Aguada Cecilio y la hija de un oficial que se animó a recordar

Memoria y fotos sirvieron para reconstruir la historia dentro y fuera del Destacamento, que aún perdura a espaldas de la Ruta 23.

El paso del tiempo hace que las personas podamos redimensionar los momentos, las circunstancias, hasta el tamaño de los espacios que transitamos alguna vez. Ese patio de escuela que en tercer grado nos parecía enorme, para correr infinitamente jugando a la mancha o para completar las vueltas que nos pedían en Educación Física, pierde varios metros de inmensidad cuando volvemos a pisar sus baldosas siendo adultos. Ahí ya podemos mirarlo de igual a igual y resignificarlo.

Nélida se animó a reencontrarse a comienzos de los 2000, en un viaje en el tiempo y la distancia, cuando pisaba los 50. Parada en el pasillo de aquella construcción policial en Aguada Cecilio, a casi 84 kilómetros de San Antonio Oeste, pudo ver el surco, la frontera imaginaria, que separaba la casa familiar donde vivió, de la subcomisaría donde trabajaba su padre. Todo bajo el mismo techo, rodeado por un cerco de tamariscos. Radicada en el Valle después de tantos años, necesitaba de esa visita para darle otro sentido a vivencias mucho más dolorosas que un recreo o una clase de gimnasia.

“Las comisarías de Pagano”


Esa sede policial integró la lista de obras públicas que impulsó el gobernador Adalberto Pagano, destacada sobretodo en la Línea Sur y la cordillera. Estuvo al frente de Río Negro cuando aún era Territorio Nacional, entre septiembre de 1932 y junio de 1943, designado por el presidente de facto Agustín P. Justo.

Según el historiador Héctor Pérez Morando, por esos años Río Negro “contaba con alrededor de 62.000 habitantes y los ovinos sobresalían en lo ganadero con alrededor de dos millones y medio de cabezas. En el aspecto poblacional andaban en punta, por medios propios, San Antonio Oeste y General Roca, mientras Viedma era el asiento político burocrático en zona de estancias y pequeñas chacras. La gran separación entre centros poblados y la falta de comunicaciones eran el gran problema, junto con la carencia de edificios públicos”.

Para hacer frente a eso, Pagano, como ingeniero que era, se abocó a construir, con un estilo particular. Al respecto, Mario Minervino, también ingeniero que publicó un informe en la revista especializada “Obras y Protagonistas”, señaló que “en la mayoría [de los establecimientos] se impuso un estilo pintoresco, con la presencia de torres de vigilancia que manifiestaban su uso policial”, aunque “ninguna de esas torres era de gran altura, como si no quisieran imponerse en el perfil llano del paisaje”.

Foto: Revista Obras y Protagonistas.

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La subcomisaría de Aguada Cecilio cumplió con esta característica medieval sobre el portal de ingreso, aunque Minervino aclara, presentando “un estilo ‘cordillerano’, en plena meseta, a más de 500 kilómetros de los Andes”. Allí, en el centro, bajo las almenas, como un eje vertical de convicciones flamea la bandera argentina y se lucen el Escudo nacional y el escudo de la Policía provincial. En medio, el año de construcción: 1937.

La inauguración, si es que la tuvo, llegó en una etapa en la que la seguridad de la zona se regía por el reglamento de organización que había elaborado el primer gobernador del Territorio, Lorenzo Winter, en 1885. “Esa estructura orgánica continuó en vigencia (con lógicos cambios) hasta el nacimiento de nuestra provincia en 1957”, señala el sitio web de la Policía rionegrina. Ésta pasaría a llamarse como tal el 1° de enero de ese año, cuando se le quitó intervención a Gendarmería nacional en esas funciones.

Entumecidos en invierno, sofocados en verano


En Aguada Cecilio, detrás de esas paredes revestidas en piedra laja, Nélida pasó dos etapas de su vida: entre los 8 y los 10 años primero, y más tarde, entrada ya en la adolescencia, cumplidos los 13, en 1963. Hasta que Néstor, su papá, fue trasladado a Valcheta y luego al Alto Valle. Segunda hija de cinco hermanos, la más grande de las mujeres, desde pequeña se recuerda al cuidado de los más chicos de la familia, junto a Esther, su madre. Se movían por pueblos y parajes para que el oficial sumariante, cumpliera su labor de servicio.

En ese contexto, los criaron como pudieron, acarreando la propia realidad, también herida. Algunas mudanzas fueron con diferencia de meses. “Aguada Cecilio – Valcheta – El Bolsón – Sierra Colorada – Valcheta – Aguada Cecilio”, repasa Nélida en diálogo con diario RÍO NEGRO, intentando recordar el itinerario, aunque reconoce que alguno seguro se le olvidó.

La doble función de esa casona, que hoy se conoce como el Destacamento 110°, se repartía entre oficinas y calabozo a la izquierda del ingreso, sumada a la vivienda familiar del lado derecho. Con los lentes puestos delante de los álbumes, Nélida explicó que la primera ventana de ese lado iluminaba el comedor, mientras que la segunda correspondía al dormitorio matrimonial. Peldaños de hierro, empotrados junto al portal, servían para subir a la torre. Vista desde atrás, la puerta que daba al exterior venía de la cocina de azulejos blancos y piso color negro y arena, junto a la chimenea de la estufa a leña y las entradas de luz para el baño.

La familia se movía por pueblos y parajes para que el oficial sumariante cumpliera su labor de servicio.

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Los registros hablan de las comodidades con las que fueron pensadas estas sedes que ejecutó Pagano. Nélida recuerda la caldera para el agua caliente y el baño “adentro”, azulejado y con tina estilo antiguo, algo impensado para muchos rionegrinos de la década del ‘50. Pero en los hechos, tanto el clima, como la desolación, la pobreza y el aislamiento hicieron que esos ‘lujos’ poco ayudaran a la vida cotidiana. El aljibe que aún permanece en el frente era el que les daba el agua, pero la leña para calefaccionarse era recolectada por ellos mismos en el campo. Cuando dice “nosotros mismos” se refiere a la madre y los niños de la casa, porque el padre debía recorrer la zona a pie, a caballo o en jeep (hasta que se rompió y no tuvieron cómo arreglarlo).

La dieta, como la del resto de los pobladores, veía pasar la fruta de lejos, por los costos y la poca variedad que llegaba. Tomates para acompañar el almuerzo, un manjar imposible. Como un recuerdo piadoso, Nélida evocó que su padre era muy solidario y ayudaba a los pobladores con algunos trámites. Él con la primaria incompleta, sabía mucho más que sus vecinos, que no podía ni leer ni escribir. Entonces, como señal de gratitud, ellos querían retribuir con algún animalito recién carneado, algo a lo que Néstor se negaba, rotundamente, porque lo consideraba deshonesto. “Es mi trabajo”, les respondía, pero a la salida, Esther les aceptaba el regalo de todos modos, aunque fuera a escondidas, porque era impensado despreciar comida teniendo tantos hijos en esa zona.

El contraste térmico entre invierno y verano era grande, lo sigue siendo. Para Nélida y sus hermanos era normal el ardor y la picazón de los sabañones (inflamación rojiza), causados por el frío intenso, en las orejas, cachetes y manos. Nunca pudieron tener la ropa adecuada. Y en los meses de calor, podían ver cómo arañas, alacranes, escorpiones y lagartijas buscaban la base de la canilla ‘del patio’ para refrescarse con la humedad.

Depósito de lo complejo


En ese reparto de los ambientes, tan atípico comparado con el resto de las viviendas familiares, una puerta metálica correspondía al calabozo. Una foto de Nélida en ese viaje ya de adulta, la muestra posando junto a un cuadro con la imagen de José de San Martín y detrás una máquina de escribir y ese rectángulo reforzado, con pasador y mirilla circular a la altura de los ojos.

Ese habitáculo era el destino de muchas situaciones que no tenían cómo resolver, algo que sigue pasando hoy en la avanzada ciudad. Además de los delincuentes, allí fueron a parar los vecinos en estado de ebriedad y quienes convivían con alguna enfermedad mental. Esa niña que oyó nacer a su hermano menor en la cama grande de la casa de piedra, también escuchó a un “detenido” elegante y educado, dar misa en latín, compenetrado en sus alucinaciones. Su llegada al calabozo había sido avisada y entre los niños había generado una extraña expectativa: “iban a traer a un loco”, decían en su inocencia. Llegó muy sereno, bien vestido y saludó a todos respetuosamente, muy distinto a lo que ellos se habían imaginado. Pero cuando se fue, derivado al hospital de Valcheta, descubrieron que había dejado una cruz marcada en la pared, raspando miga de pan contra el reboque, imborrable.

También dentro de esa devoción de los pobladores, concluido el Día de los Muertos, a principios de noviembre, ella podía ver desde la ventana de su dormitorio las velas que quedaban encendidas al pie del cerro donde se encuentra el cementerio, perturbando el sueño de una pequeña que debió madurar antes de tiempo. Dos años después de dejar Aguada Cecilio, Néstor falleció con apenas 40 años, antes de volver desde Viedma, a donde había viajado para completar el curso y aspirar a un ascenso.

Sólo en horario y día hábil


Al igual que el oficial inspector de esta historia, por el escritorio del ‘castillito’ de Aguada Cecilio pasaron sargentos, cabos y agentes. Hoy solo asiste en horario de trabajo un efectivo enviado desde Valcheta, contó una vecina consultada por este medio. No hay familia que busque calentarse junto a la estufa o niños correteando por el pasillo. Nélida recuerda que en una de las visitas posteriores que realizó, encontró el destacamento cerrado porque con el deterioro, se llovía. Pero hace algunos años cambiaron el techo y volvieron a pintarlo por dentro. Aún así, los fines de semana no queda presencia policial en la comisión de fomento.

Tampoco hay personal de salud en el puesto sanitario después de las 13, por lo que todas las emergencias deben resolverse en Valcheta, distante a unos 35 kilómetros. Y pese a los anuncios para la habilitación de la red de gas natural, hasta ahora sólo vieron avances de obra, pero siguen calefaccionándose con zeppelin.

Aguada Cecilio aún espera la anunciada conexión a la red de gas natural. Foto: Archivo.

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La energía eléctrica y el servicio de internet por fibra óptica, con wifi gratuito, son los únicos servicios formales, vigentes para los 60 vecinos que aún resisten en el pago del “Cerrito Amarillo”, a la vera de la Ruta 23. La mayoría jubilados, viven de la cría de animales y quienes no, trabajan en la escuela N° 126 o en el Tren Patagónico, que sigue cargando piedra caliza. Con una vertiente que sólo ofrece agua salada, dependen de los camiones de agua potable que se mandan a pedir a Valcheta, para cargar la cisterna de la comuna y desde ahí llenar tambores con alguna de las canillas públicas disponibles.

El tiempo pasó pero muchas cosas siguen casi como cuando Nélida jugaba con sus vecinitos, para distraerse de la infancia que le había tocado.


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