La verdadera historia de Frankenstein, el monstruo eterno y los miedos muy actuales

Ayer se estrenó en Netflix una nueva versión de “Frankenstein, el “monstruo“ que nació hace más de dos siglos, en 1816, el año en el que no hubo verano, de la mente de la escritora Mary Shelley. La vigencia de ese ser -creado desde la ambición, sin pensar en ninguna consecuencia- es completamente perturbadora.

1816 fue un año sin verano. Las cenizas del volcán Tambora, que había entrado en erupción un año antes, en Indonesia, cubrían el cielo europeo con una niebla espesa. Fue la explosión más grande jamás registrada. El Tambora expulsó 129.200 millones de toneladas de cenizas. Los días eran grises y fríos, las noches más oscuras . Hubo muertes y hambrunas.

En el otoño de ese año, en Suiza, el lago Lemán parecía un espejo de plomo; las montañas, un telón de sombras. El aspecto era apocalíptico. En ese entorno, dentro de una mansión y a la luz de las velas, un grupo de jóvenes se había encerrado a leer, a debatir, a amarse a escondidas. En ese lugar, llamado Villa Diodati, se incubaron monstruos eternos.


Mary Shelley (que aún no llevaba ese apellido) tenía apenas 18 años. Había huido de Inglaterra con Percy Bysshe Shelley, poeta, casado con otra mujer, con quien compartía la pasión por la filosofía, la ciencia y la libertad, además de un romance. Los acompañaban Lord Byron -exiliado, escandaloso, atormentado, temerario y brillante-, su médico personal John Polidori, y Claire Clairmont, la hermanastra de Mary y amante de Byron.


El encierro forzado por la oscuridad que se cernía sobre el continente y por tormentas que volvían todo más tenebroso, dio lugar a un juego: cada uno de los invitados a la Villa debía escribir una historia de terror. “Mi imaginación, sin embargo, no producía ninguna invención terrorífica”, anotó Mary en un diario. Pero una noche, tras leer una antología de cuentos de terror, tuvo una pesadilla. “Vi al pálido estudiante de artes profanas arrodillado junto a la cosa que había ensamblado. Vi el espantoso fantasma de un hombre tendido, y luego, por obra de alguna máquina poderosa, mostrar signos de vida”, anotó en aquel diario sobre esa noche en la que alumbró a su propio monstruo.


Sólo ella y Polidori, que escribió “El joven vampiro”, cumplieron con la consigna. Sus creaciones sobrevivieron, perturbadoramente actuales, hasta hoy.


El sueño de Shelley fue el germen de “Frankenstein o el moderno Prometeo”, la novela que publicaría dos años después, en 1818, y de forma anónima. Una obra que no solo fundó la ciencia ficción moderna, sino que también condensó los miedos, los duelos y las preguntas de la propia autora: ¿qué significa crear vida? ¿Qué responsabilidad tiene el creador sobre su criatura? ¿Qué ocurre cuando el deseo de saber se vuelve egomaníaco y monstruoso?


Quién fue Mary Shelley



Mary Shelley era hija de Mary Wollstonecraft, pionera del feminismo, y de William Godwin, filósofo anarquista. Creció entre libros, ideas y pérdidas colosales. Su madre murió tras el parto, por una infección generalizada.

A los 17 años, Mary también perdió una hija. A los 19, cuando escribió “Frankenstein”, estaba embarazada de nuevo, exiliada, y rodeada de hombres brillantes que la subestimaban. Era una heroína romántica de su época, con gustos particulares y sombríos: para encontrarse a escondidas con Byron, elegían el cementerio. Y en otro aspectos, parecía una adelantada: era vegetariana y no tomaba azúcar en protesta contra las plantaciones de Estados Unidos.


En ese entorno concibió a su criatura: una amalgama de cadáveres a la que Frankenstein le insufló vida con electricidad, un invento reciente que maravillaba a todos. Lo que creó fue un ser que enseguida lo llenó de culpa y arrepentimiento y al que condenó, irremediablemente, a una vida de tinieblas, y amargura, de la que no podía escapar. “Yo era afectuoso y bueno: la desdicha me convirtió en un malvado. ¡Hacedme feliz y volveré a ser bueno!”, le implora la criatura, con una voz herrumbrosa que parece más bien un graznido, al hombre que le dio vida.


El libro es una meditación sobre la orfandad, pero sobre todo, sobre la creación y la responsabilidad. El monstruo -que no tiene nombre, que es llamado “demonio”, “engendro”, “abominación” y no Frankestein como suele repetirse- aprende a leer, a sentir, a desear. Pero enseguida es expulsado, perseguido, y condenado.


La novela se estructura como un relato en capas: cartas del explorador Robert Walton a su hermana, el testimonio del médico que le dio vida al “engendro”, Víctor Frankenstein, y dentro de él, la voz del monstruo.


El “monstruo”, rechazado por su creador y por la sociedad busca afecto, pero solo encuentra odio. Su dolor lo transforma en una maquina de venganza: asesina a los seres queridos de Víctor, incluyendo a su hermano, su amigo y su esposa. Y Víctor, consumido por la culpa y el odio, persigue al monstruo hasta los confines del mundo.


Ayer se estrenó en Netflix la esperada adaptación de Guillermo del Toro de “Frankenstein”, que retoma esa escena fundacional y la expande con sensibilidad gótica, barroca y compasiva. La criatura vuelve a caminar, pero esta vez bajo la mirada de un cineasta que entiende que el monstruo no es ese cuerpo, sino el abandono.


Antes de la Del Toro, el libro de Shelley tuvo otras versiones. Muchas. Primero en teatro:en 1819 fue representada en Europa más de 300 veces. Luego llegó al cine. Desde su primera aparición en pantalla grande, en 1910 -con un cortometraje mudo producido por Thomas Edison-, Frankenstein fue mutando. Pero en 1931, Boris Karloff encarnó al monstruo bajo la dirección de James Whale, con tornillos en el cuello y andar torpe y esa imagen se volvió ícono, el sinónimo de lo que imaginamos cuando pronunciamos Frankenstein.

La versión de Boris Karloff parece haber sido la definitiva para la imaginación sobre el monstruo.


En 1957, los estudios Hammer apostaron por una criatura brutal y trágica, con Christopher Lee y Peter Cushing. En 1974, Mel Brooks parodió el mito con “El joven Frankenstein”. En 1994, Kenneth Branagh dirigió “Frankenstein de Mary Shelley”, con Robert De Niro como una criatura más introspectiva y doliente. Y más cerca, hay que agregar la versión femenina de Yorgos Lanthimos, y sus “Pobres criaturas”.


Más real que la ficción: de Frankenstein a los lobos huargos


Cada época proyectó sus miedos en el monstruo gótico. O los creó. Este 2025, la idea tomó una forma perturbadora. Aunque parece un hecho ya olvidado, fue este año, el 13 de abril, que la empresa Colossal Biosciences anunció el nacimiento de tres cachorros -Rómulo, Remo y Khaleesi- con rasgos de lobos huargos, una especie extinta hace 13.000 años y popularizada por la taquillera serie de HBO, “Game of Thrones”.

El magnate dueño de Colossal Biosciences, Ben Lamm, no lo difundió en publicaciones científicas sino en las revistas The New Yorker y Time, bajo el título “Desextinción”. La palabra fue algo exagerada. Más efecto que realidad: los científicos aclararon que los cachorros eran el resultado de la unión de unos lobos grises modificados genéticamente con 14 genes de sus ancestros, los lobos huargos o lobos terribles.

Aún así, el experimento planteó -plantea- dilemas bioéticos sobre la manipulación genética y la creación de híbridos con fines simbólicos o comerciales.
En cualquier caso, con los lobos huargos, los humanoides publicitados en estos días, e incluso con la Inteligencia artificial, aquel Frankenstein de la Villa Diodati llega hasta estos días.


La escritora argentina Esther Cross publicó en 2022 “La mujer que escribió Frankenstein” (editorial Minúscula), dedicado justamente a Mary Shelley. Y sugiere cosas como esta: “la inquietud por el destino de cada uno de los personajes se cruza de una manera impresionante con la pregunta por el destino de la humanidad. Ese planteamiento, tan arraigado en su tiempo, está más vigente que nunca. La avanzada científica, sin regulación de ningún tipo, produce historias de terror”.


La criatura de Shelley, o más bien su libro entero, no es un discurso contra la ciencia y la tecnología, sino contra su uso interesado e irresponsable, en todo caso contra la ambición desmedida que no mide las consecuencias. Y quizás por eso, y más allá de la adaptación reciente de Del Toro, aquella creación de Frankenstein, en esa villa no pierda nunca actualidad. Como si las cenizas siguieran ahí, amenazantes.


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