La Patagonia me mata: Cardos rusos

Quien vive en esta región sabe de esa maleza, a veces de tamaño enorme, que el viento desprende y que hace rodar por el paisaje. Pero para la autora, son mucho más que un yuyo lleno de espinas: a veces, representan también los pensamientos ante una situación agobiante.

El contexto condiciona a las personas. Por eso años atrás, cuando vivía en otro sitio, a quien escribe esta columna no se le hubiera dibujado en la mente la imagen de un cardo ruso, cuando una situación inesperada agobia o un tema muestra aristas que amenazan, en forma real o ante derivaciones supuestas.
Aunque suene despectivo o antipático, de más está decir que ningún porteño entenderá esta imagen.
Ni nadie proveniente de verdes extensiones donde seguramente serán otros los elementos que sirvan para graficar lo imprevisto.


Hace falta habitar (por nacimiento o por opción) en tierras patagónicas para saber lo que es cruzarse, de frente y sin aviso, con uno de estos cardos.


Es que, según el viento arrecie o cómo haya sido su desarrollo antes de comenzar a rodar, la estampa espinosa que los caracteriza puede combinar variables de cuidado. O al menos dos: la velocidad para alcanzar su objetivo (una persona, en este caso) y un tamaño más que considerable (doy fe de que los hay monstruosos, pero no quiero parecer exagerada).


Toparme con uno de ellos fue mi primera experiencia 100% patagónica. Y no estaba haciendo patria en el último confín sureño. Fue en pleno centro de San Antonio Oeste, una tarde con esas tormentas de viento en las que la tierra se corporiza, armándonos un médano en cada poro.


La primera sorpresa fue que ese viento que, puertas adentro, imaginaba frío, esta vez era caliente como el vaho que se desprende de la boca de un horno.


La segunda, el cara a cara con el cardo. Porque de la nada, avanzando a toda velocidad por la vereda, se me cruzó en el camino, redondo y cargado de larguísimas espinas.


Pronto me vi en una de esas situaciones en las que uno quisiera pedir ayuda, pero se resiste. Porque avergüenza verse superado por algo que parece absurdo.


Al final, tras una batalla silenciosa, me desprendí de ese armatoste que se me prendió a la ropa.
Luego el ventarrón lo arrojó contra otra víctima, tan desprevenida como lo había estado yo antes de que esa mata pinchuda me bloqueara el paso.
Después viví otros encuentros cercanos, siempre con viento en contra. El último ocurrió en mi jardín. Fue un cuerpo a cuerpo memorable que también gané yo, aunque casi abandono. Es que en medio de un temporal un cardo gigante se voló hacia mi casa, y quedó acampando allí, sobre las plantas y contra las rejas que me separan de la calle. La acción de sacarlo pasó por distintos estados. Fue una cuestión de ingenio, de bravura y hasta de fe. Cuando lo liberé partimos los dos. Él impulsado por las ráfagas y yo por la necesidad de cumplir con mis rutinas.


Debo confesar que, tras los resultados de la elección del domingo, mi pantalla mental volvió a llenarse de cardos rusos. Esperemos que la realidad los disipe, porque todos nos merecemos vivir en un país sin amenazas pinchudas.


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