¡Queremos agua!: así fue el tiempo de acequias y tomeros en el norte de Allen

La necesidad del servicio modeló el espacio del barrio, las costumbres de los vecinos y los oficios que surgieron alrededor. El paso del canal principal también dividió a un pueblo y ordenó las prioridades. ¡Mirá las fotos históricas!

El diario “Voz Allense” publicaba hace 90 años, el viernes 9 de Junio de 1933: «es necesario que se haga algo en bien de la parte Norte de nuestro pueblo”. Hacía poco que este medio se publicaba, pero ya en su edición N°6 se abocaba a la falta de servicios de esos vecinos, que vivían “del otro lado de la vía».

El pueblo, por su parte, no había cumplido sus Bodas de Plata aún, pero ya se notaba la postergación que recibía esa zona, a pesar incluso de que varias viviendas estaban allí desde antes de la fundación (1910), como afirmó el sitio especializado en historia local, Proyecto Allen: “Allen no fue trazado con el tradicional formato de ‘damero’ (con manzanas rectangulares), algunas casas debieron ser esquivadas al diseñar el pueblo, lo que indica que ya existían desde antes”, indicaron en un informe allá por el 2020. El ingeniero Pascual Quesnel estuvo a cargo de eso.

“Los pobladores del mencionado lugar son contribuyentes por diversos conceptos”, continuaba el planteo de “Voz Allense”. Sin embargo, eran “echados al olvido”, viviendo con el riego y el abastecimiento para sus familias que sólo algunos pobladores habían podido armarse, por sus propios medios. Tampoco tenían alumbrado público ni recolección de residuos frecuente. Hans Fügel era por entonces el presidente del Concejo municipal, después de las gestiones de Piñeiro Sorondo, Rafael Amaya, Julio Maleville y José Velasco.

La geografia de la zona Norte, hoy repartida en tantos barrios más chicos, estaba distribuida en ese momento en terrenos de grandes dimensiones (como lo siguen siendo), separados por alambrados, cercos naturales de tamarisco o alambre tejido cubierto por enredaderas. A las casas con sus quintas de frutales y verduras se fueron sumando casonas tipo conventillo, algunos comercios y el cementerio, éste último, en el extremo noroeste del ejido.

Puente de calle Juan Manuel de Rosas, Allen – Foto: Proyecto Allen.

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Faltaban construcciones, es cierto: en la década del ‘40, afirmó una vecina, Mavis Soriano, que siendo una niña de la Colonia Ferroviaria, recuerda haber visto desde allí el contorno de los panteones y mausoleos que ya se habían levantado hasta ese momento en el camposanto. Para quienes no son de la ciudad, hay unas siete cuadras de distancia entre esa Colonia y la intersección de calles Lago Mascardi y Río Colorado. Sin embargo, el espacio se iba poblando, priorizando la idea de cultivar para comer casero y económico, y el agua no llegaba, ni para eso, ni para beber, ni para la higiene y la prevención de enfermedades.

¿Cómo iba a crecer esa parte del pueblo si no se impulsaba su desarrollo? Las oficinas gubernamentales, las grandes tiendas, la salud y hasta la iglesia, todo estaba del otro lado del puente. Cuando la Voz Allense reclamaba desde el impreso, la mayoría de las familias bajaban desde el Norte hasta el canal o el predio del ferrocarril, mediador de ambos sectores, para abastecerse en la cisterna que llenaba las locomotoras a vapor. Una manga de lona facilitaba la descarga y un palo de escoba les servía para acarrear más recipientes en un mismo recorrido, itinerario que cumplían a diario.

Clotilde Rojas de Saa, “Cota” como todos la conocen, se define como una nacida y criada en el Barrio Norte, desde 1941. Recuerda que en su casa no hubo luz por lo menos hasta que cumplió siete años, cuando era la “pizcueta” (vivaz) entre sus hermanos, apegada a su mamá Mercedes y la niña que cursaba la primaria en la Escuela N°80. Entre sus vecinos le quedaron grabados los apellidos Mirabetti, Manucci, Pellagatti, Divano. Y en la cuadra donde nació, Benítez, Vázquez, Colipán, Canale… También Don Ramos, en cuya quinta compraban flores para llevar a los difuntos y se reunían con las demás familias para conseguir que les habiliten el servicio eléctrico. La cancha de Alto Valle, el club emblema fundado en abril de 1927, sólo estaba rodeada de árboles. Y para cruzar al “centro” del pueblo, el puente de calle Avellaneda, hoy peatonal, fue por años el principal nexo.

La fuerza del Salto


Las exigencias de “Voz Allense” se fueron repitiendo con el paso de los años, pero sumando avances a cuentagotas. En 1934 hasta los vecinos se ofrecieron para realizar un zanjeo que permitiera derivar líquido hacia sus terrenos. “Existen alrededor de 500 hectáreas que podrían regarse y más de 50 solares urbanos, podría ello contener una población de más de 1000 habitantes”, se estimaba. Sin embargo, les seguían cerrando la puerta.

El tiempo pasó y en el medio se descartó la idea de abrir “un canal que costeara el faldeo de las sierras” y la de colocar “una turbina hidroeléctrica en el kilómetro 47,6 del canal (actual Salto, que conecta el barrio del mismo nombre con el barrio Progreso)”, a causa del elevado costo de construcción y sobretodo de mantenimiento. Un tercer proyecto, el que finalmente se aplicó, sugería la instalación de una turbina hidráulica, en ese mismo salto, sistema que desviaría agua al punto más elevado de la parte norte del pueblo, por medio de una cañería de hierro. “Al final de ésta se construirá un tanque con capacidad suficiente para el suministro de todos los solares y quintas”, recopiló el archivo del semanario local.

El detalle, ya que la fuerza del salto lo permitía, era que gracias a esa obra se pudo aprovechar y abastecer también a la zona centro del pueblo, donde ya había canales internos y acequias en las veredas, con agua que provenía de una surgente en la esquina del Hospital Regional (Velasco y Güemes). A partir de la movilización, se reconoció que el bombeo recibido tampoco era suficiente.

¿Allí todo listo? Pues no. En 1936 aprobaron el presupuesto de $40.000 m/n, en 1937 el plan de obras y en 1939 se recibió la turbina, con más algarabía que a un campeón del mundo, pero la obra se habilitó formalmente recién en 1942. Habían pasado 9 años desde las primeras editoriales. Según el archivo periodístico, “el proyecto fue confeccionado y ampliado por el ingeniero Héctor Butiérres” y el tanque fue pensado para una capacidad de 5 millones de litros.

La única foto que haría referencia al tanque de Zona Norte. De pie Juan Tarifa, Lamfré, Piñeiro Pearson, otro funcionario y el ingeniero Ballester. Gentileza Museo Allen.

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Rodolfo Ballester, director general de Irrigación, visitó la localidad a fines de febrero de ese año, para una demostración de cómo circularía el riego a partir de ese momento. En la presidencia del Concejo Municipal estaba Aquiles Lamfré, sucesor de Diego Piñeiro Pearson, quien había comenzado a evaluar las propuestas años atrás. Ante la esperada inauguración, se ofreció un agasajo en el Hotel España (ubicado en la esquina de Alem y Eva Perón) para recibir al funcionario y su comitiva. Allí sólo José Fernández Pérez, Juan González y Alejandro Baquer fueron los vecinos designados para asistir, en representación de la zona Norte.

¡Ahí viene el agua!


La habilitación de esa tubería y el consecuente llenado del “Tanque”, también llamado piletón o reservorio, ubicado sobre calle Nahuel Huapi entre Isla Victoria y Mariano Moreno, permitió que el agua fluyera por las acequias que llegaron a cada casa quinta y espacio del sector. Usado también por los más jóvenes para refrescarse en los meses de verano, estaba rodeado por filas de álamos que le daban abundante sombra y luego, por dos canchas de fútbol improvisadas.

A pesar de la importancia que tuvo y los metros que ocupó (más de 50), hoy no quedan ni vestigios ni fotos, al menos conocidas, de cómo era, excepto un mínimo registro que atesora el Museo. Gracias a él se pudo regar desde el cementerio, al oeste, hasta el barrio Tiro Federal, al este, hasta fines de los años ‘80. A partir de la década del ‘90 se lo fue rellenando y hoy su recuerdo quedó bajo las bases del predio del CET N° 8, de orientación Agroindustrial.

Durante las gestiones para la obra, allá por los años ‘40, la Dirección General de Riego ya evaluaba traspasar a la Municipalidad todo lo concerniente a la administración y suministro dentro de la planta urbana, “entendiendo que así correspondía en cumplimiento de las leyes”, según publicó el semanario local. Entonces surgió en la planta de trabajadores comunales el puesto del “tomero”, que se diferenciaba de los que ya coordinaban los turnos de riego en las chacras.

Al respecto, justamente alumnos del por entonces CET N° 14 Agroindustrial, a cargo de la profesora Analía Sepúlveda, realizaron un trabajo sobre Allen y su “Patrimonio Hidráulico como legado cultural”, reconocido por la AIC (Autoridad Interjurisdiccional de Cuencas). Allí nombraron a Tránsito Avilés, como uno de los tantos que se dedicó a esa labor entre bocatomas, sifones y pasarelas.

En la entrevista para esa ocasión, el hombre contó que se levantaba todos los días a las 5 de la mañana. “Tenía que prender las turbinas y también ir a buscar las llaves de todas las compuertas al tanque. En ese tiempo se turnaban para el riego, ya que era público. Cada vez que alguien lo pedía, yo iba y les preparaba las compuertas para largar el agua. Luego, ya terminado mi recorrido del día, volvía al tanque, cerraba el paso de agua desde ahí y dejaba las llaves en su lugar hasta el otro día”. No había suministro en la noche.

En ese mismo informe, el testimonio de Elsa Carabajal ejemplificó aquellos sonidos que suele guardar la memoria:

“cuando caminaban por el barrio se escuchaba el ruido que hacían [con el manojo de llaves]. No sé cómo sabían cuál era para cada candado”,

contó la mujer.

Miguel Vila y Roberto Arrese, en diálogo con Diario RÍO NEGRO, recordaron a otros tomeros como Don Molina, del lado Norte y el propio padre de Roberto, Ricardo Arrese, que también trabajó en esas tareas un tiempo, aunque del lado sur. Allí también ejerció José Miguel Barrera, hoy fallecido. Su hija Mirta dialogó con este medio para compartir algo de la rutina de su papá. “En el invierno, cuando no había agua en las acequias [por la baja de caudal en el canal principal], repartían con camiones regadores por las casas más alejadas. También arreglaban y pintaban compuertas, reponían los candados que faltaban por vandalismo. En el verano entraban a las 6 de la mañana, hasta las 14 y a veces a la tarde hacían algunas intervenciones más. En invierno iban de tarde, de 12 a 19 horas y marcaban tarjeta en el corralón municipal. Hacían todo el recorrido en bicicleta, aunque teníamos auto pero no lo dejaban usarlo. A cambio le pagaba las cubiertas y los arreglos necesarios. Así que cargaba la pala y la horquilla ahí mismo”, recordó Mirta. Como compañero de José Miguel identificó también a Don Romero, otro vecino del barrio Norte.

Ernesto Poblete, empleado del municipio en aquellos años, evocó la tarea de sus compañeros. Y como usuario de ese servicio en su propia casa, recordó cómo funcionaba el sistema y las peleas que se daban en la vereda, cuando venía el riego. “Cuando alguno veía que estaba corriendo el agua por la acequia, cerraba su compuerta para poder regar el terreno, su quinta y llenar sus propias reservas para uso familiar… entonces se enojaba el vecino que estaba calle arriba, porque no recibía nada hasta que liberaran la pasada”.

“Cota” Rojas coincidió en esas anécdotas al hablar de la cuadra en la que se crió los primeros años, frente a la antigua sede social del Club Alto Valle. Todo funcionaba con pendientes y desniveles para que el líquido avanzara sin problemas, ayudado por la limpieza de malezas que hacían los tomeros.

“No te olvides que la piedra fundamental de Allen está de este lado, por eso la Estación [de tren] mira para acá”,

le dijo un día el antiguo vecino, José Fernández Pérez, cuando ella era un jovencita.

El ilustre sujeto ya había sufrido la postergación y sólo pretendía más igualdad…


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