El empuje de Gregorio Ramos: la quinta, las acequias y el anhelo por dignificar a su barrio

El tomero y agricultor vivió desde 1946 en la zona Norte de Allen. Su casa se convirtió en paso obligado y punto de reunión para los reclamos. 60 años después, el archivo y su colega Sebastián Vilo, contaron qué pasó con el sistema de riego que tanto solicitaron. ¡No te pierdas las fotos históricas! 

Irene era pequeña pero si escarba un poco en su memoria puede recordarse a sí misma abriendo, sigilosa, la puerta que unía la cocina con el comedor de su casa, para espiar qué ocurría del otro lado. “Chacareros”, como ellos les decían, dueños en realidad de las quintas del incipiente barrio Norte de Allen, acudían regularmente a ver a su papá, Don Gregorio Ramos, para reclamar por el turno de riego o por la ausencia del agua, cuando había algún inconveniente, algo que pasaba seguido.

Inolvidable la tonada española de la viuda que, con behemencia, le dejaba en claro su malestar y el impacto de la problemática en sus cultivos. Pero Gregorio trataba de calmar los ánimos, planilla en mano, recordando cuándo le correspondía el día a cada uno. Estaba consciente de la necesidad, porque él, además de “tomero” en el ejido urbano, era quien trabajaba su propia tierra, en el cuadrante de las actuales calles Perito Moreno, Río Limay, Puerto San Antonio y Cerro Catedral, unas cuatro cuadras, según los cálculos de sus descendientes.

Como explicamos semanas atrás en una primera entrega sobre este tema, la provisión de agua corriente para la ciudad, pero sobre todo para esa zona entre la barda y las vías del tren, fue una problemática que demoró décadas en recibir solución de parte de las autoridades. La toma de agua en El Salto, en el kilómetro 47 del Canal Principal, fue la alternativa que encontraron para llevar el líquido, turbina mediante, a un inmenso tanque de reserva en la periferia y desde allí distribuirla por una red de acequias que surcaba las veredas, abasteciendo a familias y plantas por igual.

Dicha obra se habilitó en 1942, pero el archivo periodístico da cuenta que 11 años después, en 1953, sólo 50 de las 93 hectáreas que necesitaban el líquido vital, lo recibían efectivamente. La calidad del agua que bebían los vecinos también preocupaba y la falta de mantenimiento de la obra traía problemas recurrentes. “Siempre han habido promesas sin que las mismas se concreten en realidad”, se podía leer en el recorte del diario “La Nueva Provincia” de Bahía Blanca, del martes 22 de diciembre de ese año.

Gregorio entre sus cultivos. Foto: Gentileza Familia Ramos – Ardiles. 

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Foto: Gentileza Familia Ramos – Ardile.
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El éxito de la quinta


En ese contexto y a pesar de todo, la casa de Don Ramos, que hoy permanece intacta y sencilla, rodeada de verde, se convirtió en el punto de referencia al que los vecinos de ese lado del canal acudían, como quien hoy va a la feria o al mercado concentrador. Del surco directo a su mesa.

En un tablón que habían improvisado como mostrador, recuerda Irene, ella, sus hermanos y su madre, María Inocencia Amorín, recibían a los vecinos devenidos en “clientes”, que pasaban a buscar, a veces hasta gratis, algo de todo lo que cultivaban y preparaban: verduras, frutas, flores, chacinados, pastos y conservas, todo almacenado en un depósito organizado con estantes.

“Cuando la gente del galpón cobraba, pasaba por acá y hacía el pedido para guardar hasta el invierno, pero no éramos ambiciosos, si quedaba se la regalábamos”,

contó la mujer, que hoy ya ostenta 87 años.

Todos aportaban con alguna labor en la quinta, ayudados por peones como Juan de Dios y don Bahamonde.

Clotilde Rojas de Saa, “Cota” como todos la conocen, era junto a su mamá Mercedes, una de las niñas que pasaba por esa esquina para elegir entre dalias, gladiolos, margaritas, “conejitos”, rosas y crisantemos, para llevar a los difuntos que descansaban en el Cementerio local, ubicado a unas siete cuadras. Y hasta allí mandaba Marta Poblete a su hijo Ernesto, para comprar lo necesario para el almuerzo.

Foto: Gentileza Familia Ramos – Ardile. 

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Sonriente, Irene recordó las reuniones de vecinos en su casa. Foto: Flor Salto.

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El recuerdo de las llaves del «tomero» – Foto: Flor Salto.

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El recuerdo de una quinta de Barrio Norte – Foto: Flor Salto.

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Los Ramos llegaron al barrio en 1946, cuando Irene, apodada “Porota”, tenía 10 años. Hasta ese momento vivían en la zona más urbanizada, al sur de las vías y el canal, en la casa de calles Irigoyen y España, que aún permanece en pie. Sin embargo, a Gregorio le ofrecieron cambiar esa propiedad por las tierras al Norte y aceptó.

Para nuestra entrevistada eso significó cambiar de escuela, de la N°23 a la N°80, pero para su padre, un bahiense nacido en 1888, fue el inicio de otra etapa de arduo trabajo y gestiones, a los 58 años, situación que le demandó impulsar, junto a otros vecinos, la búsqueda de mejor calidad de vida para la Zona Norte.

“Era muy amable, respetuoso, si tenía que hablar hasta con el Presidente, no tenía ningún problema”,

contó esta vecina, que heredó su cabello ondeado.

Cuando lo convocaban o incluso lo venían a buscar para alguna reunión, como las que participó en Roca, Gregorio se sacaba la ropa y el sombrero de trabajo, para vestirse de traje, como se acostumbraba en la época a la hora para asistir a encuentros formales.

Así, con corbata y saco, quedó también en su foto del Diario La Nueva Provincia, donde lo identificaron como “empleado jubilado de los servicios de [la Dirección de] Irrigación. Según la libreta colorada que atesora su bisnieta, Marianela Ardiles, el cese de Gregorio en su actividad registrada fue en 1953. Pero previamente, por años, ejerció como custodio de las compuertas, las llaves y sus candados, horquilla en mano para quitar la maleza, en sulky, bicicleta o ayudado por la camioneta del vecino Antonio Ruiz. Más tarde, volvía al hogar cansado, luego de entregar las planillas en la oficina de calle Tomás Orell casi Mitre, la antigua casona donde hoy funciona el Consorcio de Riego.

Vivir sin servicios


Cuando Gregorio se casó en 1922 ya trabajaba en ese área estatal nacional y varios ingenieros del organismo asistieron al evento. La vida, sin embargo, le tenía preparado un destino extra, sembrando y cosechando, donde aplicó los conocimientos que traía consigo y que lo mantuvieron activo hasta que falleció a causa de una afección hepática, en 1960.

Fruto de ese amor con María, un matrimonio que se destacó por la unión que compartían, nacieron nueve hijos, de los que sobrevivieron siete, cinco mujeres y dos varones. Hoy sólo viven dos: Irene y María Victoria (“Chola”). La muerte de recién nacidos o niños pequeños era una problemática recurrente a comienzos de siglo XX, ya que “no había ni remedios ni leche fortalecida”, contó nuestra entrevistada. “Entre vecinos terminaban acompañándose mutuamente en los velorios de sus hijos”, agregó.

Sentados Gregorio y María, rodeados por su familia – Foto: Gentileza Familia Ramos – Ardile. 
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Sobre el día a día, recuerda que sus hermanos mayores alcanzaron a conocer la vieja y primera sede de la Escuela N°80, apenas un local en la esquina de calles Perito Moreno y Pellegrini, antes del traslado 100 metros más al Norte. Hasta allí se acercaba Gregorio con la guitarra para tocar el pericón en las Fiestas Patrias, contó su hija.

En ese período de adaptación supieron lo que era vivir sin luz, apenas con algunos faroles, situación que se extendió por nueve años, hasta que se colocaron tenues focos en el puente de calle Avellaneda. Pero en el colegio, por ejemplo, los días nublados, “el maestro se ponía a contarnos historias suyas para pasar el tiempo, porque no se veía nada”, aseguró.

Pasaron los años y cuando llegó el casamiento de Irene con su novio Pascual Ardiles, como no avanzaba el reclamo por la energía, el propio Gregorio compró los postes y comenzó a enterrarlos, ayudado por otro vecino pionero, don José Fernández Pérez. En el recuerdo de las tratativas quedaron las reuniones que realizaron entre vecinos para conocer las novedades y los viajes a Roca para insistir. Fue el puntapié para que tuviera luz el resto de las familias que residían allí, aseguraron.

Cuando Gregorio se casó en 1922 ya trabajaba en la Dirección de Irrigación. Foto: Gentileza Familia Ramos – Ardile. 

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Y como si fuera poco, esa vivienda de ladrillo a la vista fue el punto de encuentro de los pibes del barrio, cuando los Ramos lograron adquirir la primer televisión. Contentos como si estuvieran en el cine, se acercaban a disfrutar la programación acotada, de 18 a 22 horas, ansiosos hasta que comenzaban “Los Picapiedras”.

Después de tantos años, Marianela, esa bisnieta que preservó la libreta de Don Gregorio, se convirtió en la guardiana de los recuerdos, fotos y objetos que cuentan la historia de la familia. Cuarta generación de la parentela en Allen por parte de Abel, hijo de Irene y Pascual, gracias a ella se ampliaron y volvieron a revelar en mejor calidad varias fotos valiosas y se recuperaron datos con los que ayudó a Irene, para echar luz en los rincones de ese pasado que las nutrió a ambas.

¿Y qué pasó con la turbina de 1942?


Sebastián Vilo es el vecino que vive hace casi 50 años junto al Salto en el Canal Principal, entre los barrios Progreso y Salto, justamente. Empleado de lo que fue Agua y Energía, llegó a fines de los ’70 a la actividad que Gregorio había dejado 20 años antes. Nacido en Neuquén capital, empezó como reemplazo de otros tomeros, incluso lo convocaron a trabajar en lo que iba a ser la represa Chihuidos, pero ante la falta de avances, le llegó el traslado a Allen y lo aceptó como animándose a probar suerte.

Sebastián Vilo, en el salto del Canal. Foto: Florencia Salto.

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“No existía barrio, solo montañas de zampa y arena, tampoco había luz, solo unos focos baratos, y cruzábamos el Salto con una pasarela precaria, previa a la actual”,

contó.

Transcurría 1978 cuando se instaló en la vivienda que le adjudicó la empresa junto al paso bravío del agua. A partir de allí se casó, en 1980, y junto a su esposa tuvieron tres hijos.

Ya jubilado desde 2017, explicó que en la organización de su jurisdicción se diferenciaba «el riego arriba», en lo que comprendía las chacras conocidas como «de Maciel» (al pie de las bardas) y el «riego abajo», sobre barrios Norte y Tiro Federal.

El recuerdo de otros años para Vilo: la casa de adobe, la horquilla, las almenas y el agua – Foto: Florencia Salto.

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Y consultado por esa turbina habilitada en 1942, tan esperada por los vecinos “del otro lado del canal” para tener el riego, aseguró que ya nada queda de ella: años después de pasar a manos del Municipio, “fue retirada por falta de mantenimiento, se desgastó con el mismo paso del agua y el óxido”. Explicó que trabajaba con la presión del agua, pero al no tener las paletas en condiciones, no lograba el efecto necesario.

“La vinieron a sacar con máquinas y hasta la casilla voltearon”, agregó. Durante la recorrida para las fotos de esta nota, Sebastián señaló un sector con escombros y restos de una escalera de cemento, abandonados junto al curso de agua. Y en la salida hacia la calle Campetella, quedó el caño que abastecía al tanque reservorio, también cortado y dejado a la vista, en medio del desagüe. “Lamento no haber sacado ni una foto de eso cuando pasó”, reconoció Vilo.

Foto: Florencia Salto.

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Foto: Florencia Salto.


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