Pupilas: el recuerdo de siete exalumnas del colegio “María Auxiliadora” de Roca

Se reencontraron después de años y desde entonces se mantuvieron unidas, hablando el mismo idioma de las experiencias compartidas. ¿Cómo era estudiar lejos de casa, a esa edad? ¡No te pierdas las fotos históricas!

Una publicación en Facebook fue el puntapié de esta reconstrucción. Esa red social tiene una riqueza escondida, entre posteos y comentarios: el reencuentro de personas, con quienes se compartió una etapa de la vida y el acto maravilloso de recordar cómo eran ciertas actividades y procesos cotidianos, hoy desaparecidos o rumbo a ese destino.

Buscarse en Facebook es la continuación de lo que ocurría con la guía telefónica, cuando todavía abundaban las líneas fijas: la herramienta para ubicar, por el apellido, a esa amiga, parienta o compañera que vivía en tal ciudad cuando se conocieron, y gracias a ese eterno listado de páginas delgadas, poder saber su dirección o dónde llamarla. Como ahora no nos atan los cables a las casas, el rastreo es más complejo, pero los resultados se van dando y el fruto es por demás valioso.

Gracias a esta práctica, Encarnación Peche Pelayo, desde Allen, por ejemplo, pudo saludar a una compañera de colegio que hoy vive en Israel, Silvia Malamud Guler, a nada menos que a 13 mil kilómetros de distancia. Las frases de afecto y nostalgia fueron acompañadas por cuatro fotos en blanco y negro, donde se ve a varias adolescentes vestidas con uniforme, abotonado desde el cuello a las rodillas. “Hace muchos años compartíamos la vida en un internado, en el IMA”, repasó “Encarnita”, como la conocen todos, y allí se abrió un portal histórico digno de recorrer.

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Estudiar lejos


El internado del Instituto María Auxiliadora de Roca fue una de las secciones que funcionaron dentro de esta reconocida institución educativa, en el que miles de niñas, adolescentes y jóvenes de la región ingresaron como “pupilas”, para recibir educación y a la vez, alojamiento. Aprender, jugar, rezar, comer y bañarse, desde la infancia hasta salir de 5° año, todo dentro de las mismas instalaciones, en la emblemática esquina de calles Sarmiento y Mitre.

Encarnación y Silvia integran un grupo más grande de exalumnas de aquel internado, que hoy sigue juntándose, periódicamente, para honrar la amistad y sobretodo, el lazo de familia que las une, después de tantas experiencias allí dentro, juntas. Diario RÍO NEGRO pudo presenciar uno de esos encuentros días atrás, en una chacra cercana al ingreso de Allen, sobre Ruta 65. Analía Hernández, Natalia Riveaud, Norma Mehdi y Patricia Plantey Merino completaron la mesa de Encarnita, café de por medio, para ayudarse a mirar al pasado. Otras, como Mirta Cristina Santos, que no pudo asistir, y la propia Silvia desde tierra hebrea, enviaron sus recuerdos impresos o por Whats App. No todas iban al mismo curso, pero sí se unieron con el paso de los años.

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Un poco de historia


De origen salesiano, el “IMA” se instaló y consolidó en el Alto Valle gracias a la labor de tres religiosas: sor Isidora Braga, sor Anna Brunetti y sor Luisa Ferrero. En el video histórico que realizaron desde la comunidad educativa, para su 130° aniversario, contaron que ellas fueron enviadas desde Italia, y en febrero de 1891 partieron en carretas desde Patagones hasta el Pueblo viejo, actual Stefenelli, a donde arribaron el 6 de marzo.

Integraban las expediciones misioneras de las “Hijas de María Auxiliadora”, una de las ramas de la Congregación Salesiana creada por San Juan Bosco, pero independiente de los sacerdotes. Tenían como finalidad evangelizar y educar en Sudamérica.

Las fotos más antiguas de ese video conmemorativo datan de 1926, con la formación de decenas de niñas, de pie para la foto, junto a sus maestras religiosas, y detrás la estatua de la Virgen.

“Comenzó como oratorio, espacio de juego y contención de las niñas, muy típico del carisma salesiano. También visitaban con frecuencia a las familias y el número de alumnas internas iba creciendo (…) allí [en Roca] reinaba soberana la pobreza”,

contaron en sus crónicas.

Tuvieron que combatir varias epidemias, como el sarampión, la gripe, la escarlatina, la tos convulsa y la viruela, pero “ya instaladas en el centro de la ciudad, pudieron adquirir un terreno, con mucho esfuerzo, y allí construir la primera capilla”. Eso derivó en las instalaciones que aún hoy se conservan.

Puertas adentro


Por esas galerías y pasillos pasaron, 40 años después, las pupilas que compartieron sus recuerdos para esta nota. Una tarjeta azul, plastificada a la vieja usanza, con costura en los bordes, les recordó el número que les asignaron como estudiantes y todo el régimen que giraba en torno a ese minúsculo atributo. Norma era el 4, Patricia el 44, Silvia el 68, Analía el 81, Encarnación el 107, Natalia el 113 y Mirta el 134. Lo repitieron de memoria, como quien anuncia el DNI. Esa cifra iba bordada o etiquetada en cuanto artículo era de su propiedad, desde objetos hasta prendas de vestir y ropa de cama. Y gracias a esa tarjeta azul, sus padres o tutores podían visitarlas, sólo los domingos, en uno de los dos turnos de la tarde.

Hablar de estas vivencias les trae contradicciones que cuesta encauzar: por un lado, el orgullo de haber podido estudiar y sobretodo en esa institución; y por el otro, la huella que dejó dentro suyo vivir esa etapa lejos de su familia, en un sistema educativo por demás exigente en disciplina y orden, a fines de los años ‘60 y principios de los ‘70.

Por motivos diversos, desde variados puntos de la región, cada una tuvo que hacerse un lugar en ese mundo que encontraron, a medida que crecían rumbo a la adolescencia. En el caso de Norma, de Neuquén capital, primero padeció la distancia de sus padres, en la primaria, pero luego pidió volver para concentrarse en finalizar sus estudios. Otras como Patricia, nacida en Chillán (Chile) y criada en Loncopué, pleno campo, su llegada fue la única alternativa para poder seguir estudiando, la misma situación vivida por una prima y por su hermano, pupilo en el Colegio San Miguel. “Encarnita” y Natalia, de familias ligadas a la tierra, hija de chacareros la primera y de un capataz, la segunda, vivieron algo parecido aunque con la familia más cerca del colegio. Analía, de cuna ypefiana, había salido de la comarca Cutral Co – Plaza Huincul, para animarse al desafío en el Valle, mientras que Mirta, también de la capital neuquina, encontró en el IMA estabilidad, tras la muerte de su madre.

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Es cierto, la oferta educativa de nivel Medio no abundaba en la zona y si alcanzaban a terminar el Primario, muchas no lograban continuar, por la necesidad de trabajo y de aportar en el hogar. Tampoco había frecuencia de transporte como ahora y los costos no acompañaban. Así y todo, calculaban que la cuota por mes en el internado era elevada, teniendo en cuenta que ellas vivían prácticamente allí dentro. Así, hacer una carrera era casi un lujo, que muchos no podían darse.

Fotos y recortes de diario sobre la mesa fueron ayudando a hilvanar las historias. Los dormitorios extensos, llenos de filas de camas, el despertar de madrugada para la misa antes del desayuno, el “silencio sagrado” que sólo se rompía con autorización. Las materias de cada día, como en cualquier colegio, junto a las “externas” que sólo asistían a cursar y la lectura antes del almuerzo en mesas de 8, hasta que sonaba una campanilla. Ahí, una religiosa pregonaba:

«Viva María” y las estudiantes respondían: “Viva Jesús, hermana”…

El peso de las calificaciones en “conducta”, “orden” y “urbanidad” (convivencia), que ellas buscaban alivianar en los recreos jugando con zancos, algún palo saltarín, patines de cuatro ruedas y las canciones de María Elena Walsh.

Rigidez y cambios


Ese tipo de formación respondía a un contexto social que depositaba en la iglesia la tarea de inculcar la moral a las nuevas generaciones. María del Carmen Catannio, en su momento becaria de la Universidad de Mar del Plata, explicó en su trabajo “Tras los sueños de Don Bosco. Las misiones salesianas a finales del siglo XIX”, cómo ya desde esa época, mucho antes de la década en la que estudiaron estas ex alumnas, el proyecto educativo religioso “era funcional con los propósitos del Estado argentino, cuyo objetivo primordial era argentinizar a los habitantes del territorio y especialmente a los de la Patagonia, ya que a pesar de la homogeneización cultural que propiciaba la ley de educación común N°1420, la precaria realidad social de ésta región hacía dificultoso en la práctica su cumplimiento, debido, principalmente, a la escasez de escuelas y a la excesiva centralización del sistema, que no advertía la heterogeneidad social del territorio”.

A eso se sumaba la forma en que era representada la figura femenina, con la Virgen como modelo, caracterizada por aspectos como el recato, la voluntad de servicio y la capacidad de soportar las dificultades. Los recuerdos de las pupilas en torno al control del cuerpo, que no debía ser visto, por nadie, ni dentro ni fuera del colegio, las llevaba a tener que bañarse con camisón, leyendo al pasar los azulejos que decían “Dios me ve” o ir al río con bombachudos bajo la rodilla.

Los relatos hablan de un mundo exterior a los muros visto como un terreno peligroso del que había que prevenirse, por eso, entre las picardías de juventud, contaron que intercambiaban correspondencia con familia y amigos usando la dirección de compañeras “externas”, para evitar que la Dirección del colegio lo supiera. En complicidad, esas chicas les traían los mensajes escondidos en libros, por ejemplo, para evitar ser descubiertas.

En otras oportunidades, se peleaban por realizar alguna salida a comprar provisiones, con tal de lograr un tiempo extra de paseo por el centro roquense. Y aguardaban con ansias las charlas de los lunes, para saber cómo había estado la salida al boliche de las que volvían a cursar. En ese contexto, las elecciones a Reina que organizaban en la ciudad aparecían como una manera de sobresalir, de ser reconocidas.

Es fácil horrorizarse ahora de estas prácticas, pero como ellas mismas reconocen, era algo aceptado por los adultos, que de esa manera buscaban resguardarlas y brindarles un “buen futuro”. Si bien tuvieron mucho para sanar y reformular por dentro, en su vida de adultas, rescataron de esa etapa la solidaridad que lo vivido forjó entre ellas y la fortaleza para sobreponerse a los momentos difíciles.

Foto: Facebook Patricia Plantey.

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Si bien algunas mantuvieron la fe o la práctica religiosa, y otras no, pueden tolerarse mutuamente y separar las cosas: valorar no sólo los conocimientos recibidos sino los cambios que se han permitido al interior de la institución, en consonancia con el resto de la sociedad. Así lo confirmaron en visitas realizadas, varias décadas después.

El internado del Instituto María Auxiliadora funcionó hasta 1978, según confirmó en diálogo con RÍO NEGRO, la directora de la Comunidad de Hermanas, Lilia Rodríguez. Desde entonces las cosas han ido cambiando. Accesible, Lilia afirmó que “el cambio [de modalidad] se fue dando de manera gradual, de acuerdo a las exigencias de cada época”. En ese sentido afirmó que “la Congregación se actualiza con formación permanente para sus miembros, teniendo en cuenta los desafíos de la realidad infanto/juvenil que acompañamos” y “en cuanto a la disciplina nos encuadramos en la normativa vigente”. Como institución hoy tienen una matrícula de 743 alumnos, repartidos entre nivel Inicial (124), nivel Primario (351) y nivel Secundario (268).

La idea del «pupilaje», como lo llaman las mujeres entrevistadas para esta nota, habla de otro tiempo, asociado a otro tipo de control, del que cuesta hablar, pero que también ocurrió. Mientras tanto, ellas a pesar de todo, celebran y sonríen.

«Somos amigas y hermanas»,

afirmaron.
Foto: Andrés Maripe.

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Foto: Andrés Maripe.

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