Lugar ideal

palimpsestos

néstor tkaczek ntkaczek@hotmail.com

Los paisajes son culturales y epocales. Algunos se nos imponen desde el mundo publicitario y juegan con nuestro deseo fabricado o no por la industria del turismo. Cualquier argentino que ve una imagen de palmeras, arenas blancas y un mar turquesa sueña, más allá de su bolsillo y del cepo cambiario, con ser la presencia humana que le falta a ese folleto. Sin embargo, ese paisaje es un invento de la segunda mitad del siglo que se fue; cien años atrás apenas nos hubiese interesado. En la tradición artística hay escenarios que son constantes. Desde la antigüedad tenemos determinados clichés que una disciplina –desarrollada especialmente en el Imperio Romano– llamada retórica (entendida como teoría de la composición que busca por sobre todas las cosas obtener un determinado efecto sobre una o varias personas) codificó y propició en el cultivo de las letras. A lo largo de los siglos hay una fórmula que ha tenido singular fortuna en la literatura y es la del “locus amoenus” (lugar ameno). Y este lugar ameno no debe confundirse con un estadio de fútbol ni con un hotel alojamiento, tampoco debe creerse que uno lo podrá encontrar en algún emprendimiento inmobiliario que se publicita por ahí. No, no es cualquier lugar. Es un sitio natural, con arroyos cristalinos, fuentes, flores, aves canoras, hierba, árboles. El “locus amoenus” puede ser un prado, un huerto y a veces un jardín; pero en el fondo es una construcción ideal, un ambiente perfecto que sirve de marco a muchas obras literarias. En la tradición latina este tema es frecuentísimo, Virgilio lo abordó en las “Bucólicas”, libro de particular influencia en la tradición occidental y también está presente en muchos poemas de Teócrito y Horacio. Fue Sannazaro quien con su novela “Arcadia” inicia el género. La novela pastoril, de enorme difusión durante el Renacimiento, condensa como pocos el tema del lugar ameno, del sitio ideal, de una nostalgia por una edad dorada de los hombres. Los personajes de este tipo de narración son pastores de singular belleza, siempre limpios y muy cultos que casi nunca cuidan su ganado debido a que están concentrados en componer versos o hablar sobre temas amorosos; mientras las ovejas pacen en prados que serían la envidia del mismísimo Benetton. Al igual que Lope de Vega, Cervantes no escapó a la fascinación por este género y compuso “La Galatea”, novela en la que cifraba sus esperanzas de prestigio literario. También en el Quijote hay episodios bucólicos como el de la pastora Marcela y Crisóstomo. En otro pasaje del libro, don Quijote le propone a Sancho que se conviertan en pastores, y así Cervantes lleva adelante su parodia del lenguaje y las costumbres pastoriles: “Nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando allá, bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, o de los limpios arroyuelos (…) Daránnos con abundantísima mano de su dulcísimo fruto las encinas…”. Es Garcilaso de la Vega el primer poeta pastoril de nuestro idioma. Célebre por sus églogas (composición poética caracterizada por una visión idealizada del campo) que muestran muy bien el “locus amoenus” en estos versos: “al pie de un alta haya, en la verdura,/ por donde un agua clara con sonido/ atravesaba el fresco y verde prado/…”. El elogio de la vida retirada de las ciudades y dedicada, entre otras cosas, al cultivo de un huerto es el tema de un famoso poema de Fray Luis de León: “Del monte en la ladera/ por mi mano plantado tengo un huerto,/ que con la primavera/ de bella flor cubierto/…”. Este pequeño caminar por algunos prados del “locos amoenus” muestra la transposición artística del lugar ideal que todos los humanos llevamos dentro y que hoy, algunos, pretenden vanamente encontrarlo por ejemplo, en la artificialidad de los barrios cerrados.


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