La noche que los cerdos volvieron al cielo P

Qué sucederá con el encendido reclamo de Bob Geldof y su festival "Live 8" es todavía una incógnita. Pero, al menos en parte, el comprometido artista puede darse por satisfecho: ayer, después de 24 años, reunió a Pink Floyd. Londres nuevamente fue "The Dark Side Of The Moon".

osiblemente Roger Waters haya perdido la cordura, imbuido en un limbo que nunca deseó habitar. Conducido por un romanticismo inexorable, Waters jamás soñó con océanos de voces coreando su nombre, perseguido por olas de fans saladas de histeria.

A Waters la fama le pateó las sienes y entonces desvarió. Se tornó un ser oscuro, caprichoso y engreído.

Pensó que las luces de Pink Floyd sólo resplandecían con el atrapante y personalísimo «jugueteo» de sus dedos. Que su alma era hegemónicamente el aura de un grupo que influenció al menos a dos generaciones.

El bajista fue capturado por un síndrome que ataca sin compasión. Algunos, más inteligentes, negociables y codiciosos, se dejan infectar y producen anticuerpos, consiguen el antídoto y le sacan provecho. Otros, como Waters, caen postrados ante el inapelable avance de la enfermedad, y acaban con un respirador artificial.

La fama es eso o casi.

Seguramente Waters nunca tuvo raptos oníricos que lo coronaron dios de la música. Quizá sólo deseó excitar con su rock sinfónico a pequeños auditorios, tocar sus perfectas y filosas piezas sentado en la banqueta de un bar perdido en alguna calle brumosa de Londrés, huir del bullir molesto y enfermizo de las masas.

«The dark Side Of The Moon» fue la sabrosa y podrida manzana de la perdición. Pink Floyd dejó de ser exclusiva propiedad inglesa; ya no podía serlo con 35 millones de sus copias rociando el globo con una ideología sonora que intentó educar en base a una idea: la música es concepto.

La personalidad de Waters incubó un rencor implícito por la exitosa coordenada trazada por el grupo, un grupo que también fue «vanguardia» en la exposición visual. Los tendones que los unían comenzaron a tensionarse en la producción de «Animals», y «The Wall» y su majestuosidad. «The Wall» y su gira fue el triste desgarro de un cuarteto irrepetible.

Desde ese momento Waters se puso en pie de guerra, comenzando una batalla legal, rencorosa y de intereses millonarios que enlutó el rock mundano. El bajista, hacedor de ese flagelo que terminó por enfermarlo, intentó sepultar -o poseer- definitivamente la marca Pink Floyd, y todo el rédito económico que venía adherido a su lomo. El vendaval de demandas llegó al punto que hasta entraron en controversia los cerdos alados que livianamente volaban durante los recitales -otra marca registrada-. Otra batalla en la que cayó el creador de «The Wall», ensimismado, creyendo que, con su éxodo del grupo, éste iba a perecer en las «garras» de sus detestados compañeros.

El guitarrista Dave Gilmour consiguió, en 1987, que el veterano y golpeado líder del cuarteto claudicara, aceptara las nuevas y ventajosas condiciones de explotación de una de las que fue una de las marcas comerciales más rentables del mercado. El prisma dejaba de refractar luces de colores para sumirse en las tinieblas.

Entonces, el milagro no fue que las deidades intocables bajaran de su olimpo de vanidad por un par de horas. Tampoco que los sentidos del mundo fueran reclusos conscientes de un evento en el que le gustaría habitar en los anales de la historia. El milagro fue que ayer Roger Waters y sus ex compañeros replegaron los rencores y permitieron que el planeta disfrutara en vivo y en directo de un Pink Floyd fugaz y eterno, efímero e inolvidable.

Sebastián Busader

sbusader@yahoo.com.ar

Miles de millones

«Live 8» no sólo captó -potencialmente- a 5.500 millones de personas en más de 140 países; juntó en ocho sedes (la canadiense Barrie, Londres, Roma, París, Moscú, Filadelfia, Tokio y Johannesburgo y Berlín) a Madonna, U2, Paul McCartney y Coldplay, Deep Purple, Bryan Adams, Mötley Crue, Annie Lennox, Geldof, Dido, Elton John, Keane, The Killers, Mariah Carey, REM , Robbie Williams, Sting , U2, UB40, Velvet Revolver, Laura Pausini, Nek, Faith Hill, Shakira, Placebo, The Cure, Sheryl Crow, Tina Arena, Johnny Hallyday, el ex tenista y ahora músico Yannick Noah, Rob Thomas, Destiny's Child, Will Smith, P Diddy, Jay-Z, Bon Jovi, Dave Matthews Band, Björk, Makuhari Messe, Def Tech, Audioslave, Green Day, Brian Wilson, Roxy Music y otros de menor renombre; e intentó acicatear, con esta manifestación artística y caritativa, a los líderes del mundo -el «G8»- antes de la próxima reunión cumbre en Escocia.

Del otro lado del mundo

El artista aparece en el escenario. La masa aúlla su idolatría. Comienza el rito pagano. La marea de cabezas forma olas que responden embrujadas a los movimientos de su ídolo. ¿Qué siente el músico en ese momento único en que el mundo se rinde a sus pies? Probablemente, los más dirán frases con tintes demagógico, del tipo «que se alimentan de esa energía y la devuelven transformada en más arte». Roger Waters es acaso el único que se atreve a expresar una visión más tenebrosa. «Así que/pensé que/te gustaría/ir al show/para sentir el cálido estremecimiento/de la confusión/(…)¿No es esto lo que esperabas ver?/Si quieres descubrir lo que hay detrás/de estos fríos ojos/me tendrás que arrancar/el disfraz (…) Si me dejaran hacer a mí/los mandaría a fusilar a todos» (fragmentos de «In the flesh?» e «In the flesh», The Wall)

Hijos del sangre, sudor y lágrimas de la posguerra en Inglaterra, los Floyd se ubican lejos de rolingas y punkies, las otras corrientes dominantes del rock británico. Cuando Waters tomó el control, la banda abandonó en forma paulatina la psicodelia que le había impreso su anterior líder, Syd Barret, e incursionó por un camino estético poco explorado hasta entonces.

Los músicos se ubicaban en segundo plano casi en penumbras, el protagonismo recaía tanto en los sonidos de sus instrumentos como en la cuidada escenografía. No eran extremadamente populares, y el público concurría a los recitales a escuchar música y disfrutar del simbolismo puesto en escena. No provocaban la histeria adolescente estrenada por The Beatles.

Pero algunos de sus temas se hicieron exitosos, y el público cambió. Ahora coreaba las canciones, saltaba y bebía cerveza en los recitales. Waters empezó a sentirse molesto. Y el quiebre se produjo una noche de 1977 en Montreal, cuando escupió a un joven de la primera fila que no paraba de gritar.

Dice Waters: «En un gran recital, entre el público tienden a estar todos apretados, meciéndose como locos, y es muy difícil tocar bajo esas circunstancias de gritos, tirándose cosas y pegándose entre ellos, con el ruido de los fuegos artificiales. Ellos pueden estar pasando un buen momento pero es muy difícil tocar cuando todo eso está sucediendo. Pero al mismo tiempo siento que ésta es una situación que nosotros mismos hemos creado por nuestra codicia. Si tocas en grandes estadios, la única razón para hacerlo es para hacer mucho dinero. Hay una idea, o ha habido una idea por muchos años de que es muy bueno, que es una experiencia maravillosa y que hay un gran contacto entre la gente y los músicos en el escenario, pero yo pienso que no es verdad. Pienso que ha habido varios casos en los que sólo ha sido una experiencia enajenante. Para todos».

Cualquiera que haya asistido a un recital entiende de qué habla Waters, aunque no comparta la intransigencia de sus fobias, aunque se sienta en el cielo gritando aguanten los Redó, la Bersuit, Los Piojos, La Renga, y siguen las bandas. Aunque quiera ignorar que esa comunión frenética, si es manipulada por inescrupulosos, puede conducir a Cromañón.

Tras esa noche canadiense, Waters puso el último ladrillo en la pared que pacientemente había construido durante toda su vida. La ubicó justo entre el público y los músicos. Y también entre él mismo y los demás integrantes de la banda. Así nació «The Wall», que está entre los tres álbumes más vendidos de la historia. Una obra conceptual, casi única en su tipo, que fue llevada al cine por Alan Parker.

A Pink, el protagonista de The Wall, lo condenan a vivir fuera de la pared. Pero Waters no cumplió la sentencia: así lo manifiesta «The final cut», el último trabajo que produjo bajo el sello Pink Floyd. Es una oscura introspección del artista, en quien la guerra de Malvinas despertó el fantasma de su padre muerto en la batalla de Anzio, en la Segunda Gran Guerra.

Después vino la ruptura, el escándalo legal, el declive. Waters había dejado de ser esa equivocación masiva que algunos llaman celebridad. Lo fue, y no le gustó. Eso que no vivió en la Argentina, donde cada día la mediocridad escupe en el rostro del talento.

Guillermo Berto

gberto@rionegro.com.ar


Exit mobile version