Leer y estudiar ayudan a mantenerse lúcido en la vejez
Dos estudios distintos lo confirman.
Dos estudios dados a conocer el mes pasado, realizados uno en España y el otro en Canadá, con diferentes objetivos y metodologías pero con conclusiones de alguna manera relacionadas, reflotaron un viejo tema: el de la relación entre la educación y la salud mental.
El primero surgió de un relevamiento poblacional de personas mayores de 65 años, en el que se verificó un alto porcentaje de afecciones neurológicas causantes de demencia senil (Parkinson o Alzheimer) relacionados con el bajo nivel educativo; el otro es un experimento realizado en Canadá y enmarcado en la línea de los estudios de «plasticidad cerebral», es decir: la que busca determinar cómo el aprendizaje modifica físicamente el cerebro.
El estudio en España
El estudio que llevó el nombre Nedices, siglas en inglés de «Desórdenes Neurológicos en España Central», fue realizado sobre casi 5.300 personas de la mencionada franja de edad y de diferentes medios sociales –ciudades grandes y pequeñas, zonas rurales– y clases sociales: sectores de recursos altos, medios y bajos. Está basado en el programa de Demencias Asociadas a la Edad de la OMS (WHO-AAD) y en el estudio Epicardian, y fue publicado por el Instituto Real de Salud Pública británico.
Entre sus conclusiones salientes ha mostrado una alta prevalencia de enfermedades neurológicas, especialmente del mal de Parkinson.
El objetivo del trabajo, en el que han participado del lado de los realizadores más de 20 neurólogos y epidemiólogos, era analizar la prevalencia de las enfermedades neurológicas y de los factores de riesgo vascular. Para ello, según consignaron los científicos participantes, se analizaron más de 500 variables, entre ellas la edad, el sexo, el nivel educativo, la actividad física, el consumo de alcohol, las enfermedades más frecuentes, el consumo de fármacos y la percepción que tenían los propios entrevistados sobre su salud.
La primera fase del trabajo valoró el estado de salud general, el estilo de vida y los factores de riesgo cerebrovascular, y la segunda se centró en la valoración neurológica de los participantes.
«Al menos el 50% de los casos de Parkinson estaban sin diagnosticar», señaló el Dr. Félix Bermejo, jefe del Departamento de Neurología del Hospital Universitario «12 de Octubre» de Madrid, en referencia a los resultados del estudio.
¿A qué puede deberse? Según aventuraron, a que muchos pacientes, al considerar que los síntomas asociados al Parkinson (temblores, pérdida de la memoria, poca coordinación motora) son «inherentes a la vejez», directamente no buscan tratamiento y ni siquiera acuden al médico cuando se les presentan: «Las familias españolas suelen ser muy tolerantes con los ancianos que presentan un Parkinson leve o demencia, lo que dificulta enormemente el diagnóstico precoz», se quejó por su parte el Dr. Saturio Vega, médico geriatra del Centro de Salud de Arévalo.
No obstante, un primer análisis muestra que la tasa de enfermedades neurológicas en España es similar a la que se registra en el resto de Europa y que el nivel educativo parece ser un factor de riesgo determinante de demencia.
«Apenas el 2% de los ancianos con estos problemas están en residencias, ya qu existe un arraigado sentimiento de culpa asociado al supuesto abandono del ser querido en una institución –señala Vega–. La familia, en estos casos, considera su obligación hacerse cargo del anciano, independientemente de su nivel cultural y socioeconómico». Esto hace que ciertos miembros de la familia, especialmente las mujeres, deban asumir el papel de cuidadores.
El gran misterio para los científicos que buscan correlatos fisiológicos para todo lo que ocurre en la mente humana sigue siendo, hasta ahora, el mecanismo concreto que causa el envejecimiento. Ya contaban con la sospecha (similar a la confirmada en España por vía estadística respecto del Parkinson) de que la actividad mental era una especie de salvaguarda para problemas como el mal de Alzheimer.
«Los lóbulos frontales del cerebro aparentemente desempeñan un papel importante en este efecto protector que parece tener la educación», señaló la científica Cheryl Grady, que comandó
el equipo del Rotman Research Institute de la universidad canadiense de Toronto, que recientemente publicó los resultados de un proyecto de investigación.
El estudio consistió en presentarles una serie de problemas a resolver a un grupo de 14 personas entre 18 y 30 años y a otros 19 de más de 65 años, todos con diferentes grados de educación formal: los voluntarios con mayor nivel educativo se desempeñaron mejor.
Hasta aquí, pareciera obvio; el caso es que mediante imágenes computarizadas de resonancia magnética nuclear se fue controlando la actividad cerebral de cada uno mientras lo hacía: «Descubrimos que los adultos mayores con mejor formación tienden a utilizar las zonas frontales del cerebro», destacó una investigadora. Los ancianos que habían tenido menos educación no poseían esta capacidad neurológica adicional, ni tampoco los voluntarios educados pero más jóvenes, dijeron. Estos cerebros jóvenes todavía no habían desarrollado la necesidad, que aplicaron los más viejos, de recurrir a estas reservas neurológicas.
Las consecuencias de la actividad que estudiar produce en el cerebro, concluyen, lo ayuda a construir redes neuronales alternativas que estarían ausentes en individuos con un nivel de educación más bajo. Esto llevó a los científicos a determinar que el trabajo intelectual podría fortalecer el cerebro contra algunos efectos nocivos del envejecimiento: la mayor cantidad de años de formación se asociaba a una mayor actividad de los lóbulos frontales, zonas que intervienen en la resolución de problemas, la memoria y el juicio.
Esta investigación se enmarca dentro de los estudios llamados de»plasticidad cerebral»: en ellos, la cuestión es ver en qué medida el cerebro puede regenerar o redisponer las neuronas en función del aprendizaje, y en función de ello es que consideran las terapias posibles, incluso las psicoterapias.
Marcelo Rodríguez
Dos estudios dados a conocer el mes pasado, realizados uno en España y el otro en Canadá, con diferentes objetivos y metodologías pero con conclusiones de alguna manera relacionadas, reflotaron un viejo tema: el de la relación entre la educación y la salud mental.
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