Los primeros de la lista: la soledad de los adultos mayores en pandemia

La propagación del virus puso a millones de adultos mayores como grupo de riesgo y los condenó al aislamiento. Una recorrida en busca de sus voces.

—¿A ver abuela?

—No soy tu abuela —le respondió Ana a una de sus cuidadoras. La mujer menuda, la miró seria y lanzó algunas frases por lo bajo.

—No te oigo, hablame fuerte que estoy sorda, —pero la cuidadora repitió lo que había dicho en el mismo tono, dejó la sala y volvió el silencio.

La noche anterior, Ana tuvo 38º de fiebre. Con 85 años, y en medio de una pandemia, el revuelo fue general. Otra de las cuidadoras avisó que estaba con gripe y juró que se cuidaba para no contagiar a los adultos mayores con los que trabaja, pero la fiebre la contradecía. En un cuarto, Ana esperaba que vengan a hisoparla y el tiempo pasaba lento en una soledad conocida. Hacía meses estaba encerrada en el lugar.

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Lejos de la casa de Ana, en la Residencia de larga estadía Rosa Padín de General Roca, hubo un brote de coronavirus con diecisiete personas contagiadas y tres muertos. Durante algunos días, todo se puso patas para arriba en esa casa gigante en la que viven 20 adultos mayores. Debieron trasladarlos a diferentes lugares y recién pudieron volver 15 días después del brote.

La Residencia ocupa casi toda la manzana a siete cuadras del centro de la ciudad. Los árboles añosos daban sombra en una mañana cálida de primavera. En el patio había cuatro personas. Un hombre fumaba y miraba al cielo, otro, perdido entre sus recuerdos se aferraba a un bastón mientras un gato se refregaba por sus piernas. Las flores daban un marco colorido y el ruido de la cortadora de césped invadía el espacio que olía a pasto. Los adultos mayores permanecían sentados, separados, inmóviles como estatuas de una plaza.

La Residencia de larga estadía Rosa Padín de General Roca es de puertas abiertas. Foto: Juan Thomes.

Maricel Candia estaba a cargo del hogar ese día. Era la primera mañana después de la vuelta a casa y la calma se vivía con pena. Salió del edificio grande y caminó hacia el portón con una llave en la mano para abrir el candado.

—Es una institución de puertas abiertas, pero desde que comenzó la pandemia no los dejamos salir. Varios están muy enojados. Si vienen a verlos los familiares deben hacerlo a través de la reja— decía la mujer de barbijo con flores a tono con el patio.

Omar Gómez, estaba animado. Pasaba con su silla de ruedas entre sus compañeros, ofrecía algo para charlar a cada uno. A sus 68 años lamentaba no poder salir del geriátrico, tanto como la soledad y el miedo.

—Anoche el Satanás me tenía acorralado pero no le voy a dar el gusto tan fácil. Es muy raro lo que estoy viviendo. Con los años que tengo, nunca viví estas cosas. En Chile, hace 55 años, llegó el sarampión pero fue más rápido. Mi madre nos llevó a todos a vacunarnos y se terminó la historia, pero acá no le pillan la mano —Omar hablaba rápido, como si las palabras se resbalaran en su boca y se hamacaba hacia adelante y hacia atrás sin perder el ritmo de sus afirmaciones.

Omar Gómez disfruta de conversar con compañeros. Foto: Juan Thomes.

El hombre repasaba las desgracias que veía en la televisión en los últimos días y después recordaba su propia desgracia, ese día de abril que lo atropellaron en el cruce de Gómez, el barrio de Roca en el que vivía. Permanecía inquieto en la silla de ruedas de la que colgaba una sonda urinaria y contaba que hace seis meses las personas que le hacían la rehabilitación no podían entrar al hogar.

—Tuve diarrea, dolor de guatita. En mi vida, no te voy a decir que manejé aviones, ni barcos, pero siempre trabajé en la chacra. Mis hermanos vienen a verme, pero dicen ‘estás re bien’, para que les diga ‘sí, estoy re bien, déjenme acá’. Tengo un solo hijo, menos mal, pero tampoco me viene a ver, ya no lo conozco. El trabajador social lo buscó por la máquina, viste que los cabros ahora son más vivos que nosotros. Está casado, tiene hijos y no me voy a poner a llorar, ni a joderle su familia.

Omar añoraba ir los domingos a Gómez. Estaba cansado del encierro. Relataba que en hogar tiene una compañera con la que juega a las cartas y una amiga que no habla, pero con la que se entienden muy bien. De repente, levantaba las cejas y la mirada caía al piso cuando recordaba a Ramona Varas, esa mujer con la que comía todos los días. “Y se me murió la Ramona, y la echo de menos”, susurraba.

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La covid-19 ataca con mayor impacto a los mayores de 60 años y a las personas con morbilidades como diabéticos, hipertensos, obesos, inmunosuprimidos. Desde el portón, los adultos mayores miraban hacia la calle de una ciudad que no se detenía. Mujeres y hombres jóvenes pasaban por la vereda. Arriesgaban con más chances, pero la suerte de los débiles también se jugaba puertas adentro.

«Los adultos mayores del Hogar Rosa Padín podrán hacer salidas recreativas, acompañados por un operador».

Maricel Candia

—Ahora murieron tres personas. Cada vez que veo esas flores me acuerdo del chileno. Se le volaban los patos, pero había que entenderlo. A la gordi se la llevaron al hospital y se murió, y la Ramona ya no está. Y yo le tengo miedo sí, —Omar piensa, toma aire y vuelve con frases larga— le teeeengo mieeeedo al coronaviruuuus, sí. Todavía no me quiero morir, le puse mucho empeño para estar vivo.

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Foto: Juan Thomes.

Mónica Larrañaga es Secretaria de acompañamiento y protección social de Río Negro. Desde Viedma, atendió el teléfono en medio de miles de ocupaciones. Los últimos meses fueron de definiciones, lecturas y relecturas de lo que pasaba.

—No les digas abuelo, el abordaje que hacen de las personas muchas veces es discriminatorio. No es tu abuelo, no es tu amor, hay un trato supuestamente cariñoso y la Ley 5071 es muy clara en ese sentido. El problema de las personas mayores, sobre todo en el contexto de pandemia, es muy complejo. Por estar en el lugar de persona vulnerable, contagiable y morible, para cuidarlos los privamos de toda su autonomía, los alejamos de su familia. Hay una dimensión de la autonomía del otro que deberá ser valorada.

La funcionaria sostuvo que en foros que se hacen a nivel nacional, Río Negro es referente porque tiene una legislación ejemplar, pero entre que se sanciona la ley y comienzan a cumplirla pasa mucho tiempo, porque la lucha es cultural. Remarcó que los adultos mayores tienen experiencias para aportar a la sociedad, deseos y proyectos y está mal ponerlos en un lugar de pasividad.

—Desde el punto de vista económico, no son solo consumidores del sistema de salud, les gusta comprar zapatos y ropa, viajar. Una política para adultos mayores debe ser transversal. Más que pensarlo como pasado, que es lo que siempre se hace, hay que pensarlos ampliamente, —sostuvo Mónica con energía.

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En el Rosa Padín, mientras tanto, Aliro Zurita de 84 caminaba hacia el portón lentamente y aseguraba que estaba bien “porque no le tocó tener problemas”. Hace 12 años que está en el hogar. Trabajó en la construcción de la Represa del Chocón, en la ruta de Villa La Angostura y disfrutaba de recordar al joven que a los 23 años llegó de Chile a forjar su futuro.

Aliro llevaba su gorra blanca de Fila, el barbijo celeste y en el medio, una mirada de ojos pequeños y transparentes. Se desempeñó en la construcción, en las chacras, pero es minero, decía, mientras giraba el dedo apuntando hacia la tierra.

Aliro Zurita no pierde su tranquilidad. Foto: Juan Thomes.

—Los días pasan según lo tomes: si te hacés la cabeza te afecta. Escuchamos en la televisión al presidente que da buenas explicaciones pero esto es jodido. A veces, las personas hacen desarreglos y se enferman. Acá no podemos salir. Iba a buscar el diario todas las mañanas, pero falleció el abuelo que lo leía y ya no tiene sentido. Esta enfermedad es un destino de Dios, una cosa muy mala. Una epidemia y no sé si la van a curar —al terminar la frase Aliro lanzaba una risa nerviosa, que rápidamente se convertía en seriedad.

Podía estar horas relatando lo que sabe, sus experiencias en diferentes trabajos del Valle y la cordillera. Miraba a los compañeros con los que vive y juraba que a veces le da pena, por eso quería que se mejore el mundo. Con convicción decía que no le teme a la muerte, el que manda es Dios, pero como buen minero, no tiene planes de ir al cielo.

—Cuando morimos, vamos abajo nomás, — y volvió a enseñar su mano callosa. Despacio señaló el suelo con su dedo índice, y lo hizo girar, como intentando enterrarlo en la tierra. Luego sus ojos se achinaron, para acusar que debajo del barbijo había una sonrisa y volvió a su silla.

José Salazar pasó rápido frente él. Venía de dejar un atado de espinacas en la cocina. Caminó hacia el fondo del terreno. En ese lugar convirtió la bronca del encierro en frutas y verduras.

Como sus compañeros, José también llegó desde Chile de joven, cuando la dictadura de Augusto Pinochet los expulsó del país. Antes de la pandemia salía a vender diarios cada mañana, pero desde que pusieron el candado en la puerta la desesperación por no poder juntar su dinero lo bajoneó mucho.

Maricel pensó que sería bueno llevarle semillas, para que pueda mantenerse entretenido y en poco tiempo José hizo milagros.
Con una sonrisa recorría los surcos y mostraba el cilantro, las habas.

José Salazar mata la angustia mientras da vida a sus plantas. Foto: Juan Thomes.

Aprendió todo desde chico, cuando sus abuelos y sus padres en su Comay natal, plantaban grandes extensiones de tomates. También era un niño cuando debió escapar del país. Con solo 17 años, José supo rebuscársela y hoy disfrutaba de hacer crecer allí sus verduras.

—Estaba muy mal con lo de la pandemia, pero ahora, por lo menos tengo algo para hacer. Es muy importante cultivar la tierra, uno sabe que así no se muere de hambre. Creo que sembrar es vivir —decía y sus ojos pequeños, llenos de surcos como su tierra, brillaban.


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