La politización de la Justicia

LUIS VIRGILIO SÁNCHEZ (*)

Hegel evocando la crítica que realiza el jurisconsulto Sexto Cecilio al filósofo Favorino para expresar la falla en su método del entendimiento, basada en “dar una buena razón para una cosa mala y opinar que con ello queda justificada”, señala que “es más bien la inconsecuencia de los juristas romanos lo que hay que apreciar como su mayor virtud. Es ella la que les permitía desembarazarse de instituciones injustas y monstruosas”. Sin lugar a dudas, desde los albores de las ciencias jurídicas, el rol de los jueces fue fundamental para contener el avance de los gobiernos, los que a veces con respeto, otras con total desprecio hacia las instituciones, buscan en definitiva la consolidación de sus metas hegemónicas. El Poder Judicial, si bien es un órgano político en cuanto a su origen, por ser parte de los poderes del Estado, su función no es política sino jurisdiccional, es el encargado de realizar el control de constitucionalidad a los actos emanados del resto de los poderes del Estado, cuyas funciones específicas de cara a la sociedad son exclusivamente políticas. Es por ello que a la hora de interpretar el término “democratización” debemos separar el área política del Poder Judicial, que se circunscribe a su funcionamiento y organización interna, de su función institucional. La injerencia de otros poderes del Estado, ya sea directa o indirecta en la destitución o nombramiento de jueces, atenta siempre contra su independencia y por ende contra la república. Por ello el espíritu reformador de la Constitución de 1994 propiciaba la despolitización de la Justicia buscando atenuar la injerencia del poder político sobre el Judicial y así creó el Consejo de la Magistratura, integrado periódicamente de modo que se procure el equilibrio entre la representación de los órganos políticos resultantes de la elección popular, de los jueces de todas las instancias, de los abogados de la matrícula federal y por otras personas del ámbito académico y científico (Conf. Art. 114 CN). El término “democratización”, acuñado por el gobierno en su periplo reformador, ya es menos una definición de sus propósitos que un eufemismo. En el caso puntual de las reformas que se pretenden realizar en el Poder Judicial, lejos de resolver sus problemas y sus vicios, los agrava decididamente. Veamos, el aumento en el Consejo de la Magistratura de 13 a 19 miembros y la eliminación de mayorías especiales para la destitución y nombramiento de jueces trae aparejado el control del poder político sobre el órgano jurisdiccional que debe controlar sus actos. Como si ello fuera poco, la eliminación del requisito de poseer título de abogado para los miembros del Consejo elimina, a su vez, la garantía de idoneidad técnica que debe necesariamente distinguir a los consejeros, a la hora de juzgar el nombramiento o destitución de jueces. En este punto el proyecto se contradice cuando considera para la carrera judicial más importante la idoneidad técnica que la trayectoria. Luego, la creación de cámaras de casación por encima de las cámaras de apelaciones, cuyos integrantes serán designados por este nuevo Consejo de la Magistratura, garantiza al poder político su injerencia inmediata en el Poder Judicial, sin necesidad de llevar adelante un proceso de destitución y posterior nombramiento de jueces que puede ser largo e impredecible en su pronta eficacia. Como contrapartida, al agregar una nueva instancia hará que los juicios sean más largos de lo que son actualmente. Finalmente, el otorgamiento indiscriminado de medidas cautelares en juicios contra el Estado nacional no se resuelve eliminando esta herramienta procesal, sino ungiendo los actos administrativos y las leyes del marco de garantías que consagra la Constitución Nacional. Para que un juez otorgue una medida cautelar es necesario acreditar, en principio, existencia de verosimilitud en el derecho que se está invocando y un peligro en la demora. Estas medidas, el juez las otorga “in audita parte”, es decir en forma previa a la notificación de la demanda. El proyecto elimina esta cualidad y da un plazo de duración de seis meses para juicios ordinarios y tres meses para sumarísimos o amparos. Esto implica prácticamente eliminar este instituto del Código Procesal para los juicios contra el Estado nacional, lo que viola claramente el art. 16 de la CN que consagra la igualdad ante la ley y coloca a los particulares en un estado de indefensión ante el Estado; éste goza de la presunción de legitimidad de sus actos, los que afectan de manera directa y decisiva al conjunto de la sociedad, que debe resignarse a sufrir cualquier atropello o arbitrariedad por parte del gobierno y conformarse con obtener, juicio mediante, alguna reparación. Es difícil hacer comprender a quienes les toca gobernar que la intervención de la Justicia, lejos de entorpecer sus actos, con su función, lo que hace es dotarlos de legitimidad cuando los mismos son cuestionados. Es indudable que los hombres y los pueblos, en general, aspiran a un mundo libre y justo. El problema es que la libertad acaece como un síntoma de la política y la justicia como un correlato de su legitimación. Esperar un mundo menos político que justo es quizás la expresión sublime de una tautología; sin embargo, es una expresión sintomática de la actualidad, ya que las personas desconfían menos de la Justicia que de la política y es natural que así sea, ya que en una república la política no es más que la exteriorización de la conducta de un sujeto de derecho al fin, sea el Estado, una institución o una sociedad, y es la Justicia, en definitiva, la que se va a encargar de hacer una lectura y –eventualmente– un juicio de sus actos. (*) Abogado. Neuquén


LUIS VIRGILIO SÁNCHEZ (*)

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