Los llamados «daños colaterales»

Por Martín Lozada (Especial para "Río Negro")

En pocas circunstancias la artificiosa manipulación del lenguaje toma un matiz tan dramático como cuando por «daños colaterales» se alude a las víctimas de los conflictos armados del mundo contemporáneo. De este modo, la victimización de la población civil y la consecuente producción de refugiados y personas desplazadas se disfrazan de males para los cuales no hay remedios ni solución posible.

Tal banalización de las palabras encuentra su contracara en las tareas que, a partir de mediados del siglo XVI, se vienen elaborando en el ámbito del derecho y el pensamiento político, tendientes a minimizar los perjuicios producidos por las guerras y los conflictos armados. Autores como Francisco de Vitoria, Hugo Grocio, Emmanuel Kant y hasta nuestro Juan Bautista Alberdi hicieron aportes en esa dirección, dando carácter universal a la preocupación por las víctimas de los conflictos que entrañan el uso de la fuerza.

Fue sin embargo recién en la segunda mitad del siglo XIX cuando comenzó a otorgarse cobertura normativa a la protección, en primer término, de los heridos, enfermos y náufragos en combate terrestre o naval, es decir, al personal militar involucrado en la contienda.

Más tarde, en 1949, a instancias del Comité Internacional de la Cruz Roja se celebró en la ciudad de Ginebra la Cuarta Convención -entre otras tres-, que se refiere a la protección de las personas civiles en tiempo de guerra. Son actualmente 188 los estados parte de la misma y, por lo tanto, su aceptación es prácticamente universal.

A partir de entonces el uso de la fuerza militar encontró su primer límite objetivo: la misma no puede en ningún caso recaer sobre las personas ajenas al conflicto. Hombres y mujeres, niños y ancianos, civiles en general, gozan del derecho de no resultar objeto de hostilidades en sus personas o sus bienes. No obstante ello, cada vez con mayor frecuencia se refuerza el carácter de víctima de quienes ninguna participación directa tienen en los hechos de violencia que los circundan.

Prueba de ello resulta la denuncia formulada recientemente por la organización Human Rights Watch, a través de la cual destacó internacionalmente la campaña de terrorismo militar ejecutada contra la población civil de Chechenia por parte de las tropas rusas. En razón de ello, más de un tercio de la población del lugar, al menos unas 200.000 personas, han debido huir de los combates para buscar refugio en Ingushetia. En ese marco el director ejecutivo de la organización subrayó la absoluta falta de distinción entre objetivos militares y población civil. Es decir, sencillamente, que los bombardeos y operaciones de artillería de las tropas rusas no constituyeron actos convencionales de guerra, sino asesinatos y ejecuciones sumarias.

Ni siquiera la OTAN y sus difusos imperativos éticos han podido ocultar las sistemáticas violaciones al Cuarto Convenio de Ginebra, consumadas durante sus ataques del año pasado sobre Yugoslavia. Fueron aproximadamente 500 civiles quienes perdieron la vida en las múltiples salidas aéreas realizadas por la alianza en los 78 días de bombardeos. Las razones de tan elevada mortandad radican en las masivas descargas efectuadas sobre objetivos de dudosa utilidad militar, la escasa precaución en la identificación de los blancos móviles y las pocas medidas adoptadas para asegurar la ausencia de civiles -escudos humanos- en los puntos de impacto.

Los conflictos armados constituyen la principal causa de refugiados y de poblaciones desplazadas, aquellas que para salvar su vida, integridad y libertad se ven obligadas a abandonar sus hogares y cruzar las fronteras del país en el que habitualmente residen. Las destrucciones masivas producidas sobre la infraestructura civil -caminos, fábricas, centrales eléctricas y hospitales, entre otros- tornan frecuentemente imposible el regreso de esas poblaciones a su hábitat de origen, lo cual expresa y ratifica su carácter de víctimas y de pobres entre los pobres.

Si la victimología resulta ser una de las ramas de la disciplina criminológica dedicada a indagar, desde fines de la Segunda Guerra Mundial hasta la fecha, la etiología y ecología de todo proceso de victimización, su ausencia en el ámbito de las relaciones internacionales resulta, al menos, de gravedad. La misma arrojaría datos relevantes respecto de la puesta en marcha de estos procesos de destrucciones masivas, las manipulaciones conceptuales que los posibilitan y la impunidad que sistemáticamente sirve de corolario para sus autores y entusiastas adherentes. La actual situación de los rusos en Chechenia y los permisos autoconcedidos por la OTAN en nombre de la comunidad internacional así lo indican de manera concluyente.

Pese a los eufemismos mediante los cuales se construye el discurso de los daños residuales o colaterales, no puede a esta altura soslayarse que se trata en realidad de objetivos escogidos premeditadamente con miras a perpetuar la violencia fuera del marco y de los objetivos militares. He aquí, entonces, que uno de los grandes desafíos del mundo contemporáneo continúa siendo la reducción de los sufrimientos que padecen las poblaciones civiles en tiempos de conflicto armado. Para ello, además de la libertaria pluma de estudiosos comprometidos con un desarrollo equilibrado y humanista, se requerirá de la activa participación de una ciudadanía ahora global, concernida por los asuntos que atañen a las víctimas de siempre.


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