Los límites de la intimidad

No ha perdido vigencia la fuerza protectora de la fórmula ensayada por el artículo 19º de la Constitución nacional, en cuanto dispone que las “acciones privadas de los hombres que no ofendan la moral ni el orden público, ni tampoco dañen a terceros, están sólo reservadas a Dios y exentas del juicio de los magistrados”.

Ella se enlaza con el espíritu de un liberalismo celoso de la esfera de reserva, lo íntimo y lo privado, la que por su naturaleza debía encontrarse fuera de la órbita de terceros. Y entre ellos, muy especialmente, de la incumbencia de los poderes del Estado.

Pero también hunde raíces en la filosofía de los trascendentalistas norteamericanos y en los peligros que los iniciáticos anarquistas advirtieron a la sombra de un Estado que ya para entonces concentraba el monopolio de la fuerza y era fuente de todo orden social.

Esa suerte de libertarismo pergeñado en el corazón del siglo XVIII, sin embargo, se encuentra a la fecha en franca crisis. En lo fundamental, debido a que ese ámbito de reserva para entonces valorado a rajatabla ahora se ha volatilizado hasta la insignificancia.

El desarrollo de las nuevas tecnologías ha impactado sobre la experiencia misma de lo íntimo y de la privacidad, de lo que puede y debe ser exhibido acerca de nosotros mismos. Ha trastocado, en términos generales, los límites entre lo público y lo privado.

Tan es así que actualmente subimos a la red todo tipo de datos e informaciones sin saber quién, ni qué, ni cuándo, ni en qué lugar se habrá de saber de nosotros. Y ni siquiera somos conscientes de las enormes consecuencias de nuestros “actos informáticos cotidianos”.

Actos que resultan voluntarios y deliberados, los que concretamos sin que medien coacciones de autoridad alguna, sea estatal o corporativa de cualquier signo, sino más bien, en todo caso, propiciados a partir de la seducción de ser parte del mercado-mundo.

Menos perspectiva crítica asumimos en relación al surgimiento de cualquier nuevo desarrollo tecnológico que, según sabemos, se celebra como un avance.

Se trata de un escenario que nos invita a preguntarnos si, en efecto, el derecho a la intimidad cabe actualmente en este mundo tal y como se ha entendido hasta ahora.

No en vano, el directivo de Google, Eric Schmidt, afirmó que “los jóvenes quizás tengan que cambiar su nombre en el futuro para escapar de su antigua actividad online”. O tal como lo aseveró Mark Zuckerberg, fundador de Facebook, “la era de la privacidad ha acabado”.

El derecho a la intimidad resulta ser una elaboración reciente, producto de la sociedad industrial urbana dotada de unos medios de comunicación complejos.

Su primera formulación se debe a dos juristas norteamericanos, Warren y Brandeis, quienes en un artículo publicado en 1890 en la “Harvard Law Review” definieron el derecho a la intimidad como “el derecho a estar solo” –the right to be let alone–.

Desde su primera enunciación ha adquirido un nuevo y diverso significado tras la aparición de las computadoras en el campo de la información.

En su origen la intimidad era considerada como un derecho a la soledad y el aislamiento, identificada con el secreto y el reconocimiento a su titular de facultades de exclusión.

Con el desarrollo de las recientes tecnologías de control, sin embargo, se extiende a las informaciones que conciernen al individuo.

De ese modo, la intimidad se identifica actualmente con la capacidad de control de las informaciones que sobre uno mismo puedan tener otras personas o, más exactamente, con la posibilidad de autodeterminarse en el ámbito informativo.

*Doctor en Derecho y profesor titular de la Universidad Nacional de Río Negro (UNRN)


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