ahora bien, si en esta nueva corriente de hacer radio «a la improvisada», donde se accede con absoluta facilidad a un micrófono, donde se es locutor, operador, productor o dueño de una radio de un día para el otro, llegamos a la conclusión de que se ha elevado el nivel de comunicación y jerarquizado la profesión, nos ponemos de pie (a la antigua) y aplaudimos esta modalidad. La realidad nos demuestra todo lo contrario.

En definitiva, la poca seriedad y falta de preocupación de las autoridades permitirán que esta triste realidad de la radiotelefonía actual continúe debarrancándose hasta niveles tan profundos, que se harán cada vez más difíciles de elevar.

Como se dice hoy en día, se está nivelando para abajo. Poner al menos un poco de orden a todo esto, para bien de la salud cultural y espiritual de los oyentes, es lo que pretendemos los que sentimos por la radio una pasión sin límites.


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