La historia del baile social en la Argentina del siglo XX

Sergio Pujol se define como un historiador cultural. Profesor en la Universidad de Periodismo de La Plata y melómano, es un estudioso de la música popular. En su último ensayo "Historia del baile. De la milonga a la disco" (editorial Emecé) construye magistralmente la práctica de los bailes sociales en la Argentina. El baile -afirma- no es sólo una práctica lúdica, remite a un contexto social y desnuda la manera en que una sociedad funciona, cuáles son sus valores, sus expectativas, sus deseos, sus prejuicios. La riqueza del libro consiste en que logra mostrar cómo los cambios sociales se expresan, también, en y con el cuerpo. El baile, afirma Pujol, puede entenderse como un lugar de resistencia.

– ¿Qué te ha revelado el estudio del baile de esta sociedad ?

– Es una pregunta difícil. Lo primero que descubrí, que parece un chiste pero no lo es, es que no es cierto que los brasileños son los únicos dueños de la alegría. Esa idea de que sólo podemos valorar las expresiones corporales de aquellos países que han tenido una fuerte presencia afroamericana, hay una idea instalada sobre todo dentro de los argentinos que son tristes, grises, que no bailan, que no se expresan, que son pudorosos. La Argentina en algunos aspectos es una sociedad reprimida y pudorosa y en otros aspectos no; en Argentina hay gente que siempre quiso bailar. El tema del baile no es un tema menor en la Argentina, pero tampoco es un tema que ocupe un lugar central en la sociedad. Yo no pretendo vender esta historia del baile como la gran historia nacional, de ninguna manera. Pero sí me parece que el baile es una fuente de conocimiento de cuáles fueron las formas de relación, de enlace entre un hombre y una mujer a lo largo del siglo XX; de qué manera las tensiones sociales y culturales en Argentina se pueden ver reflejadas en el baile; de qué manera bailar siempre es estar en contacto con un determinado grupo de pares. Uno no baila con cualquiera, uno baila con los vecinos, con los de su misma edad, con los que gustan de la misma música, con quienes se siente esa sensación de grupo o de colectividad a través del baile. El baile es, en ese sentido, un elemento o una marca de identidad muy fuerte.

En una época en que las identidades están cuestionadas, están en crisis, el baile conserva eso de «dime con quien bailas y te diré no solamente quién eres -que eso es un poco presuntuoso por parte del analista- sino también dime con quién bailas y cómo bailas y te diré: a qué sector social perteneces, cuáles son tus expectativas, cómo te relacionas con los demás… el baile es muy rico en ese sentido.

– ¿Existen hoy grandes distancias sociales entre los distintos bailes como ocurría a principios de siglo en la Argentina? ¿Qué continuidades y qué rupturas encontrás en el ritual del baile en el pasado y en el presente?

– Evidentemente la sociedad hoy es más sensible a temas como la discriminación, las diferencias sociales. Las diferencias siguen existiendo. Por ejemplo, uno va a bailar o se asoma a «Tropi Constitución», lugar donde fui durante mi trabajo de campo, y se encuentra con una Argentina muy diferente a la que baila en «Ave Porco» en calle Corrientes o en «La Negra» cerca de Puerto Madero y que a su vez es muy diferente a los encuentros milongueros en Club Almagro o en «Grisel».

El baile se ha vuelto multicultural, es multicultural como nuestra sociedad, es también multierótico, si se quiere. Ya no existen esas diferencias de sexos y de roles tan rígidas que existían a principios de siglo. En una disco actual ves a chicas que bailan entre ellas, chicos que bailan entre ellos; la dinámica de la pareja se ha disuelto, ya no está, no hay bailes enlazados, abrazados. Sin embargo existe cierta proporción entre hombres y mujeres, se sigue bailando de noche. El baile sigue siendo la culminación de la noche, aunque cada vez se termina más tarde.

En este sentido hay continuidades y rupturas. Las tensiones siguen existiendo, y un ejemplo de ello es que a comienzos de los 90, en donde se estaba estableciendo lo que muchos politicólogos y ensayistas denominaron «la cultura menemista», ciertas figuras de una práctica danzística muy marginal como es la bailanta, de pronto aparecían comiendo con Mirtha Legrand, en las tapas de las revistas Gente o Caras, mostrando la fortuna que habían acuñado en un par de años. Este fenómeno de la banalización de la clase alta, de un poco celebrar a este «buen salvaje» que había ascendido socialmente, me hace acordar un poco a una situación que se dio en Estados Unidos en los años 20, en el Catton Club, club de jazz en donde los negros sólo podían estar en el escenario animando a los blanco. Bueno, con resultados musicales muy diferentes a los que vemos ahora en el fenómenos de la bailanta, en la bailanta se da este grado de tensión social que vos viste en el libro a comienzos de siglo. La sociedad ha cambiado, pero el baile sigue siendo, en este sentido, muy alcahuete.

– ¿La «aceptación» de la bailanta durante los «90 por parte de determinada clase social que veraneaba en Punta del Este no es equiparable a la aceptación del tango por parte de la burguesía argentina de principios de siglo que considera la cultura del tango como una amenaza moral hasta que la tangomanía se impone en París?

– Sí, no lo había pensado. París era entonces la instancia legitimadora. Ahora está más diversificada: Miami, Punta del Este… la sociedad se ha hecho más compleja y variada. El mapa social de la Argentina es mucho más rico que a principios de siglo. Pero sí. Esta necesidad de que alguien desde afuera nos diga que «esto está bien» es muy argentino. Por eso es que el tango atraviesa todo el libro, porque el tango es muy argentino y la relación que los argentinos tienen con el tango es muy sintomático de lo que ha sido y sigue siendo la mentalidad argentina.

En el libro, además de hablarse de los bailes, de las personas que bailaban, de cómo era la estructura social referida al baile, le doy mucha importancia al lugar que el baile ocupa en el imaginario social. Cómo es visto el baile por la literatura, por el cine; el baile ya es nivel de la historia de las ideas y, sobre todo, de las mentalidades.

– ¿Cómo podés graficar la evolución de los bailes en relación a la percepción que establece determinada cultura con su propio cuerpo?

– Hay una pérdida de inhibiciones, hay una mayor liberalización de las costumbres, si comparamos con lo que era el baile, lo que calificaba de práctica multierótica. En este sentido, me parece que el baile es el testimonio sociocultural más gráfico, más inmediato que tenemos sobre nuestra idea del cuerpo, de nuestra relación con el otro, y de la relación que entablamos con el otro sexo.

Me resultó muy interesante trabajar sobre la década del «60 porque, de alguna manera y con sus variantes, todo la sociedad de medio siglo está dentro de una misma línea, que es la que se va consolidando, aceptando, pero siempre era la pareja abrazada durante el ceremonial nocturno.

Cuando aparece el twist en el año 1962, eso que hoy vemos como una cosa bizarra, fue algo muy importante porque es el primer baile moderno de parejas sueltas. El rock and roll todavía tenía la mano, todavía se hacen figuras con el compañero.

El twist, en cambio, es un baile más autista y esto se fue profundizando cada vez más.

– ¿Aquí se inicia lo que denominás en el libro «la era del yo» en el baile?

– Exactamente. Un cierto narcisismo, la relación con los espejos. Antes esto era imposible, ni siquiera en los cabarets más sofisticados del centro los bailarines bailaban frente a espejos. Los juegos de luces, esa cosa tan violenta, inclusive, desde el punto de vista sensorial, de marcar los límites entre el adentro y el afuera. Uno entra en una disco y entra en otro espacio, en otro tiempo, hay como un aturdimiento, como un estado casi de alienación. Estos detalles hablan de una nueva relación con nuestros propios cuerpos, con los cuerpos del otro, nuevos roles. Esa división de roles que se mantuvo tan estricta, que construyó la moral burguesa y que se mantuvo durante 200 años, de pronto comienza a cuestionarse, también, a través del baile. Allí también algo se rompe, definitivamente.

– ¿Esta ruptura tiene como resultado una emancipación del cuerpo?

– La emancipación del cuerpo, el narcisismo, eso que se establece como «la era del yo». Que no significa pérdida del sentido del otro o indiferencia ante el otro. No, es como una especie de bocanada hedonista, de una sociedad que se ha mantenido reprimida durante mucho tiempo para construir ese gran legado de la familia burguesa, los valores de la familia, el culto al trabajo… El baile era un respiro, pero era un respiro cortito.

Pero la ilusión que se establece en los «60 es que, a pesar de que la gente sigue trabajando, se descubre que se puede vivir de esa manera, se puede vivir como se baila en las boites. Aparece, con esto, una profunda crisis de valores.

Si uno ve fotos de los «40 ve a toda la familia bailando, el baile era familiar, participaba toda la familia, eso desaparece, quedando restringido a determinados momentos del año o de la vida, como un cumpleaños de 15, un casamiento. El hecho de que los hijos consuman una música diferente a la de sus padres, el hecho de que los jóvenes puedan diferenciarse de los adultos a través de códigos indumentarios que son radicalmente diferentes, hacen visible esa ruptura.

– ¿Este es el período de «democratización» del baile?

– Yo creo que sí, como una fuerza social irrefrenable. Comienzo a ver esto durante la época del peronismo. Durante las décadas del 40 y del 50 se produce un gran estallido del baile, una época de los grandes bailes. Claro, la Argentina venía de un período de recesión, de marginalidad. De pronto irrumpe esto, donde el peronismo será la expresión política, la respuesta política a una demanda cada vez mayor del fenómeno de las migraciones internas.

– Volviendo al pasado, me gustaría que me cuentes algo sobre la influencia del baile sobre los inmigrantes. ¿Creés que la práctica del baile constituyó un espacio de aprendizaje para el extranjero?

– El inmigrante, como en otros órdenes de la vida tiene su corazón y su mente dividida en dos. Por lo general el inmigrante que llega al país es varón, de más de 18 años, las tres cuartas partes de los inmigrantes están dentro de esta franja.

Hombres solos, en la gran ciudad, que vienen con la promesa de volver, con el categórico moral de trabajar y de «hacer la América», de revertir la situación de pobreza del país de origen. Esa gente, además, necesita divertirse. Llega a Buenos Aires, allí las asociaciones de inmigrantes los reciben con los brazos abiertos; participan de las fiestas que organizan las colectividades. Lo interesante es ver que se bailan las danzas del país de origen y se empieza a infiltrar el tango, con mayor facilidad y con menos prejuicios y limitaciones que dentro de la clase media criolla.

El inmigrante se muestra mucho más abierto a la experiencia del tango que el argentino. El tango se socializa a través de la inmigración. No es cierto que París, o la burguesía argentina que va a París termina aceptando e imponiendo, como clase dominante, el tango.

Para los sectores populares que se están formando, que no tienen una identidad cultural cristalizada, allí, donde están esos sectores se produce la socialización del tango.

– ¿En ese momento el tango deja de ser una práctica de los confines, de los márgenes, de un submundo para ocupar las calles?

– La calle, los clubes. En las calles están los compadritos, los guapos, pero llega a los clubes, hay una institucionalización del tango a través de los inmigrantes y las asociaciones que los agrupan. Esto es muy fuerte.

Susana Yappert


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