La regla del celibato
HéCTOR CIAPUSCIO (*)
Si uno se pregunta por las causas de la inédita sensación universal de escándalo que despierta la cuestión de los casos de pedofilia atribuidos a sacerdotes y la crisis del Vaticano (que está llevando a extremos como exigencias de renuncia del propio Benedicto XVI) le aparecen, entre varias de las pensables, tres. Una es la gravísima calificación moral que corresponde a los delitos que se van conociendo y, conectado con ello, la obligación de secreto que la autoridad de Roma por largo tiempo les impuso. Otra, el rechazo de la actitud intransigente de la Iglesia respecto de actualizar su visión y su doctrina sobre cuestiones propias de la modernidad y de los avances del conocimiento en biología humana. En tercer lugar, la reacción de muchos religiosos católicos –que estaba soterrada– ante el desprecio obstinado de aspiraciones de renovación interna evidenciadas en el Concilio Vaticano II, gestado por Juan XXIII a principios de los 60. El hecho de que una de esas aspiraciones de muchos participantes en el sínodo, silenciada al fin por Pablo VI, haya sido la de reexaminar la regla del celibato hace que el tema resulte, ante esta crisis, de patética actualidad. Éste es el asunto que un teólogo católico suizo de incuestionable relevancia académica analiza en un artículo publicado en la última edición de la “New York Review” bajo el título “Why Celibacy Sould Be Abolished” (Por qué el celibato debería ser abolido). Lo que Hans Küng manifiesta ya de entrada es categórico: la regla de que los sacerdotes católicos deben ser célibes es responsable de la crisis de la Iglesia y es ahora, cuando su imagen ha sido tan dañada por los delitos cometidos en niños y adolescentes, que tenemos ante nosotros la oportunidad de afrontar el desafío de examinarla. Y sus argumentos, en respuesta a otros exculpatorios que emitieron algunos obispos, son de peso. Dice, por ejemplo, que no es verdad que los abusos sexuales de los sacerdotes no tengan relación con el celibato, algo que alegó uno de esos obispos en una Conferencia Episcopal reciente que tuvo lugar en Alemania. Aunque es cierto que estas cosas ocurren también en familias, escuelas y organizaciones juveniles, y hasta en iglesias que no tienen la regla de abstención del matrimonio como las protestantes, la pregunta lógica resulta ésta: ¿cuál es la razón de que exista una cantidad tan extraordinaria de casos específicamente relacionados con la Iglesia Católica, cuyos agentes educativos son célibes? Por supuesto, admite, esa norma no es la única responsable de estos crímenes. Pero es, sostiene, “la expresión estructural más importante de las inhibiciones de la jerarquía católica en relación con la sexualidad, evidente también en actitudes hacia el control de la natalidad y otros asuntos”. El celibato debería ser producto de una voluntaria y libre elección vocacional (“carisma”) de algunos, no de una regla compulsiva para todos. Abunda en argumentos históricos arrancando del Nuevo Testamento. Pedro y otros apóstoles estuvieron casados y el matrimonio de obispos y sacerdotes fue cosa normal durante muchos siglos. La regla del celibato no existió durante el primer milenio de la Cristiandad. Fue instituida por el papa Gregorio VII en el siglo XI por influencia de los monjes, contra la oposición de la clerecía de Italia y Alemania. Miles de sacerdotes expresaron su protesta ante lo que constituyó un pilar del “Sistema Romano” de sacerdotes célibes, obedientes al Vaticano pero separados de los laicos ordinarios y superiores a ellos por su sacrificada y santa abstención sexual. Otro fruto de la regla ha sido el catastrófico déficit de sacerdotes, reconocido por todos. El articulista, preguntándose cuál sería la mejor manera de atraer más jóvenes al sacerdocio, se contesta que es precisamente aboliendo la regla del celibato –raíz de todo el problema– y permitiendo que se ordenen mujeres. Dice que los obispos lo saben y que deberían tener el coraje de decirlo en voz alta. Tendrían la enorme mayoría de los católicos detrás de ellos, y no sólo a los católicos sino también a la mayor parte de los ciudadanos pensantes. Está bien que ahora los obispos hayan reconocido su responsabilidad por el problema y se planteen la necesidad de educación de los católicos sobre el abuso sexual para su prevención en lo futuro. Pero ¿puede confiarse en jerarquías responsables por décadas de mantener a los hechos en secreto, castigando a los culpables con livianas transferencias de parroquia? ¿O habría que instalar comisiones independientes? Los obispos no han admitido hasta ahora ninguna complicidad personal. Protestan y se disculpan aduciendo que han seguido en todo momento las directivas de Roma. A la Congregación para la Doctrina de la Fe le correspondió la jurisdicción del problema y entre 1981 y el 2005 esta estructura burocrática tuvo como prefecto el cardenal Joseph Ratzinger. Concluye su artículo este profesor de Teología a quien llaman en su país el “Guillermo Tell del catolicismo” recordando que asimismo fue el ahora Benedicto XVI quien ordenó formalmente a todos los obispos en mayo del 2001 que los casos de abusos sexuales de sacerdotes se mantuviesen bajo “secretum pontificium”. En su opinión, los católicos tienen el derecho de esperar un “mea culpa” sincero y amplísimo de los obispos y del Papa sobre los abusos y sobre su propia defección moral. Hecho esto, abrir una discusión –la misma que fue prohibida a partir de 1965 en los finales del Concilio Vaticano II– sobre la regla eclesial del celibato que es, lo repite, la mayor entre las causas estructurales de esos delitos. (*) Doctor en Filosofía
HéCTOR CIAPUSCIO (*)
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